
Retomo este diario o mensuario traspapelado porque, de nuevo, tengo algo importante que contar. Muy importante, atento lector, se lo aseguro; esta vez no voy a soltar ninguna parida. Urge, al contrario, sacar a la luz una realidad inquietante.
Soy funcionario, en lo más bajo de la escala profesional. Un eufemismo disfraza esta coyuntura, pero, para entendernos, les diré que trabajo de peón (ergo, tal bestia amaestrada, obedezco órdenes y utilizo mi fuerza física para trabajar, según la definición oficial). Peón de jardinería, en concreto. Mi trabajo público, pues, está también sometido al escrutinio público. En este sentido, y debido a la crisis, se aprecian cambios importantes en la composición de los jurados populares, donde cada vez se incorporan más jóvenes. Una tendencia que las recientes reformas laborales consolidan; en un futuro inmediato los jóvenes integrarán una saludable masa de espectadores contemplando cómo doblan el espinazo los viejos achacosos. Gratuito y consuetudinario, como una cantera de recursos infinitos para la explotación a cargo del proverbial gracejo hispánico, este espectáculo está llamado a constituirse en el entretenimiento nacional. Y siendo como somos en España, un país donde el proverbial gracejo no supone más que una derivación humorística de la mala hostia, ya me veo recibiendo aplausos cada vez que plante una flor.
Pero me estoy desviando del tema. Funcionarios con mono, asalariados callejeros en general, compañeros (como dicen los sindicalistas, abusando también del proverbial gracejo hispánico): nos enfrentamos a una inédita y terrible amenaza. En cierto modo vinculada a la inquisición arriba comentada, pero de un cariz más grave, esta amenaza significa en la práctica la pérdida de nuestros derechos más consolidados, al fin y al cabo métodos paliativos para suavizar la dureza de la jornada: el cafelito, el poner a parir al patrón, la chapuza para salir del paso, los pequeños placeres tal la gozosa contemplación de la maciza hasta que sus curvas se diluyen en el horizonte o (por no ser acusado de machismo) la dilatada polémica femenil sobre los precios de la peluquería; éstas y otras técnicas básicas de escaqueo que forman parte de nuestro acervo obrero. Siempre dijimos que nos engañarían en el sueldo, pero no en el trabajo. Pues bien, ésto se ha acabado. Llega la esclavitud, porque las empresas cuentan ya con un nuevo arma de control, sofisticada y perversa. Otro signo a añadir, en estos tiempos difíciles, que nos habla del fin de las libertades.
Lo he descubierto hoy mismo, aunque desde hace días venía observando la presencia del perro negro rondando el corte -allá donde fuera, tocase donde tocase- con recurrencia sospechosa. Un perro enorme y extraño, de difícil clasificación taxonómica, una mezcla entre mastín y pokémon, con su cabeza grotesca y sus andares rígidos.
Hoy estaba trabajando solo en un parque solitario de la ciudad estrecha. Bendita redundancia. Para un individuo de mis características, aquejado de fobia social y de frecuentes brotes psicopáticos, semejantes circunstancias constituyen un privilegio: orino y fumo con menor frecuencia, curro más y me canso menos, no maldigo al pisar el excremento canino de cada jornada, a veces incluso silbo y, lo que es más importante, no me rondan malos pensamientos. Pero he aquí que apareció el perro negro. Como en otras ocasiones, se quedó plantado a cuatro o cinco metros, mirándome fijamente. Tengo mejor concepto de los animales que de las personas, para qué negarlo. Pero el perro, al que ya había cogido cierta inquina, me puso nervioso. Ahí quieto, persistiendo en su observación, sin mover un músculo, callado y enorme, como una especie de intimidante segurata animal. No pude evitarlo; el azadón fue a parar a sus costillas.
El guau que soltó fue espeluznante, a mitad de camino entre la sirena de emergencias y el ruido de cañerías, con un último eco gutural. Soltó tan indescriptible ladrido y cayó de lado como un muñeco, sin doblar las patas, tieso. Era un artefacto, un engendro robótico. Un examen detenido del cacharro, que acabé desguazando, me reveló que sus ojos eran cámaras, que tenía micrófonos en los agujeros de su falso hocico, un altavoz en el pecho -de donde saldría ese guau alienígena-, una antena en el rabo y unas entrañas metálicas llenas de cables y circuitos impresos. En una placa, debajo del culo, se leía: "ACME. Workers´Control". Un puto espía cibernético.
Adónde iremos a parar.
Soy funcionario, en lo más bajo de la escala profesional. Un eufemismo disfraza esta coyuntura, pero, para entendernos, les diré que trabajo de peón (ergo, tal bestia amaestrada, obedezco órdenes y utilizo mi fuerza física para trabajar, según la definición oficial). Peón de jardinería, en concreto. Mi trabajo público, pues, está también sometido al escrutinio público. En este sentido, y debido a la crisis, se aprecian cambios importantes en la composición de los jurados populares, donde cada vez se incorporan más jóvenes. Una tendencia que las recientes reformas laborales consolidan; en un futuro inmediato los jóvenes integrarán una saludable masa de espectadores contemplando cómo doblan el espinazo los viejos achacosos. Gratuito y consuetudinario, como una cantera de recursos infinitos para la explotación a cargo del proverbial gracejo hispánico, este espectáculo está llamado a constituirse en el entretenimiento nacional. Y siendo como somos en España, un país donde el proverbial gracejo no supone más que una derivación humorística de la mala hostia, ya me veo recibiendo aplausos cada vez que plante una flor.
Pero me estoy desviando del tema. Funcionarios con mono, asalariados callejeros en general, compañeros (como dicen los sindicalistas, abusando también del proverbial gracejo hispánico): nos enfrentamos a una inédita y terrible amenaza. En cierto modo vinculada a la inquisición arriba comentada, pero de un cariz más grave, esta amenaza significa en la práctica la pérdida de nuestros derechos más consolidados, al fin y al cabo métodos paliativos para suavizar la dureza de la jornada: el cafelito, el poner a parir al patrón, la chapuza para salir del paso, los pequeños placeres tal la gozosa contemplación de la maciza hasta que sus curvas se diluyen en el horizonte o (por no ser acusado de machismo) la dilatada polémica femenil sobre los precios de la peluquería; éstas y otras técnicas básicas de escaqueo que forman parte de nuestro acervo obrero. Siempre dijimos que nos engañarían en el sueldo, pero no en el trabajo. Pues bien, ésto se ha acabado. Llega la esclavitud, porque las empresas cuentan ya con un nuevo arma de control, sofisticada y perversa. Otro signo a añadir, en estos tiempos difíciles, que nos habla del fin de las libertades.
Lo he descubierto hoy mismo, aunque desde hace días venía observando la presencia del perro negro rondando el corte -allá donde fuera, tocase donde tocase- con recurrencia sospechosa. Un perro enorme y extraño, de difícil clasificación taxonómica, una mezcla entre mastín y pokémon, con su cabeza grotesca y sus andares rígidos.
Hoy estaba trabajando solo en un parque solitario de la ciudad estrecha. Bendita redundancia. Para un individuo de mis características, aquejado de fobia social y de frecuentes brotes psicopáticos, semejantes circunstancias constituyen un privilegio: orino y fumo con menor frecuencia, curro más y me canso menos, no maldigo al pisar el excremento canino de cada jornada, a veces incluso silbo y, lo que es más importante, no me rondan malos pensamientos. Pero he aquí que apareció el perro negro. Como en otras ocasiones, se quedó plantado a cuatro o cinco metros, mirándome fijamente. Tengo mejor concepto de los animales que de las personas, para qué negarlo. Pero el perro, al que ya había cogido cierta inquina, me puso nervioso. Ahí quieto, persistiendo en su observación, sin mover un músculo, callado y enorme, como una especie de intimidante segurata animal. No pude evitarlo; el azadón fue a parar a sus costillas.
El guau que soltó fue espeluznante, a mitad de camino entre la sirena de emergencias y el ruido de cañerías, con un último eco gutural. Soltó tan indescriptible ladrido y cayó de lado como un muñeco, sin doblar las patas, tieso. Era un artefacto, un engendro robótico. Un examen detenido del cacharro, que acabé desguazando, me reveló que sus ojos eran cámaras, que tenía micrófonos en los agujeros de su falso hocico, un altavoz en el pecho -de donde saldría ese guau alienígena-, una antena en el rabo y unas entrañas metálicas llenas de cables y circuitos impresos. En una placa, debajo del culo, se leía: "ACME. Workers´Control". Un puto espía cibernético.
Adónde iremos a parar.
Gabriel Cusac
Pues al loro con los lindos pajaritos, que igual tambien son de ACME.
ResponderEliminarSssssssssssssss, nos vigilan..... jajjjaaaaa!!!! No des ideas a la patronal.... jajjajaaa. Besillos!!!
ResponderEliminarPues tengo una novedad terrible directamente relacionada con este caso. Lola sabe que una de las cámaras del supermercado DIA está apuntando a nuestra ventana. Algo está pasando, algo inimaginable. Llegarán a controlar cada minuto de nuestras vidas; debemos estar en guardia.
ResponderEliminarBesos secretos, Silvia.
Pensé que la clavarías en que los actuales jóvenes que van a ver escasos independientes euros de lso independientes, obtenidos por su trabajo, puedan ver al escalón de los obreros, (mucho más duro será para los expuestos)
ResponderEliminarcomo una clase superior a la que acosar. Políticos (y no de izquerdas) pueden apuparlos a ello.
Y el indefenso escozor del obrero de que ya han creado (y te acosan) los subparias de la tierra.
Pero, en tu querencia, siempre derrotas a lo fantástico. Lo cual es fantástico, pero no siempre mejor.
Pues la realidad es más cruda que estas fantasías. Ya habrás visto el caso de espionaje global por parte del gobierno yanqui a los ciudadanos, que tiene sus ramificaciones en España, porque aquí, en paralelo, se desarrolló un plan similar del que ya nos hemos olvidado. No sabemos dónde estamos, no sabemos qué cotas de perversidad puede alcanzar el poder. Y, al hilo, si te parece poco lo de la reforma laboral...parias y señoritos, a tomar por culo los derechos laborales que costaron sudor y sangre. Ah, Orwell, Orwell.
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