5 de agosto de 2011

Por estar en Babia



Mi mundo interior es muy rico; por eso, desde chico, he destacado por mi capacidad de abstracción. Si me hubiese dado por el catolicismo profesional, la gente hablaría de arrobo, y quizá ya andarían apalancándome un altar, pero, como soy agnóstico, toxicómano, imprecador, crápula, obrero, fumador, etc, se me considera un auténtico flipado. Por la razón que sea, siempre me ha rodeado una nube: en la escuela, en el trabajo, en las relaciones sociales. Con las mujeres en concreto, debido a cierto ramalazo de pudor o caballerosidad, he desarrollado mecánicamente una técnica de disimulo, para no hacer el feo. Ellas hablan, y yo las miro el entrecejo, porque mirarles a los ojos ya me distraería de mis pensamientos; los ojos son como las barreras de mis musarañas. Hablan y hablan, y yo quedo como un señor sin salirme de su ceño y asintiendo de vez en cuando. Es preciso, eso sí, prestar atención intermitentemente, y soltar alguna ocurrencia al caso. Pensarán: "¡Qué atento, qué sensibilidad!", "Una persona que sabe escuchar", "Da gusto hablar con él".
Sin embargo, no todo el monte es orégano; el riesgo de ser descubierto existe, penosa circunstancia que, caso de producirse, conlleva sin remedio -y acaso con justicia- la etiqueta de cabrón integral. Al respecto, reconozco que algunas veces he recibido agresiones verbales y físicas a cargo de alguna que otra dama, porque esta técnica ciertamente no es infalible; pero estas ocasiones, aunque sin duda traumáticas o politraumáticas, se pueden contar con los dedos de una mano. Y yo sigo en mis trece, viajando por Babia y enterándome, de la misa, la media. Obstinado en este misticismo profano y de andar por casa, esta relajación espiritual o acaso flipadura. Porque yo soy así.
La contrapartida a la riqueza de mi mundo interior es la distorsión informativa. El mensaje no llega o llega por peteneras, dando lugar a equívocos grotescos. Es lo que me pasa con mamá y sus charlas clínicas. Mi madre está más sana que una lechuga, pero, hipocondríaca competente, cree que tiene un metabolismo como una guerra civil, y siempre está dándole vueltas al tema de la salud. O, más bien, al catálogo de las enfermedades. Y mi condición natural de receptor flipado se acentúa ante determinados asuntos. Palabras como hospital o píldora activan automáticamente mi chip de desconexión, y a partir de este momento capto como en duermevela retazos de síntomas, diagnósticos y tratamientos que conforman un tótum revolútum, una especie de incongruente gazpacho médico que empero se desliza fluído e inocuo a través del embudo en que convierto al ceño maternal. De vez en cuando, astutamente, recurro a una tos, una interjección o una muletilla que me cualifican como interlocutor: "¡Coño!", "¡Ah!, ¿sí?", "¡Vaya!", y mi madre prosigue con inocencia soltando su monólogo facultativo o pseudofacultativo, hasta que, en un momento dado, miro el reloj (que sólo me pongo cuando voy a visitarla) y exclamo, con evidente alarma: "¡Hala, la hostia, tengo que irme!". Me despido como un cohete, y todos contentos.
Pero, en tales circunstancias, la distorsión es inevitable.
Yo pensaba, desde hacía meses, que mamá se había echado una amiga de nombre ridículo, una tal Bursitis. Amiga íntima, además, porque siempre que nos veíamos la tenía en boca. Hoy le he preguntado por ella.
-¿Qué tal Bursitis?
-¿La bursitis?
-Sí, esa.
-Ay, hijo, seguramente me van a tener que operar.
En fin. Peor fue cuando me dio el recado de la "férula estándar para el bruxismo". Me presenté en la farmacia preguntando si tenían cédulas estándar para el brutismo (lo de "estándar" sí se me quedó, mira por dónde). El personal farmaceútico y la clientela de marujas formaron entonces una espontánea coral de carcajadas, a cuál más aparatosa. Una arpía, incluso, vociferaba: ¡Ay, que me meo, que me meo!. No supe muy bien cómo reaccionar, y, volcando en primera instancia el muestrario de las juanolas y, acto seguido, la báscula, salí a escape. Bruto por partida doble. Dada la estrechez de la ciudad estrecha, mi barbaridad se extendió con la rapidez del rayo, y, por unos días, hice felices a mis paisanos.
Por estar en Babia.

Gabriel Cusac

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