25 de febrero de 2012

Los demonios del desierto


Se enclavan los Santos Desiertos en paraísos feraces, bellas selvas donde los conventos aparecen ex abrupto, y parece exabrupto su denominación. Pasa en el cántabro San José de la Rigada, en el hurdano San José de las Batuecas, en el mejicano Santo Desierto del Carmen. Una metáfora de apartamiento explica la paradoja: la tradición judeocristiana convierte el desierto en espacio de expiación y santidad. Pero a la vez, como complemento indispensable, el desierto es ponderado hábitat de demonios. La Biblia resalta con elocuencia esta calidad.
Legión rompía las cadenas del endemoniado gadareno y le empujaba a los desiertos. Allí retornarían los espíritus infernales, movidos por la querencia, porque resulta ingenuo pensar que, como sus envolturas porcinas, se ahogaron en el lago. Recibe Azazel -caído de ilustre biografía, según el libro apócrifo de Enoch- en el desierto la ofrenda del macho cabrío, y es vecino de la seductora Lilit y de los se´irim, los diablos del folclore judío que, en la versión Reina-Valera, son denigrados a cabras salvajes. Job, pobre juguete de apostadores sobrenaturales, Juan el Bautista y el mismo Jesús ponen a prueba su fe en cancha del Enemigo. Otra legión, pero beata, les emula a posteriori campeando en el territorio iniciático del desierto, en lucha incesante contra las tribulaciones físicas y espirituales; reitera sus hazañas, hasta el aburrimiento, la fértil y desbocada literatura santoralista, que al fin y al cabo no deja de ser una variante cutre del género épico.
Pero los tiempos han cambiado. Esas batallas han quedado olvidadas en crónicas polvorientas como los propios eriales, son antiguallas bélicas en las que ya nadie repara. Y los desiertos, hoy, desiertos son; el tablero de juego está en los despachos de mármol.
Como un comando inmortal abandonado a su propia suerte, después de siglos sumidos en la soledad y la apatía, los demonios del desierto han degenerado en la demencia. No es su sino más feliz que el de los trogloditas vistos por Job. Agrupados como vientos sin sentido, ululando confusas maldiciones, recorren sus dominios o su cárcel en una errancia de ida y vuelta, circular y absurda: rueda de locos aéreos. Son el simún, arrebatado y andrajoso de polvo y arena, y el siroco de llamas invisibles. Vientos del anatema que a veces contagian la vesania a los hombres, instalándoles, por un tiempo o para el resto de sus días, el olvido, la manía, la tristeza o las visiones terroríficas. Tuareg y beduinos, las gentes del desierto, lo saben bien.
Simún y siroco, pobres diablos.

Gabriel Cusac


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