28 de marzo de 2012

El pozo del Infierno


A mi primo Belfagor

El pozo tenía arcén verde, festoneado de hiedra y musgo, y edad antigua, sin memoria de obra. Acaso fuera más viejo que el pueblo, sesenta casas humildes medio kilómetro al sur; de seguro, según toponímias antiguas, ya lo era tanto, al menos, como la ermita aledaña, templo encalado de los hermanos sanadores -doctores tiene la Iglesia- san Cosme y san Damián, con romería septembrina, a los últimos. Curiosos vecinos, los gemelos, para un pozo que le decían del Infierno. Los lugareños, previsores, se hacían cruces y lanzaban letanías al pasar cerca del airón, y a los niños, como escarmiento de pífias, se les contaba una crueldad: "No seáis malos, que os van a llevar los diablos al pozo sin hondón". Esto asustaba aún mejor que la mentira añeja del hombre del saco. Las sospechas avernales venían de no haber llegado las sondas a tocar los pies del agujero: siempre acababa agotándose la cuerda. Y algunos paisanos, por lo bajinis, soltaban la confianza de que, poniendo el oído grave en la boca del pozo, se podían apreciar ruidos distantes, casi inaudibles rumores.
Aunque a veces el miedo pierde frente a la curiosidad, y pasó una tarde, mediado un mayo, que Candela, tercera hija de don Xenén, el boticario, quiso asomarse a la salida inframundana, quizá buscando un poco de verdad en los cuentos. Dejó la oreja atenta, y al principio sólo oyó el latir de su corazón, que andaba revuelto. Pero al poco comenzó a llegarle un bisbiseo flaco, que se escapaba y volvía inmediato, como un parpadeo sonoro. Quiso sacar palabras al soniquete, y era como sacárselas al correr del río: parece que se cogen dos, tres al vuelo, y dudosas. Cuando Candela, niña de ojos tristes, se cansó de escuchar los hermetismos del pozo, ese sí es no incierto, cogió una piedra y la tiró dentro, por hacer sus cálculos de profundidad. Caía la piedra, pasaban los segundos, los minutos, y no sonaba el choque. "Cuánto tarda. Ya nada", pensaba Candela empinada en el antepecho, los pies colgando y la vista forzada en un intento de traspasar la densa negrura. Y de repente descubrió una chispita que nacía abajo, muy abajo, y que a cada momento parecía hacerse más grande. Porque se acercaba. Subía un fuego desde las honduras, y crecía, primero tenue, luego fragoroso, el vozarrón de un trueno. El susto echó atrás a Candela, que dio con el culo en el suelo. Y desde el suelo vio cómo surgían del brocal unas llamas, y de entre ellas aparecía un extraño ser: alto, patudo, de carnes secas, con la cara larga y las orejas picudas, la melena negra y las pupilas rojas, grandes los pómulos y afilada la nariz. Estaba desnudo, tenía la piel color de cobre. No era feo, en su rareza. Y no le colgaba rabo.
-¡Buen tolondrón me has preparado, chiquilla! -fue lo primero que dijo aquél de los caídos, tan distinto a como los pintan, palpándose el bollo.
Parece impropio decir eso de que pasó un ángel, pero diablillo y niña se quedaron un rato mudos, contemplándose con sorpresa. Hasta que ella, olvidando el canguelo, se echó a reír viendo el bonete del recién llegado, chichón grande como huevo y rojo como tomate. Y no paraba. La risa es como el bostezo, magia simpática común, y se pega sin remedio. Al cabo estaban tirados los dos en el suelo, doblándose a carcajadas.
-¿Cómo te llamas? -preguntó al cabo el demonio, mientras se secaba con la mano un grueso y ufano lagrimón.
-Candela.
-Nombre luminoso es; conozco alguno más así.
-¿Y tú?
-Islaq, demonio músico y antiguo colegial de arte galénico en el Montpellier de la Francia, hará cuatro siglos.
-¿Cómo?
-Músico y médico. De mí habló un poeta que quizá conozcas algún día, el señor Álvaro Cunqueiro. Un tipo fabuloso.
-¿Islaq, entonces?
-Islaq. A tus pies, damita.
-No te veo malo. ¿Eres malo?
-Un poco, gajes del oficio.
Así se conocieron Islaq y Candela, que luego dejarían correr la conversación, intercambiando datos de este mundo y del de abajo, mientras la tarde iba apagándose lánguidamente. Largo y tendido hablaron, haciendo hueco en sus corazones con la dulce barrena de palabras, y ya sólo asomaba la coronilla del sol cuando un grito que sonaba como diez brotó del pozo.
-¡Islaq, coño!
Islaq se puso pálido, y el bronce se hizo luna en sus mejillas.
-¡Oh, el baranda! Debo irme, Candela. Me llama el jefe de personal.
-¿Nos volveremos a ver?
El demonio no contestó. Miró mohíno a Candela y le besó la mejilla. Luego, se tiró al pozo de cabeza. La niña de ojos tristes volvió a casa, los ojos de la niña más tristres que nunca.
Al día siguiente el pueblo se levantó con la noticia de que había desaparecido el pozo del Infierno. No había resto de él; en su lugar, sólo estaba dibujado un círculo de tierra pelada.
El pueblo estaba feliz, y Candela, triste.


Gabriel Cusac
Béjar en Madrid, 11 de diciembre de 1992

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