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¡Cuánto tiempo sin abrir este diario de puertas abiertas (valga la redundante redundancia que aquí redunda)! Vuelvo. Vuelvo a la virtud de sus páginas impetuoso e inapelable, como vuelve la primavera a nuestros campos o el fascismo a la legislación patria; vuelvo con espíritu de reconciliación, como volvió el hijo pródigo, atendiendo (yo, no el hijo pródigo) a las múltiples peticiones de los seguidores de este blog, empero con toda justicia considerado de culto (aunque no cristiano). Vuelvo, también, porque hoy realmente tengo algo importante que contar: estoy sintiendo el quedo susurro del delito (y en esta frase ya no meto paréntesis).
No creo que sea el único. Cuando era joven, practiqué el delito por una motivación emocional, es decir, considerándolo simplemente como la aventura ilícita. Delitos de poca monta, todo hay que decirlo; a lo más que llegué fue a concejal. Pero ya no están los tiempos para frivolidades. Hoy, como tantos compatriotas, atravieso una penosa coyuntura económica, entre otros motivos porque no soy socio de Goldman Sach. Tengo una hipoteca, un crédito, una familia numerosa y un sueldo miserable; llegar a fin de mes, desde hace tiempo, se ha convertido en una hazaña. Una más de las pequeñas hazañas a sumar en esta gran epopeya nacional que llamamos crisis, y que en realidad es un invento financiero tan fabuloso como simple, tan conocido como indecente: se llama especulación. En mi desesperanza, escribí al Defensor del Pueblo. Le venía a decir algo así: ya que el Estado está vaciando las arcas públicas para rescatar a la banca, qué poco costaría rescatarme a mí, un pobre desgraciado. Cuando llegó la respuesta, por carta certificada, abrí el sobre con ansiedad. Todavía no lo entiendo: el sobre contenía la misma solicitud que yo había enviado, aunque manchada de una extraña sustancia de color castaño. Misterios burocráticos.
El caso es que la necesidad económica ha despertado en mi humilde ser la vena criminal. En mí, que ya me había convertido en un burguesito decente, un demócrata formal, un ciudadano común, es decir, alguien que se pasa por el forro de los cojones todas las desigualdades sociales mientras a él le marchen las cosas más o menos bien. En mí, que para no ser menos que mis vecinos ya iba a apadrinar un niño somalí, un quebrantahuesos de los Pirineos y un cerezo del valle del Jerte. En mí, que ya andaba buscando realzar mi perfil público como figurón en alguna sociedad honorable de la ciudad estrecha, tanto me daba la Asamblea Comarcal de la Cruz Roja que el Casino Obrero. Yo, tan majo y socialdemócrata en el facebook. Yo, esta puta mierda.
Todo se ha perdido. El delito no deja de susurrarme. Paseo por el campo, y sin premeditación alguna me encuentro apreciando la altura de los cercados y la ausencia de sistemas de seguridad en los chalés. Camino por la ciudad, y al cruzarme con un constructor miro inconscientemente el reloj, como si una especie de deformación profesional me hiciera contabilizar sus hábitos y horarios con vistas a un futuro secuestro. Entro en el supermercado, y engullo furtivamente dos o tres latas de berberechos. Cuando alguien baja de un cohe, me aseguro de que lo deja cerrado. Como las vacas se quedan mirando el tren, yo me quedo mirando a los pensionistas que salen de los bancos. Pienso que no debe ser tan difícil descerrajar cabinas de teléfonos, parquímetros y expendedores de condones. Esta deriva criminal me hace incluso valorar la vuelta a la política. Estoy asomándome a los abismos de la degeneración. Y sé que sólo me detiene la solidez de mis principios, fundamentados en una educación laica, republicana e iconoclasta; también es importante señalar que en casa de mis padres recibía una hostia sin consagrar cuando me sorprendían robando un cazo del puchero.
En todo caso, soy consciente de que el quedo susurro del delito ya tiene todos los visos de patología psiquiátrica. Y, de hecho, hoy he acudido a consulta. Tanta carrera y tanta polla, y mi especialista sólo tenía quince euros en la cartera. Qué tiempos, Señor, qué tiempos. Dicen las beatas.
No creo que sea el único. Cuando era joven, practiqué el delito por una motivación emocional, es decir, considerándolo simplemente como la aventura ilícita. Delitos de poca monta, todo hay que decirlo; a lo más que llegué fue a concejal. Pero ya no están los tiempos para frivolidades. Hoy, como tantos compatriotas, atravieso una penosa coyuntura económica, entre otros motivos porque no soy socio de Goldman Sach. Tengo una hipoteca, un crédito, una familia numerosa y un sueldo miserable; llegar a fin de mes, desde hace tiempo, se ha convertido en una hazaña. Una más de las pequeñas hazañas a sumar en esta gran epopeya nacional que llamamos crisis, y que en realidad es un invento financiero tan fabuloso como simple, tan conocido como indecente: se llama especulación. En mi desesperanza, escribí al Defensor del Pueblo. Le venía a decir algo así: ya que el Estado está vaciando las arcas públicas para rescatar a la banca, qué poco costaría rescatarme a mí, un pobre desgraciado. Cuando llegó la respuesta, por carta certificada, abrí el sobre con ansiedad. Todavía no lo entiendo: el sobre contenía la misma solicitud que yo había enviado, aunque manchada de una extraña sustancia de color castaño. Misterios burocráticos.
El caso es que la necesidad económica ha despertado en mi humilde ser la vena criminal. En mí, que ya me había convertido en un burguesito decente, un demócrata formal, un ciudadano común, es decir, alguien que se pasa por el forro de los cojones todas las desigualdades sociales mientras a él le marchen las cosas más o menos bien. En mí, que para no ser menos que mis vecinos ya iba a apadrinar un niño somalí, un quebrantahuesos de los Pirineos y un cerezo del valle del Jerte. En mí, que ya andaba buscando realzar mi perfil público como figurón en alguna sociedad honorable de la ciudad estrecha, tanto me daba la Asamblea Comarcal de la Cruz Roja que el Casino Obrero. Yo, tan majo y socialdemócrata en el facebook. Yo, esta puta mierda.
Todo se ha perdido. El delito no deja de susurrarme. Paseo por el campo, y sin premeditación alguna me encuentro apreciando la altura de los cercados y la ausencia de sistemas de seguridad en los chalés. Camino por la ciudad, y al cruzarme con un constructor miro inconscientemente el reloj, como si una especie de deformación profesional me hiciera contabilizar sus hábitos y horarios con vistas a un futuro secuestro. Entro en el supermercado, y engullo furtivamente dos o tres latas de berberechos. Cuando alguien baja de un cohe, me aseguro de que lo deja cerrado. Como las vacas se quedan mirando el tren, yo me quedo mirando a los pensionistas que salen de los bancos. Pienso que no debe ser tan difícil descerrajar cabinas de teléfonos, parquímetros y expendedores de condones. Esta deriva criminal me hace incluso valorar la vuelta a la política. Estoy asomándome a los abismos de la degeneración. Y sé que sólo me detiene la solidez de mis principios, fundamentados en una educación laica, republicana e iconoclasta; también es importante señalar que en casa de mis padres recibía una hostia sin consagrar cuando me sorprendían robando un cazo del puchero.
En todo caso, soy consciente de que el quedo susurro del delito ya tiene todos los visos de patología psiquiátrica. Y, de hecho, hoy he acudido a consulta. Tanta carrera y tanta polla, y mi especialista sólo tenía quince euros en la cartera. Qué tiempos, Señor, qué tiempos. Dicen las beatas.
Gabriel Cusac
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