La luna parecía otorgar a mi padre los sueños nocturnos; él no podía dormir sin haberla contemplado antes. A veces, en las noches oscuras, cuando nubes negras se entretejían para obrar un perverso telón al firmamento, mi padre, sentado en un banco del jardín bajo la suave custodia de dos cedros plateados, quedaba como entablillado mirando el cielo, sin mover un músculo hasta descubrir siquiera un resquicio de luna, aun fuera breve como un suspiro. Hallaba entonces venia para retirarse a su lecho.
Mi madre le sospechaba un pacto íntimo con la reina de la noche. Mi madre decía: "Nació a la luna llena, en el desierto. Y sólo había madre, arena y luna cuando fue parido, una luna tan grande y poderosa que su luz borraba la de las estrellas. A él se lo contó su madre, él me lo ha contado a mí". Recuerdo que mi padre, a la luna llena, silbaba melodías imaginadas, melodías extrañas, lentas y llenas de dulzura que finaban desmoronándose con placidez, como fuego que se extingue en brasas, como sol que se oculta al crepúsculo dejando el cielo teñido de pinturas serenas...¡Oh, mis ojos ciegos!
Mi padre también murió bajo la luna llena, en el jardín. Quizá ella le hubiera llamado. Esa misma noche, al acostarme, me enseñó una cajita de plata redonda y pulida, pequeña como el puño de un niño. Me dijo: "Aquí guardo un pedazo del corazón de la luna. Ella me lo trajo, hasta mi ventana, prendido en un rayo. Sentí su sonrisa en aquel momento, oí que susurraba mi nombre. Aquí, hijo mío, tienes mi secreto y mi más preciado tesoro, que es tuyo ahora. No desveles nunca el secreto, no enseñes jamás el pedazo de corazón de la luna, salvo cuando sientas cercana la hora final. Cédelo entonces a tu persona más querida". Abrió la caja, y vi por primera vez la maravilla. Luego hice juramento sobre la mano de mi padre. ¡Triste de mí! No merezco haber nacido.
Guardé el secreto durante años. Cuando me hallaba afligido abría la cajita y veía un fulgor de nieve, y sentía ganas de silbar. Silbaba las mismas músicas que había escuchado a mi padre, y notaba cómo un soplo limpio recorría mis entrañas. Por un tiempo viví con acomodo. Tenía una gran casa, mis camellos eran los mejores de Marrakech y siempre me acompañaba una bolsa llena de dinares. Y el pedazo de corazón de luna era mi amuleto de dicha.
Pero el destino quiso enseñarme su verdad inexorable, derrotando mis negocios y mi hacienda como la langosta arrasa una cosecha. Llego un día en que, como Ayub, me vi pobre y desesperado, sin más posesión que unas ropas viejas y la cajita de plata con su secreto. Tuve que buscar caridad rondando las mezquitas y las moradas de los principales, tuve que arrastrarme por el zoco buscando fruta podrida, tuve que arrebañar huesos como un perro. ¡Cuán atrás quedaron aquéllos que se decían amigos! Y aunque el pedazo de corazón de luna me inspiraba hermosos sones, el hambre y la desdicha me acosaban con la fuerza del simún.
La traición es el más sucio de los pecados, extranjero. Y aquel que traiciona la promesa hecha a un padre merece sufrir los castigos más crueles hasta el término de sus días, porque ese ser pecador ha renegado de la misma sangre que le ha dado la vida, la sagrada sangre de los antepasados. Yo traicioné a mi padre, a mi sangre y a la luna; yo quise enseñar el secreto por precio ante unos extraños que me ofrecían un puñado de monedas. Abrí la caja de plata, y delante de mis ojos estalló el fulgor de mil soles, y la plata se fundió en mis manos, que ahora son de leproso. Cegué.
Márchate, extranjero, pues soy indigno de hablar con los hombres. Márchate, y déjame orar un perdón que no merezco.
Mi madre le sospechaba un pacto íntimo con la reina de la noche. Mi madre decía: "Nació a la luna llena, en el desierto. Y sólo había madre, arena y luna cuando fue parido, una luna tan grande y poderosa que su luz borraba la de las estrellas. A él se lo contó su madre, él me lo ha contado a mí". Recuerdo que mi padre, a la luna llena, silbaba melodías imaginadas, melodías extrañas, lentas y llenas de dulzura que finaban desmoronándose con placidez, como fuego que se extingue en brasas, como sol que se oculta al crepúsculo dejando el cielo teñido de pinturas serenas...¡Oh, mis ojos ciegos!
Mi padre también murió bajo la luna llena, en el jardín. Quizá ella le hubiera llamado. Esa misma noche, al acostarme, me enseñó una cajita de plata redonda y pulida, pequeña como el puño de un niño. Me dijo: "Aquí guardo un pedazo del corazón de la luna. Ella me lo trajo, hasta mi ventana, prendido en un rayo. Sentí su sonrisa en aquel momento, oí que susurraba mi nombre. Aquí, hijo mío, tienes mi secreto y mi más preciado tesoro, que es tuyo ahora. No desveles nunca el secreto, no enseñes jamás el pedazo de corazón de la luna, salvo cuando sientas cercana la hora final. Cédelo entonces a tu persona más querida". Abrió la caja, y vi por primera vez la maravilla. Luego hice juramento sobre la mano de mi padre. ¡Triste de mí! No merezco haber nacido.
Guardé el secreto durante años. Cuando me hallaba afligido abría la cajita y veía un fulgor de nieve, y sentía ganas de silbar. Silbaba las mismas músicas que había escuchado a mi padre, y notaba cómo un soplo limpio recorría mis entrañas. Por un tiempo viví con acomodo. Tenía una gran casa, mis camellos eran los mejores de Marrakech y siempre me acompañaba una bolsa llena de dinares. Y el pedazo de corazón de luna era mi amuleto de dicha.
Pero el destino quiso enseñarme su verdad inexorable, derrotando mis negocios y mi hacienda como la langosta arrasa una cosecha. Llego un día en que, como Ayub, me vi pobre y desesperado, sin más posesión que unas ropas viejas y la cajita de plata con su secreto. Tuve que buscar caridad rondando las mezquitas y las moradas de los principales, tuve que arrastrarme por el zoco buscando fruta podrida, tuve que arrebañar huesos como un perro. ¡Cuán atrás quedaron aquéllos que se decían amigos! Y aunque el pedazo de corazón de luna me inspiraba hermosos sones, el hambre y la desdicha me acosaban con la fuerza del simún.
La traición es el más sucio de los pecados, extranjero. Y aquel que traiciona la promesa hecha a un padre merece sufrir los castigos más crueles hasta el término de sus días, porque ese ser pecador ha renegado de la misma sangre que le ha dado la vida, la sagrada sangre de los antepasados. Yo traicioné a mi padre, a mi sangre y a la luna; yo quise enseñar el secreto por precio ante unos extraños que me ofrecían un puñado de monedas. Abrí la caja de plata, y delante de mis ojos estalló el fulgor de mil soles, y la plata se fundió en mis manos, que ahora son de leproso. Cegué.
Márchate, extranjero, pues soy indigno de hablar con los hombres. Márchate, y déjame orar un perdón que no merezco.
Gabriel Cusac
Semanario Béjar en Madrid, noviembre 1992
Semanario Béjar en Madrid, noviembre 1992
3 comentarios:
este me ha gustado mucho
Pues te lo dedico, chata
Muy chulo Gabriel,
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