La noche estrellada, Van Gogh |
Volviendo la vista atrás, reconozco
en mi vida unos tiempos desacompasados. Es raro y también estremecedor que un
niño de siete años decidiera recorrer una ciudad como Tarragona en solitario, o
que robara sistemáticamente en una librería y de vez en cuando en un Simago. No concurrían, en mi caso, unas
especiales circunstancias de marginalidad, como la pobreza o una familia
desestructurada, que motivaran estas precoces hazañas. En cambio, el adolescente que recuerdo, pese a algunos que
otros desmanes y malandanzas, conservó fielmente algunos rescoldos de infancia,
como la pasión por los dibujos animados o las casi diarias lides entre
muñequitos de plástico, cuando mi habitación se convertía en un campo de batalla de tintes bosquianos,
donde luchaban, en insospechadas y anacrónicas alianzas, indios, vaqueros y
soldados de múltiples épocas y banderas. Años más tarde, en el Zalacaín de Pío Baroja encontré una cita
consoladora. No la recuerdo literalmente, pero afirmaba que aquellas personas
de infancia tardía eran las mejor preparadas para afrontar la madurez. Esta
cita, y la famosa de Rilke -“La verdadera patria del hombre es la infancia”-
siempre me han dado mucho que pensar. Hoy, rozando el medio siglo, desconfiando
de toda certeza absoluta, sin embargo creo firmemente en un principio violento:
la sociedad actual, leprosa de consumismo, considerando la educación como una
mera fábrica de piezas para la gran máquina de la productividad -ese icono
perverso-, está asesinando la infancia.
Con ofuscación, abrumado por un
cóctel de sensaciones donde se mezclan desde la ternura hasta la terrorífica
extrañeza hacia mí mismo, miro a aquel adolescente que buscaba cobijo en reductos infantiles. Es algo difícil de
definir, y cuya aproximación más certera he encontrado en algunos cuentos de
Papini. Pero quizá el siguiente retazo autobiográfico sea más elocuente que
cualquier intento descriptivo.
Pasaba mucho tiempo en la ventana,
escrutando la ciudad dormida. Horas, a veces. No tenía ningún propósito definido.
Simplemente me gustaba aquel ejercicio de contemplación, dejando que mis
pensamientos corrieran con libertad frente al paisaje urbano, silente y
tranquilo como un gigantesco decorado bajo el firmamento. Imaginaba qué escena
ocurriría detrás de esta o aquella ventana iluminada, espiaba las correrías de
los gatos callejeros, jugaba a descifrar los dibujos de las estrellas;
mientras, mi mente, sin prisa ninguna, sin órdenes ni agobios, tanto hacía
balance de lo ocurrido en el día como se internaba en un mágico bosque de
ensoñaciones. Mi mente era fértil, el mundo era una novedad, una flor que se
abría; el futuro se presentaba como una expedición fascinante; visiones de amor
y sexo en ciernes prometían el paraíso. Desde mi ventana era espectador feliz
de la ciudad dormida y de mí mismo.
Siempre dedicaba, en aquellas sesiones nocturnas, un rato para columbrar
lo que llamaba “el rincón”. El rincón era un espacio urbanísticamente muerto,
un recodo en cuadrado tras una fila de cocheras, que no conducía a ninguna
parte y que siempre estaba pobremente iluminado por una farola. Nunca visité el
rincón por el día; formaba parte de una propiedad privada inaccesible para un
intruso. Y, desde mi ventana, tampoco distinguía a la luz diurna la figura que
parecía ver bajo la luna. Pero todas las noches era testigo de la misma
pareidolia: una silueta, la sombra de un hombre sentado en una especie de poyo
adosado a la pared. Sabía que se trataba de un efecto óptico, aunque no pudiera
conocer su causa; sin embargo, me gustaba fabular que allí existía un compañero
solidario, otro lunático que compartía mi excéntrica afición nocturna: un alma
gemela. Fantaseaba que él, fijándose en
el espectador de la ventana, pensaba en esos momentos lo mismo. Y me perdía en
especulaciones sobre cómo se produciría un futuro encuentro.
Tardé años en darme cuenta de aquel
espejo. Años en reconocer mi inmensa soledad. Porque aquella figura era yo.
Gabriel Cusac
Servidor escribe en lo blanco de Google, con frecuencia casi diaria, "Gabriel Cusac" y se decepciona cuando tras el fondo amarillo están clavadas las mismas letras mustias que uno leyó hace un mes. Y hace un gesto de asco: a otra cosa, que aquí no hay ná que ver. Pero hoy apareció una estatua de mármol, ¡qué hermosa y rotunda!. Vale la pena esperar lo que haya que esperar para emocionarse con estas felices apariciones.
ResponderEliminarTango que agradecer tu fidelidad, Juan. Respecto a la frecuencia de las entradas en este blog, qué le vamos a hacer. Hay rachas.
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