Queridos amigos, bienvenidos de nuevo
a este pensil biográfico, Eos de la inspiración, Gólgota de las letras patrias,
caprichosamente llamado mensuario. Como viene siendo habitual de higos a
brevas, tengo la necesidad de abrirme en canal y confesarme ante vosotros,
estimados followers, amadas followeras, con la fuerza de un huracán o de un
terremoto, compartiendo con ánimo didáctico mis vivencias trascendentes. Oh,
fieles capullitos de alhelí, anisadas pimpinelas, trepadoras clemátides, etc.,
lo que ahora voy a contaros no es un tema fútil. Las siguientes palabras
quedarán grabadas a fuego en vuestras privilegiadas mentes, consolidando de
paso mi prestancia como gurú espiritual. Porque, creedme, he visto el túnel, he
tenido una experiencia cercana a la muerte. Que os narro a continuación con la
celebrada viveza que me caracteriza.
El frenesí deportivo no me sienta
bien. Por eso fue una mala idea retar a Cristino, mi amigo profundo, a una
carrera de punta a punta del parque de la Corredera. Y más después de celebrar
nuestro reencuentro con una cena donde todo fue copioso, la comida, la bebida,
el speed y la factura. Coincidíamos ambos en que habíamos ganado unos kilitos
últimamente, pero no estábamos de acuerdo sobre quién había engordado más. Así,
por un quítame allí esas arrobas, de la manera más tonta, nos picamos vilmente,
cuñadísimamente, y lancé el infantil desafío. Nos habíamos puesto como motos,
pero la realidad es que no éramos motos. Éramos dos cincuentones orondos, con
sendos airbags anatómicos debajo del pecho, por lo demás tupidos hasta las
orejas, y aquella carrera absurda estaba más emparentada con el ámbito
zoológico que con el atletismo. O sea que más semejábamos dos elefantes marinos
camino de las frías aguas australes que Usain Bolt y Asafa Powell compitiendo
por batir el récord de los 100 metros lisos. Y pasó lo que pasó. A mitad de
carrera noté de pronto que el corazón se me hinchaba como si mismamente me
fuese a brotar una teta de Yola Berrocal, y, ahogándome, empecé a boquear como
un pez fuera del agua. Ya me daba por muerto. “Dile a Lola que reclame mi plan
de pensiones”, indiqué a Cristino entre jadeos, antes de que se me parase el
corazón, este gran corazón que se me sale del pecho, este sagrado corazón. El
último recuerdo consciente que tengo es ver pegado a mi rostro el de un
sanitario del 112, como si me fuera a besar. “¡Coño, Javi, cuánto tiempo!”,
dije. Y se apagó el televisor.
Pero ahora viene lo fuerte. Porque lo
siguiente que vi fue el túnel. Aunque menuda puta mierda de túnel. Era una
espiral gaseosa y gris, una suerte de tornado horizontal, pero con un comité de
recepción tan consolador como una pintura negra de Goya. El túnel estaba muy
iluminado, sin un foco de luz concreto, aunque, sospechosamente, al final de la
espiral creí distinguir una bola de discoteca. Yo no oía nada, pero allí, la
primerita, estaba mi abuela Quintina vociferando, y leí en sus labios
claramente la enternecedora frase “¡Adónde vas, cabronazo!”. A lado de
Quintina, la señora Aureliana, que era vecina en vida de mi abuela, con su
eterna (nunca mejor dicho) mueca de asco y el bastón alzado en actitud amenazadora.
Yo pensé: “¿pero qué cojones pinta esta bruja aquí?”, temiéndome entonces que
el Cielo fuese una vulgar repetición de este valle de lágrimas, o bien que
hubiera un Cielo cutre, para la gente humilde como yo, y otro Cielo más
elegante y residencial, vetado a la masa proletaria. De hecho, las dos marujas seguían
vistiendo sus despellejadas batas de guata, como si no hubiesen salido del
barrio; solo les faltaba la bolsa de basura en la mano. Poco más allá, con su
faldita de cuero y la cara maquillada salvajemente, como cuando iba repartiendo
pedreas de gonococos, aparecía Leoncia la Neumática, también llamada la Moncloa, remota novia (mía y de
otros quince o veinte a la vez) que me descapulló, no obstante arpía entre las
arpías. Murió joven de un chute adulterado, dejando un mundo mejor. Sacudía las
manos como si quisiera espantar a un bicho, o sea a un servidor. Detrás de
ella, el tío Demetrio, exhibiendo una risa desdentada y multiplicando
mecánicamente su clásico corte de mangas como si fuera un gato chino de la
iniquidad. Con qué ganas se carcajeaba, el hijoputa. Y ya al fondo, con su estampa de monigote, su mono de lamparones y sus escasos 60 kilitos
de concentrado de mala baba, aparecía el señor Floro, alias la Octava Angustia.
Cruzado de brazos, asesina su mirada de cobalto, el señor Floro parecía estar
esperándome para un chaperón, como cuando era mi encargado[i].
Entonces, en súbita revelación,
entendí todo de golpe: el Infierno también tiene túnel de entrada. Se me cayó
el alma a los pies, si la expresión es aceptable. Como reacción natural ante
tamaña injusticia, reuní a Dios, a la Virgen y a san Pedro en una blasfemia
compacta, lo que supuso una aceleración del trámite, y mi trayecto a través del
túnel adquirió una velocidad supersónica. No obstante, tuve los suficientes
reflejos para extender los brazos y sacar los puños, con la esperanza de
repartir, a modo de segadora, unas cuantas hostias a toda la gentuza que se
había congregado en aquel vestíbulo del inframundo, pero al pasar a lado de
ellos me di cuenta de que allí, como entes espirituales, compartíamos la
condición incorpórea. Inmerso en el centro de aquel tornado, volando como un
cohete hacia Pandemónium, escuché entonces “¡Ya vuelve, ya vuelve!”, noticia
que, para mi bien y para el de la humanidad en general, felizmente se confirmó.
Tan sobrenatural experiencia ha
obrado la consecuente catarsis, y he decidido convertirme en una fuente de
amor, por la cuenta que me tiene. Permanezco ahora largos ratos en los pasos de
cebra para ayudar a los viejecitos a cruzar la calle. Si me encuentro a un
ciego, ya es el no va más de la purificación, y ejerzo de lazarillo hasta su
destino. Echo miguitas de pan a los gorriones. Reparto piadosamente cartones de
vino entre los mendigos. He dado a un ropero social un chándal, una cazadora y
dos gayumbos. Me afeito todos los días. Atiendo con cortesía a Testigos de
Jehová, comerciales del Círculo de
Lectores, de Iberdrola, de Gas Natural Fenosa y, en general, a
cualquier estafador que llame a mi puerta, también a los que llaman a mi
teléfono. Juego con los niños a la rayuela. No me meto en páginas guarras. Estoy
intentando dejar de fumar. He sacado de la biblioteca la Obra Completa de San Juan de la Cruz y Las Moradas de Santa Teresa. Y desde ya la dulzura va a gobernar mis
escritos. Entre otras cosas, ahora pienso que debo sustituir las habituales voces
malsonantes de mi vocabulario, incorporando otras expresiones lights, como atiza, cáspita, córcholis, repanocha, es el súmmun, Ángela María y
ay, Señor. Así sea, qué dídimos.
Gabriel Cusac
[i]
Acertijo: descubra el lector atento a figuras estilísticas por qué este párrafo
le ha provocado hambre.
Mi escasa agudeza criptográfica no ha hallado la causa del hambre perpetuo que padezco. No quisiera echarte la culpa de mi constante airbag, básicamente por la escasez con la que nos asistes en tu blog.
ResponderEliminarSolo noté efectos diuréticos en otros escritos tuyos, pero no eran subliminales. Desconfía de la subliminalidad. Tampoco la báscula me mostró que sirvieran de nada: ya me ves cuando nos vemos.
Aunque ya que estás por hacer el bien, la próxima maquina para inictarnos subliminalmente al ayuno. A mí, en estas fechas solo se me ha ocurrido tapiar mentalmente la imagen del pasillo de los polvorones del Mercadona. Pero no funciona: siempre vuelvo con una bolsa de letales bolitas de coco recubiertas de chocholate: son como minas antipersonas, aunque no las quieras ver, están ahí.
Sumerjámonos en el ayuno, hermano Juan, para desinflar nuestros airbags biológicos. Pero no emprendamos tamaña empresa de golpe y atropelladamente, sino con la moderación y la prudencia que siempre deben guiar nuestros pasos terrenales. Es decir, como todos los años, vamos a adelgazar después de que pasen las navidades. Así sea.
ResponderEliminarTengo preparada una partitura de gregoriano para que la cantes. Hallar'as el sumum espiritual in excelsis deo.
ResponderEliminarPero- por si acaso- Cuídate mucho.
Gracias, Rai, y Deo Gratias. Ya voy preparando mi voz con caramelos Respiral de menta y también de regaliz. Felices fiestas.
ResponderEliminarHermano bloguero: Sé de buena cuerda vocal que te has pasado dos meses desmintiendo un supuesto ataque al corazón. Pero levántate y anda, que pinchar a ver, sin ver nada nuevo es decepcionante.
ResponderEliminarEscribe, aunque sea solo por desmentir a los propaladores.