Escogiendo los primeros cuentos donde Chesterton le dio vida, el padre
Brown decidió ejercitar la agudeza intelectual que le caracterizaba analizando
a través de ellos la personalidad de su creador. Evidentemente Chesterton no
era un genio, como algunos pretendían. Abusaba del recurso de la casualidad y
con frecuencia quedaban ocultos hasta los últimos renglones datos determinantes
que anulaban todo el proceso deductivo que había dado cuerpo al relato. La mano
del autor traslucía demasiado; siempre se le notaba detrás, desmenuzando un crimen
preconcebido hasta sacar de la manga el as final. No solo eso. También cometía
algún que otro error de lógica. En “El martillo de Dios”, por ejemplo, la
altura desde donde el arma homicida fue arrojada debía ser tan excesiva como la
misma puntería del perverso párroco: el martillo, hallado con restos de pelo y
sangre, había traspasado el forro acerado del sombrero de la víctima; “el
cráneo era una horrible masa aplastada, como una estrella negra y sangrienta”.
Pero el padre Brown se dio cuenta de que esta pequeña narración contenía
una clave interesantísima; el piadoso Chesterton había fabricado su defensa (su
coartada, podría decirse): el cura asesino. Casualmente en “El martillo de Dios”
afloran los personajes del herrero como modelo de puritanismo exaltado y del
libertino -el coronel Norman Bohun, a quien se le regala un pasaje directo al
infierno-; mientras el jardinero judío expolia los dientes de oro a un difunto
en “La honradez de Israel Gow”; mientras un gurú mata en “El ojo de Apolo”;
mientras Valentín, jefe de la policía parisina y enemigo volteriano de las
religiones, también es un asesino… Un catálogo de infieles tan rico como abominable.
Suspirando, el padre Brown volvió a
recordar que él mismo era una idealización del colega John O´Connor,
conversor de Chesterton al catolicismo. Y pecaminosamente concibió una paradoja
espectacular: el asesinato del autor londinense a cargo del cura irlandés. Acto
seguido, el padre Brown se persignó varias veces a una velocidad endiablada (si
esta otra paradoja es admisible).
Gabriel
Cusac
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