Memento mori, mosaico de Pompeya (imagen tomada de jcaballeroheras.blogspot) |
El pobre Teófilo Eisenhower Periné,
alias Luciferín, contable jubilado de una imprenta, amante del bel canto e
intérprete de zambomba, diletante sin tertulia, misántropo más solitario que la
tenia, secreto dipsomaníaco, consumado lector de fantásticos, fumador
compulsivo; cabezón y tripón como el viejo Napoleón (¡viva la aliteración!), buena
persona, un cabroncete de cuidado según otras opiniones, salmantino, gerontófobo,
fatalista, etc., etc., fue una de estas personas contaminadas de manía, diríase
que desnudas sin una obsesión a la que recurrir para dar un poco de contenido a
su existencia. Al jubilarse, Teófilo abandonó la fijación profesional de las
cuentas cuadradas y los programas de Hacienda, que eran su vivir y su sinvivir,
para comerse el coco con un capricho exótico: los llamados “ángeles malos”, singulares
figuras iconográficas de una ruinosa ermita en el pueblo cacereño de Talaván. “Me
traen loco estos putos monigotes”, solía decir. Pero se trataba de una
antítesis; los quería a rabiar.
Teófilo descubrió los monigotes en
un programa de Cuarto Milenio, y esa noche no durmió. Ya estaba poseído.
Al día siguiente, desde su Salamanca natal y mortal, tomó a primera hora las
riendas del Seat Panda con ánimo campeador y se hizo una buena tanda de
kilómetros hasta plantarse en Talaván, lugar de Los Cuatro Lugares. Atravesó el
pueblo hasta llegar a la ermita del Santo Cristo, y, apenas descabalgar del Panda,
ya entendió el remate picudo de la cúpula como signo lovecraftniano (“parece un
detalle de la arquitectura maligna de Kadath, donde sobrevuelan los ángeles
descarnados de la noche”) y buen augurio. No menos gratificante le resultó
descubrir, a la entrada de las ruinas, una lápida de pizarra, negra, semienterrada y
fúnebre, incontestable hito de territorio misterioso. Pero, ya dentro de la
ermita, ocurrió el éxtasis y la blasfemia emocionada, el descubrimiento de una
causa, la luz que vengaba toda una vida monótona, insulsa, correcta
hasta la putrefacción. El catálogo teratológico del viejo templo -más amplio
que el grupo de angelitos malotes- le dio la bienvenida, y el bueno (o el
cabroncete) de Teófilo, que nunca había contemplado nada parecido (porque,
además, no lo hay), sintió una especie de epifanía inaugural que le emparentaba
con Howard Carter desvelando la tumba de Tutankamón. ¡Qué maravilla! El lugar
era un vertedero, lleno de maleza y basura, poco menos que clausurado
obscenamente por una gran higuera. Pero eso no importaba; es más, digamos que
estos ingredientes delatores del abandono -a los que se sumaba un bloque de
nichos abiertos, adosado sin pudor en la pared interior derecha de la nave-
complementaban lo siniestro del escenario. Sorteando el ramaje de la higuera,
Teófilo descubrió al insólito “hombre gato”, custodio del arco diafragma, y creyó
que el extraño personaje le saludaba con una ligera inclinación de cabeza y un
temblor imperceptible de sus bigotes felinos. En idéntico emplazamiento, pero a
la vuelta del mismo arco, se alojaba la mujer con toca, tan espectral, quien
durante un segundo abrió su boca para enseñar al visitante una sonrisa de media
luna. Y luego, en la capilla mayor, a modo de culminación de un peregrinaje
iniciático, Teófilo lloró bajo la bóveda ovalada admirado por la escuadrilla
carnavalesca de los “ángeles malos”, terroríficamente encantadores, desbordantes
de alas y colmillos, chirriantes como bisagras oxidadas; incomprensibles,
ingenuos y trágicos como niños en el Infierno, héroes esgrafiados entre la
amenaza de las grietas y el verdín, supervivientes del tiempo y del olvido, con
sus poco menos de cuatrocientos años a cuestas. “Hola, Teófilo”, susurraban los
serafines vampíricos entre tímidas risitas infantiles. Como en una cápsula, en un recogimiento casi sagrado, Teófilo estuvo más de dos horas en las ruinas, ajeno al mundo exterior, como queriendo fundirse con los muros de pizarra de
aquel lugar encantado. Ese mismo día supo que los inconcebibles personajes del
antiguo templo eran sus amigos, y que debía luchar por ellos. Había iniciado
una odisea.
La mujer con toca (imagen de Eloy Díaz Redondo) |
Ha llovido bastante desde entonces.
Durante un lustro, el pobre Teófilo revolvió Roma con Santiago pidiendo la
rehabilitación de la ermita. Hizo todos los viajes a Talaván que le fueron
permitidos por su miserable pensión. Recabó el apoyo de algunos sabios. Desarrolló
una teoría propia sobre la identidad de los “ángeles malos”, que entendía
réprobos. Fue la voz que clamó en el desierto frente a las impávidas
autoridades patrimoniales de la Junta de Extremadura. Insultó públicamente a
algunas. Salvando honrosas excepciones, reprochó a los paisanos el desprecio
por la ermita. Y precisamente cuando ya había tirado la toalla, siendo
consciente de que la obsesión le estaba carcomiendo el alma, llegó la brisa
fresca de una asociación de talavaniegos quienes, tardíos o arrepentidos, empero
entusiastas, rescataron su causa con los bríos de una pequeña revolución.
La asociación contaba con gente
entregada y competente. Fue invitado a dar una charla, y el pobre Teófilo, a
pesar de su tenaz misantropía, a pesar de su marcado rotacismo y de que silbaba
en las eses (ciertamente, un Cicerón de saldo), no dudó un instante en aceptar
la propuesta. Y el día de la charla fue la primavera, el renacimiento, la utopía.
Porque la rehabilitación de la ermita ya se daba por hecha en Talaván. Había
dinero, había un proyecto, el alcalde comprometió su palabra y, por fin, se
había instalado una conciencia colectiva sobre la necesidad de restaurar la
ermita. No se podía pedir más.
Pero luego surgieron extraños problemas, de esos que se engendran en altas instancias y cuya razón resulta
indiscernible para el ciudadano vulgar. De repente, hacía falta una revisión
del proyecto; quizá incluso uno nuevo. Y hacía falta un técnico. Y ese técnico
no trabajaba gratis, por supuesto. Las autoridades patrimoniales de la Junta se
lavaron las manos (como todo el mundo sabe, para ciertos asuntos Extremadura
queda reducida a dos ciudades: Cáceres y Mérida). El Ayuntamiento de Talaván
-de arcas bien saneadas, por cierto- debía correr con los gastos. Y, hasta hoy,
el Ayuntamiento, por no se sabe qué misterios, soslaya el tema, manteniendo una
discreción que abre paso a las especulaciones más pesimistas. Calla el
Ayuntamiento. Calla el alcalde que lanzara gentiles promesas. Un silencio
cruel.
En este ínterin, el pobre Teófilo enfermó.
Ya era demasiado sufrimiento; se sentía víctima de una tortura sofisticada. Soñaba
cada noche con “ángeles malos” descalabrados, y con el hombre gato y la mujer con
toca revueltos en un puzle de cascotes. Emprendió una dieta sobrevenida, a base
de vino y magdalenas. Y su corazón empezó a llenarse de grietas y verdín, como
la cúpula de una ermita lejana, y bajo la cúpula de una ermita lejana empezaron
a escucharse inexplicados sollozos.
El pobre Teófilo Eisenhower Periné,
alias Luciferín, dobló la servilleta ayer. QEPD (que en paz descanse), dicen
unos. QEDP (que el demonio pinche), otros.
Gabriel Cusac
Gabriel, este relato creo que debes compartirlo en Talaván historia viva. es magnífico , Gracias
ResponderEliminarGracias a ti por la visita, Manuel, creo que tú también eres muy consciente del significado del texto, más allá del tono humorístico. Ya lo he compartido. Un saludo.
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