Fantasía sobre Fausto, Mariano Fortuny (imagen tomada de contrapicado.net) |
En
mi caso, descubrí la versión cinematográfica antes que la novela. El
corazón del Ángel, guionizada y dirigida por Alan Parker en 1987, con
Robert de Niro, Mickey Rourke (cuando su rostro aún era humano) y Lisa Bonet en
los principales papeles, no tuvo una gran acogida. Las críticas son enfrentadas;
bodrio para algunos, película de culto para otros. Yo estoy entre los otros, y
en su momento El corazón del ángel fue el acicate que me empujó a
descubrir la obra matriz, El ángel caído, publicada nueve años
antes. Bendita la hora. Porque este hallazgo no fue menos dichoso.
Las
diferencias entre filme y novela son notables; la historia original sufre sustanciales
modificaciones en la adaptación de Alan Parker. El cambio de ambientación, para
empezar. Mientras que El ángel caído resulta poco menos que un
homenaje a la geografía urbana de Nueva York, Parker decide trasladar la acción
a Luisiana, posiblemente entendiendo que, a nivel cinematográfico, el exotismo
misterioso de Nueva Orleans sería un elemento de vistosidad añadido. No entraré
a detallar otras censuras y adulteraciones de calado; estos apuntes
son literarios y lo que de verdad me interesa es comentar el relato de
Hjortsberg; baste decir que, en mi opinión, la novela supera con creces a una
película ya de por sí magnífica. Vayamos, pues, a El ángel caído.
Harold
Angel, el protagonista, se presenta como un vástago descarado del típico detective
de la novela negra estadounidense de los años 30: un tipo duro, cínico y
solitario, no especialmente amigo de la bofia, a lo Sam Spade o Philip Marlowe.
Además, como este último, es el personaje/narrador; el uso de la primera
persona dinamiza con solvencia el relato y consigue la complicidad del lector. Siguiendo
los cánones, la narrativa es ágil -en realidad, mucho más ágil que la de
Hammett o Chandler-, económica, eficaz; se salpimenta de humor, de ironía y de
alguna que otra metáfora ingeniosa, pero las florituras estilísticas quedan relegadas
en favor de un suspense in crescendo; hemos montado en un bólido que
coge velocidad a medida que pasamos las páginas. Y, sin embargo, El ángel
caído, aunque utilice sus reglas y estereotipos, no es puramente una
novela negra, porque el trance detectivesco no sirve como soporte para
denunciar una sociedad podrida donde salen a la luz las corruptelas del poder.
Tampoco es meramente policíaca, porque la lógica queda derrotada en favor del
elemento sobrenatural. Y tampoco Harold Angel pertenece a la por lo común desafortunada estirpe de los “detectives psíquicos”, a la zaga del John Silence
de Blackwood o del Thomas Carnacki de Hope Hodgson. El ángel caído,
abriendo camino, trasciende todos estos géneros y los fusiona con el terror,
fórmula multiplicada en la narrativa y el cine actuales, como todos sabemos,
pero bastante desigual en sus resultados.
New
York, 1959. Harold Angel, investigador privado, recibe el encargo de localizar
a Jonathan Liebling, más conocido por su nombre artístico, Johnny Favorite.
Favorite fue un cantante de jazz de breve pero fulgurante carrera cuya pista se
pierde, hace años, tras su ingreso en una clínica de Poughkeepsie, pequeña
ciudad no muy alejada de la gran manzana. Es el inicio de una aventura maldita.
Las pesquisas de Harold Angel van dejando un reguero de sangre, porque todos
sus contactados acaban siendo víctimas de un asesino implacable. En paralelo,
nuestro detective va descubriendo facetas desconcertantes de su cliente, Louis
Cyphre, un excéntrico millonario francés, y la profunda relación de Favorite
con el satanismo y el vudú, de cuyos cultos Angel será testigo.
Me
fui escurriendo por entre los árboles para espiarlos desde más cerca. Alguien
tocaba un caramillo. Sus modulaciones agudas, sibilantes, perforaban la noche
por encima del repique disonante de las castañuelas de hierro. Los tambores
gruñían, quejumbrosos, con un ritmo persistente como una fiebre, delirante,
hipnótico. Una mujer cayó al suelo y se retorció como una serpiente, sacando y
ocultando la lengua con una rapidez ofídica.
El
vestido blanco de Epiphany se adhería a su cuerpo húmedo, joven. Metió la mano
en una cesta de mimbre y extrajo un gallo con las patas atadas. El ave mantenía
la cabeza orgullosamente erguida, con la cresta de color rojo sangre muy vívida
a la luz de las velas. Epiphany se restregó los pechos con el plumaje blanco
mientras bailaba. Ondulando entre la concurrencia, acarició uno a uno a todos
los asistentes. Un agudo cacareo silenció los tambores.
Epiphany
danzó garbosamente hasta el hoyo circular y cortó la yugular del gallo con un
diestro navajazo. La sangre se derramó dentro del agujero oscuro. El cacareo
del gallo se trocó en un chillido gorgoteante. Aleteó frenéticamente y murió.
Los bailarines gimieron.
Epiphany
depositó el ave desangrada en el hoyo, donde se convulsionó y brincó, con las
patas atadas recorridas por espasmos simultáneos, hasta que las alas se
desplegaron para un último estremecimiento y después volvieron a contraerse
lentamente. Los bailarines se adelantaron, uno por uno, meciéndose, y dejaron
caer sus ofrendas dentro del hoyo. Monedas sueltas, puñados de maíz seco, galletas
diversas, caramelos y fruta. Una mujer vació una botella de Coca-Cola sobre el
gallo muerto.
La
sacerdotisa Epiphany, hija de Favorite, se convertirá en amante de Harry Angel.
El desenlace de la novela desvela esta relación como la última vuelta de tuerca
del horror.
La
profusión de guiños sobre lo diabólico, presente desde los primeros párrafos,
es acaso la tara mínima achacable a la obra maestra de William Hjortsberg. Por
lo demás, El ángel caído, junto a El club Dumas de
Arturo Pérez-Reverte, son mis recreaciones favoritas del mito de Fausto. Y
lustran mi biblioteca en un puesto de honor.
Los
libros son pájaros que nos prestan sus alas. En estos tiempos del nuevo cólera,
amémoslos, dejémonos envolver en su caliente plumaje de papel y sueños. Ellos
también nos protegen.
Gabriel
Cusac
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