24 de febrero de 2011

El ojo invisible, Émile Erckmann y Alexandre Chatrian


Juan Muñoz García, el que fuera cronista oficial de la ciudad estrecha, mi ciudad, cuenta sobre la moda de las salas verdes en las mansiones feudales, y lo hace a colación de que en el bejarano palacio ducal de los Zúñiga existió una de ellas. Estas salas, decoradas con frescos representando escenas de caza, cogieron fama de encantadas. Algún espíritu maléfico, acaso algún sátiro oculto entre las breñas pictóricas, hechizaba el sitio con sus artes invisibles, provocando que los visitantes abandonaran al poco la estancia, víctimas de un malestar sobrevenido. Explica el cronista la solución del misterio: "pasaron muchos años hasta que se comprobó que tales molestias eran efectos de la aspiración de los gases deletéreos que se desprendían de la pintura verde entonces en uso, y que cesaban con sólo el tiempo y la ventilación".
Sirva esta curiosidad de introducción, hoy que hablaremos de otra habitación verde, la del nuremburgués Albergue del buey gordo, aún más peligrosa que las áulicas salas contaminadas del color tóxico, hasta tal punto que los huéspedes que desfilan por ella se ven asaltados por la imperiosa necesidad de colgarse; se trata de una habitación suicidante. Christian, un pintor pobre que habita en una buhardilla contigua, cree que la causa de las muertes no debe buscarse en la habitación ni en el propio mesonero, culpable obvio para los habitantes de Nuremberg, sino en una siniestra vecina, la vieja Fledermaus. Una escena nocturna y espantosa fundamenta sus sospechas.

La noche estaba en calma. Millares de estrellas titilaban en el firmamento. Contemplé durante un instante este sublime espectáculo y unas palabras de oración me vinieron naturalmente a los labios. Pero juzgad mi estupor cuando, bajando la vista, vi a un hombre ahorcado en la barra de hierro que soportaba la muestra del Buey Gordo. Sus cabellos estaban revueltos; los brazos, rígidos, caían a sus costados; las piernas colgaban, con los pies apuntando al suelo, proyectando una sombra gigantesca hasta el fondo de la calle.
La inmovilidad de esta figura bajo los rayos lunares tenía algo de espantoso. Sentí secárseme la garganta y entrechocar mis dientes. Iba a lanzar un grito cuando, no sé por qué atracción misteriosa, mis ojos buscaron más abajo y distinguieron confusamente a la vieja Fledermaus, acurrucada junto a su ventana, contemplando al ahorcado con un aire de satisfacción diabólica.


El caserón de la vieja Fledermaus y la posada, de fachadas enfrentadas en la calle de los Minnesinger, comparten una arquitectura gemela, y no será ésta la única equivalencia presente en El ojo invisible o El albergue de los tres ahorcados. En realidad, la clave de este maravilloso cuento se basa en un juego de simpatías mágicas, tema utilizado más de una vez por el binomio Erckmann-Chatrian.
Sería impúdico desvelar más detalles del argumento. No lo es recordar una cita de Lovecraft: "Su poder para crear una atmósfera estremecedora y nocturna era enorme -a pesar de la tendencia hacia explicaciones naturales y prodigios científicos- y hay pocos relatos que contengan más horror que El ojo invisible...". Lovecraft suele ser un crítico acertado, pero en su archiconocido ensayo sobre la literatura de terror -fuente de la cita- alcanza velocidades supersónicas. Porque la característica más definitoria de esta atmósfera, donde se aprecia una evidente influencia hoffmaniana, es el contraste. La fase estremecedora y nocturna viene por lo común precedida de los toques de gracejo, de la descripción colorida de los ambientes, de cierta alegría vital que a menudo se referencia en el bullicio de las calles o de las tabernas (con especial adhesión a la del Rey Gambrinus). El lector cree estar ubicado en un relato humorístico, satírico o picaresco; la llegada del terror resulta desconcertante. Una sensación parecida podría producirnos un asesinato plasmado en una pintura naíf. O una escena pornográfica desenvuelta en los pinceles del aduanero Rousseau. Este contraste, una imaginación exaltada y un modo narrativo fluído y vivaz, adelantado a su tiempo, hacen de los cuentos de Erckmann-Chatrian un destino literario exótico y gozoso, recomendable para todos los viajeros de lo fantástico.
El ojo invisible, casi cincuenta años después de su publicación, es versionado en La araña (1908), de Hans Heinz Ewers, un relato que suelen frecuentar las antologías del género ignorando la justa reseña de su predecesor. La habitación nº 7 sustituye a la habitación verde, la joven y bella Clarimonde a la vieja y repelente Fledermaus (murciélago), París a Nuremberg... La araña es un relato excelente, al que cabe atribuir muchos méritos, pero no el de la originalidad.
Una última coletilla. La sociedad Erckmann-Chatrian es una convención respetada hasta hoy por los editores. Los dos alsacianos firmaron conjuntamente una vasta producción literaria, pero parece ser que, en términos generales, a Erckmann (1822-1899) le corresponde la autoría de los cuentos, mientras que Chatrian (1826-1890) se ocupaba de la producción dramática.

Gabriel Cusac

2 comentarios:

  1. Topé con "El ojo invisible" e inmediatamente recordé el relato de "La araña", que había leído primero. Es cierto que no tiene un argumento original, aunque como usted menciona, cada relato tiene sus méritos. Muy bueno su artículo, gracias.

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  2. Gracias a ti, Edith, por visitar esta isla.

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