31 de enero de 2012

El bastardo decapitado, Gonçalo Bandeira Freire


Portugal, en los principios del XX, vive una eclosión de la medicina forense. Desde finales del siglo anterior existe en el país una auténtica corriente crítica contra las tesis de Lombroso; en su lugar, son bien aceptados los criterios metodológicos de Alphonse Bertillon y se introducen los registros de identificación dactilar, notables avances que propician la proliferación de de los llamados Puestos Antropométricos y sientan las bases de la moderna criminología lusa: la ciencia entra a formar parte de las pesquisas policiales. Xavier da Silva, médico y detective analítico a lo Sherlock Holmes, adquiere celebridad por la resolución de varios casos. En 1911 se crea el primer Laboratorio de Policía Científica, dependiente del Instituto Médico Legal (denominación, sin duda más académica, recién aplicada a las Morgues portuguesas) de Lisboa, centro que se convertirá en la punta de lanza de la investigación criminal. Al arrimo de estos vientos, Gonçalo Bandeira Freire (Penafiel, 1878-Coimbra, 1952) utiliza la figura del médico antropólogo -hoy, antropólogo forense- como personaje central de su novela. Se trata de Diamantino Azevedo, un joven y brillante doctor, precisamente comisionado por el Laboratorio de Policía Científica lisboeta para investigar un rarísimo caso de asesinato cometido en una apartada freguesia de Sabugal, en el interior del país. A primera vista, podría pensarse que nos encontramos frente a un relato policíaco, y de hecho El bastardo decapitado (1914), junto a esa curiosa impostura titulada El misterio de la carretera de Sintra (1870), de Eça de Queiroz y Ramalho Ortigao, son consideradas introductoras del género en la literatura lusa. Sin embargo, aunque Gonçalo Bandeira utiliza una trama detectivesca como eje narrativo, el realismo definitorio del género policial queda relegado a un segundo plano a medida que avanza la novela, donde se van multiplicando los indicios sobrenaturales. Un buen ejemplo comparativo es Falling angel, de William Hjortsberg, con la que El bastardo decapitado comparte más de una similitud. Como la facultad de atrapar al lector en sus redes desde las primeras páginas.
Sortelha, una pequeña aldea de Portugal, noviembre de 1912. La luz del alba ilumina la cabeza decapitada de un varón expuesta en la llamada Baranda de Pilatos, balcón vigía sobre la entrada del ruinoso castillo. Josefa la Garduña, la loca del lugar, quien descubre el macabro hallazgo, jura que la cabeza ha pronunciado una palabra extraña: Armagedón. El testimonio alucinado de la Garduña sobre la testa parlante es tanto más insólito por el hecho de que la demente dice desconocer el significado de tal palabra. En realidad, nadie en Sortelha, donde casi todos sus habitantes son campesinos analfabetos, la ha escuchado jamás. Tampoco ningún paisano es capaz de identificar al degollado, de cuyo cuerpo no hay rastro.

Le llegó el recuerdo presto, violento, con la potencia de una revelación. Y, sin embargo, se trataba de una mera asociación mental sin ninguna trascendencia. Después de escuchar a aquella pobre mujer recordó un curioso artículo que había leído ya hace tiempo, en su primer año universitario, sobre leyendas de santos cefalóforos franceses. No encontraba la causa de su inquietud. Quizá, se dijo, aquel asesinato y su escenario medieval guardaban una conexión formal con alguno de los pasajes hagiográficos que almacenaba en su memoria inconsciente, y esto motivaba esa extraña sensación de descubrimiento que se resistía a ser aprehendido. O quizá se acumulaban demasiados elementos desconcertantes en aquel caso como para no caer en una especie de asombro supersticioso: la ausencia del cadáver, el traslado ex profeso de la cabeza cortada a la Baranda de Pilatos, y esas imaginaciones macabras de la loca Josefa, con la palabra apocalíptica en la boca y el convencimiento de que La Cabeza de la Vieja, el falso ídolo pétreo del corral, había recibido su ofrenda, el sacrificio. Parecen señales de un mensaje, rastros indiciosos en el plan de un dios perverso.

Estos rastros indiciosos, luego en buena parte facilitados por un anónimo corresponsal, se irán multiplicando como piezas de un puzzle incomprensible cuya posibilidad de solución descarta los criterios racionales. Más allá de su cometido forense, Diamantino Azevedo se irá obsesionando en los misterios de un caso que en realidad parece perseguirle, como si él también formarse parte del plan del dios perverso. Al cabo de unos meses, cuando la propia policía, admitiendo su fracaso, cesa las investigaciones, éstas se convertirán en una empresa personal del doctor, también en su principal afán. Guiado o extraviado por pistas siempre dudosas, pero cada vez más convencido de que el crimen de Sortelha es parte de un complot de dimensiones inconcebibles, Diamantino Azevedo recorrerá la geografía lusa en una especie de peregrinaje maldito, minando al tiempo su carrera profesional y asomándose a los peligrosos acantilados de la enajenación mental. Con unas miras indudablemente cinematográficas, recreándose en las descripciones, el autor nos hace visitar todo un catálogo de rincones del Portugal encantado: desde el romántico Cementerio de los Placeres capitalino hasta el tenebroso Hospital de la Misericordia de Beja, pasando por la propia Sortelha, el balneario -retratado de modo fantasmal- de Melgaço, la siempre sugerente Évora o una caprichosa finca de recreo en Sintra, a medio camino entre la típica quinta portuguesa y las invenciones enigmáticas del Sacro Bosque de Bomarzo, que podemos identificar como la Quinta da Regaleira, aunque no se explicite como tal en el texto. El final de la novela es tan espectacular como incierto, y deja abiertas varias posibilidades. También parece augurar una continuación, una segunda parte que nunca llegó a publicarse. Difícilmente, dándose lo contrario, esta segunda parte hubiera igualado a la primera, amén de socavar una conclusión magistral, perfecta, que deja plantada en el lector una semilla de incertidumbre.
El bastardo decapitado es una obra extrañísima en todos los sentidos. Publicada por entregas en la heterogénea O diletante de Penafiel, una de las tantas revistas surgidas en la bonanza literaria de la Renacença, y reeditada con escaso éxito por el propio autor seis años más tarde, en 1920, es la gran desconocida de las letras portuguesas, donde el predominio del realismo resulta aún más aplastante que en el caso español. Novela única, por lo demás, de Gonçalo Bandeira, un oscuro funcionario del concelho penafidelense, de discreta biografía, outsider cuya obra dispersa tan sólo comprende un pequeño ramillete de artículos de opinión, del mismo modo aparecidos en O diletante. Obra extrañísima también en cuanto a la originalidad del argumento y el virtuosismo de su estilo, impresionista en la pintura de los ambientes, expresionista en la manifestación de las emociones, manual de la metáfora implícita y de los calificativos, El bastardo decapitado combina inéditamente el ritmo del folletín y la calidad prosística. Obra inmensa e intensa, lírica y terrorífica, que tarde o temprano, como su autor, alcanzará el reconocimiento que merece.


Gabriel Cusac

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