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II. Del encuentro con la sirena Catalina hasta el despertar frente al Páfos chipriota, con breve rol de algunas islas del Mar Legendario.
Pues he aquí que en la más grande estas islas yermas, sobre un farallón de la costa, lloraba muy acongojada una sirenita de larga y pelirroja melena, apunto yo que como la que pintara Arnold Boecklin en 1887, pero por lo visto en guapo, bien proporcionados los pómulos con la barbilla, y dentro del justo óvalo unos ojos de contorno almendrado y brillo azul, griega la nariz, los labios dibujando un beso, y a su lado un lunar. Tenía la piel muy blanca, algo pecosa, pechos altos y cintura delgada, la cola gris con destellos salmón.
Ordenó echar el ancla Gebel El Cusaci, por no astillar el barco contra los escollos, y arriar la chalupa de desembarco, donde montó con el ama de nudos, porque siempre es más fácil que una fémina se explaye delante de otra. Y así pasó, que la náyade marina transparentó el motivo de su tristeza hablando largamente con la anudadora, las dos sobre la roca mientras el capitán, a los remos del bote, fingía distraerse mirando el mar, mirándose las manos, comiéndose las uñas, rascándose la coronilla, silbando una canción porteña. Dijo llamarse Catalina, y estar desterrada de las suyas por dar advertencia al célebre Ulises del peligro que él y los de su nave corrían si se dejaban llevar por los cantos, aunque así no fuera contado en la Odisea de Homero, quien, usando licencia literaria, quiso aderezar el drama con los tapones de cera y el héroe atado al mástil, cuando lo que hicieron los míticos fueron tomar las de Villadiego al aviso de Catalina, y punto. Descubierto su chivatazo, fue condenada a la soledad de las Guasonas, y ahí estaba, haciendo perlas de su pena.
Mucho tiempo duró el parlamento entre ellas, mostrándose muy empática el ama de nudos, quien finalmente, con plácet del capitán, propuso a Catalina matar la soledad embarcando, que las Guasonas eran mal asiento con esas coñas de jugar al escondite, que la tripulación era gente muy maja, que el perdón de las suyas, si llegaba, ya la pillaría calva. Y de tal modo la sirena aceptó enrolarse en el barco de soñadores, compartiendo con ellos aventuras por aguas y tierras del Mar Legendario que el memorialista cita muy de pasada en diez renglones, un cruce con la Isla de San Barandán, un avistar a lo lejos el cabezón del terrorífico Kraken, paradas por turismo en las nórdicas Tule y Avalón, que llegó un momento de ponerse artúricos los soñadores, visita por provisiones a la Laputa de Gulliver, y la última fantasía que hallaron fue unos islotes, muy menudos, que jugaban a saltarse unos por encima de otros, y que mi antepasado nostramo bautizó como Islas de Pídola. No hay más noticia que a Catalina le hacía gracia el ombligo de los marineros, que se hizo bien a la pipa y que el carpintero gallego le construyó una bañera con ruedas para desplazarse en cubierta y no tener que andar cada dos por tres remojándose en el piélago.
Despertaron al mundo real varados frente a los muelles de Pafos, en el Chipre bizantino, y era la primera vez que la tripulación lo hacía junto a un ser fabuloso. De regreso a Monastir tuvieron entrevista con un mercante paisano, que volvía de tierras siriacas cargado de alfombras damascenas y les adelantó presto por su aparejo de cuatro palos con velas de cuchillo.
Ordenó echar el ancla Gebel El Cusaci, por no astillar el barco contra los escollos, y arriar la chalupa de desembarco, donde montó con el ama de nudos, porque siempre es más fácil que una fémina se explaye delante de otra. Y así pasó, que la náyade marina transparentó el motivo de su tristeza hablando largamente con la anudadora, las dos sobre la roca mientras el capitán, a los remos del bote, fingía distraerse mirando el mar, mirándose las manos, comiéndose las uñas, rascándose la coronilla, silbando una canción porteña. Dijo llamarse Catalina, y estar desterrada de las suyas por dar advertencia al célebre Ulises del peligro que él y los de su nave corrían si se dejaban llevar por los cantos, aunque así no fuera contado en la Odisea de Homero, quien, usando licencia literaria, quiso aderezar el drama con los tapones de cera y el héroe atado al mástil, cuando lo que hicieron los míticos fueron tomar las de Villadiego al aviso de Catalina, y punto. Descubierto su chivatazo, fue condenada a la soledad de las Guasonas, y ahí estaba, haciendo perlas de su pena.
Mucho tiempo duró el parlamento entre ellas, mostrándose muy empática el ama de nudos, quien finalmente, con plácet del capitán, propuso a Catalina matar la soledad embarcando, que las Guasonas eran mal asiento con esas coñas de jugar al escondite, que la tripulación era gente muy maja, que el perdón de las suyas, si llegaba, ya la pillaría calva. Y de tal modo la sirena aceptó enrolarse en el barco de soñadores, compartiendo con ellos aventuras por aguas y tierras del Mar Legendario que el memorialista cita muy de pasada en diez renglones, un cruce con la Isla de San Barandán, un avistar a lo lejos el cabezón del terrorífico Kraken, paradas por turismo en las nórdicas Tule y Avalón, que llegó un momento de ponerse artúricos los soñadores, visita por provisiones a la Laputa de Gulliver, y la última fantasía que hallaron fue unos islotes, muy menudos, que jugaban a saltarse unos por encima de otros, y que mi antepasado nostramo bautizó como Islas de Pídola. No hay más noticia que a Catalina le hacía gracia el ombligo de los marineros, que se hizo bien a la pipa y que el carpintero gallego le construyó una bañera con ruedas para desplazarse en cubierta y no tener que andar cada dos por tres remojándose en el piélago.
Despertaron al mundo real varados frente a los muelles de Pafos, en el Chipre bizantino, y era la primera vez que la tripulación lo hacía junto a un ser fabuloso. De regreso a Monastir tuvieron entrevista con un mercante paisano, que volvía de tierras siriacas cargado de alfombras damascenas y les adelantó presto por su aparejo de cuatro palos con velas de cuchillo.
(Continuará)
Gabriel Cusac
Gabriel Cusac
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