18 de enero de 2012

Original historia de mi antepasado nostramo (y III)


III. Del desembarco en Monastir hasta el final de esta historia

Con la llegada antecedente del mercante de alfombras se habían corrido por Monastir informes de la sirena, y el califa Mustafá Ibn Abdalá dispuso recepción en el puerto con comité de gala, fuegos de artificio, grupo musical y bailarines, de tal modo que arribando el bajel de los oníricos hallaron estos grande e inesperada verbena. Luego hubo acompañamiento con guardia de honor hasta palacio, y en todo momento una gran multitud se apelotonaba tras la escolta por ver a la ondina, que bajó del barco montada en la tina de ruedas y cubierta su desnudez natural con una chilaba, pues no era caso de alterar a la ciudadanía ni mucho menos entrar en conflicto con los Honorables Censores de Buenas Costumbres Islámicas, inquisidores musulmanes muy escrupulosos ante cualquier resquicio de despelote.
El mandamás les esperaba en la gran sala de ceremonias, donde se había dispuesto banquete muy original con besugo relleno de anguilas y langosta picada, cordero lechal a la naranja, perdiz estofada con pétalos de rosa y alhelí, y de postre higos garrapiñados, todo ello regado con limonada a la canela y zumo de granadina a la vainilla. Fue Catalina la primera en soltar la zalema, advertida de la costumbre, y a don Mustafá le agradó el solfeo de su acento extranjero, que se le antojó muy burbujeante. Gebel entregó como presente una espada de las ferrerías de Tule, con la empuñadura semejando una serpiente, y en la ceremonia de agradecimiento al ilustre se le escapó un cuesco aflautado del que nadie osó enterarse. Durante la comida contó el capitán de sus derroteros a través del Mar Legendario, tomando buena nota de hasta la más pequeña minucia el escribano oficial del califa, que era muy aficionado a prodigios y tenía una enorme biblioteca de libros de viajes, bestiarios y novelas ilusivas del orbe. De remate a la fiesta, tras los eructos de cortesía, actuaron volatineros lusos, encantadores de cobras indostaníes y tragafuegos del país. Finaron las diversiones muy entrada la noche, y el califa ofreció habitación con excusado a los navegantes, quedándose todos en palacio menos mi antepasado, quien, ya cumplido el requisito de atender al jerifalte antes que a nadie -o, por edicto, habría cabeza cortada-, marchó al hogar a reencontrarse con la familia, que era el único emparentado en Monastir.
Cuenta la crónica que los días siguientes fueron de mucho agobio para el capitán, él que siempre se había jactado de hombre tranquilo y poco figurón en eventos, amigo de silencios y del pasear ausente por el zoco, por el puerto, por las callejuelas rumorosas de su ciudad. Y, desde su llegada, todo se tornaba quebrarse la paz entre recibir correos, cumplir entrevista con otros capitanes, satisfacer la curiosidad de transeúntes preguntones o firmar autógrafos a adolescentes de voz tiple. No le gustó, no, el tufo de la fama, puta traidora que empuja a dar más atención a lo ajeno que a lo propio, hasta matar el gesto espontáneo y el comportamiento libre, dos tesoros sin precio que todo hombre sensato se cuidaría de guardar. Y por colmo las tres esposas atosigando, celosas del trato de Gebel con Catalina, celosas de los cabellos rojos de la mitológica y de sus firmes teticas de nadadora, de que él finalmente la hiciera huésped en su propia casa -porque la pobre estaba en palacio como atracción de feria para visitas ilustres-, de las remembranzas que ambos se traían a propósito del Mar Legendario. Pero lo que más fastidiaba al nostramo era la merma de su imaginación, que entre pitos y flautas pareciera agotada, como si las vanidades del mundo real fueran demonios empeñados en extinguir la llama soñadora de su corazón. Y del mismo modo apagaba el brillo azul de los ojos de Catalina, que ahora también se sentía desterrada y sabía que no dejaba de ser un bello monstruo para los humanos.
No habían transcurrido más de tres semanas desde la arribada a puerto cuando la tripulación de oníricos, incluyendo la sirena Catalina, desapareció de Monastir para no volver jamás. Dejó mi antepasado en un cofre una buena cantidad de dinares y la patente de exclusividad de la ruta a Gadir, anotando que fuera cedida en traspaso a un capitán amigo suyo, y que de ahí podían ir tirando las tres esposas, las cinco hijas y los dos churumbeles sin sufrir penuria en unos cuantos años. En Hassan, el hermoso, mayor de los hermanos e hijo de la preferida Fátima Tadea, continuó la dinastía.
Pero esto ya es otra historia.
Salam aleikum.

Gabriel Cusac
Semanario Béjar en Madrid, enero-febrero 1994

3 comentarios:

  1. Alucinante y difícil de seguir, aún estando despejado, de buena mañana; (que este julio lleva dos días de tregua refrescando y uno ha encontrado sosiego para dormir).
    Me apunto tu pensamiento: "le gustó, no, el tufo de la fama, puta traidora que empuja a dar más atención a lo ajeno que a lo propio, hasta matar el gesto espontáneo y el comportamiento libre, dos tesoros sin precio que todo hombre sensato se cuidaría de guardar"
    Desearía poder sentirlo y compartirlo, si algún día fuera famoso por buena causa, y así usarlo como divisa.

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  2. Por otro lado, apunto el inmenso y laborioso mérito de escribir así de bien cuando no existían los ordenadores.
    Habría que explicárselo a las generaciones que no lo conocieron: Un joven escribiendo a mano (no me imagino escribirlo directamente a máquina)después copiando a máquina para enviarlo. A continuación leerlo por primera vez en letras de molde, y advertir entonces que sobra o falta un adjetivo, coma preposición, concordancias, nuevas ideas.... escribirlo por encima, volverlo a copiar, y otra vez arrugar papeles y papeles, hasta tener tendiditis en los nervios de las falanges, el oído cansado del martilleo para, al final echar al correo un folio ¿inmaculado? que tendría que copiar el impresor sin que se deslizara ninguna errata. -Difícil-
    Tan o más admirable, que escribir tan bien como Cusac.

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  3. Tenía ilusión, leía y releía a Cunqueiro, descubría fabulosas lecturas y fabulosas experiencias, confiaba en la bondad del proletariado, era ingenuo y soñador, había una revolución personal y global pendiente, el tiempo era infinito: me costaba muy poquito escribir. Y, es verdad, no tenía internet.
    Hoy estoy quemado, y Saturno me devora. Escribir me cuesta Baco y ayuda.

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