![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjeqcQw0AApmZVVUZ_NVa67Pk18qY09X4IKBLm3JG9FPIY0E1_tsSUWC5PkZwAM5Bbgo9mSOGwkU4xVapI8LGwpfh2_y2GDaIx6deehy6w4WCVBp-ZaaduBeh6jprIx987EqefqlnMr1ng/s400/Minotauro.gif)
Honestamente, en un prefacio sui géneris, el autor sincera respecto a este relato una intención iconoclasta, dos influencias -Là-bas de Huysmans, La leyenda de San Julián el Hospitalario de Flaubert- y tres préstamos: El toro de Minos, de Cotrell, para la descripciones -con toda intención tergiversadas, confiesa asimismo Panero- de Creta, Los rollos del Mar Muerto de Wilson y el desierto de los evangelios. La intención es indubitable; las influencias, baladíes; los advertidos préstamos son piezas en la composición de una idónea geografía soñada. Utilizo los "Cuentos completos", valiosa recopilación a cargo de Túa Blesa, quien también ofrece algunas precisiones introductorias. Pero acaso todo esfuerzo de contextualización, paradójicamente, quizá nos conduzca antes a la anfibología que a la claridad.
Ídem para mis palabras; pocas veces he estado tan convencido de la futilidad crítica como en este caso. Excuso semejante circunloquio en la fascinación que me produjo la lectura de Aquello que callan los nombres y en la esperanza de que estas líneas sumen algún otro devoto. Mi móvil es, pues, emocional; mis argumentos, barro derritiéndose ante el fulgor de una obra impresionante.
Maurice Le Blanc, escritor francés, narra en primera persona esta historia de demencia y exterminio. Empeñado en una búsqueda faústica del conocimiento y el triunfo, entra en conocimiento de una extraña secta a través de su amigo Pierre Dumont. La secta, maléfica e inconcebible, adora a un dios con cabeza de toro que necesita ser liberado de su propia creación: se trata del Minotauro, el Dios Loco. Los iniciados, según le revela Dumont, practican la biblioclastia, el uso ritual de las drogas, la coprofagia, el crimen. Fascinado hasta la obsesión, Maurice consigue que su amigo le invite finalmente al culto secreto. Una noche de invierno, en una cabaña situada en las entrañas de un bosque de árboles deformes, será testigo de un aquelarre que culmina con el descuartizamiento de un niño vivo -vehículo hierofánico y eucarístico- y el éxtasis caníbal.
Horrorizado ante el terrible asesinato del niño, al que "hubiera amado como un amante o un padre", Maurice decide, al reponerse de la experiencia, consagrar su vida a la destrucción de los adoradores del Minotauro. Evoca a Huysmans: "puesto que el diablo existe, es preciso luchar contra él". Con este fin llega hasta Micenas, donde vive el profeta del dios maligno, conocido como el Viejo. Sophia, una prostituta, le indica: "Lo hallarás solo en el desierto, más allá de las Ruinas del Palacio de los Reyes del Mar, o quizá aún más lejos, en el pueblo de Mochloss, que baña el para nada brillante río Pschira". La travesía del desierto de Argos -necesaria travesía iniciática, desierto que que no encontraremos en los mapas- conducirá a Maurice a su destino.
La conclusión del relato, explosiva, blasfema, es una apoteosis del horror. Aquí no se detallará; quien quiera sufrirla, deberá emprender su propia travesía personal a través de Aquello que callan los nombres.
Largo, pero no menos intenso, el cuento de Leopoldo María Panero tiene la virtud de desubicar al lector, internándole en un laberinto -el del Minotauro- deudor de la clave simbólica y el desafío a las convenciones, empezando por las intrínsecamente literarias. Por supuesto, el lector susceptible, aquel que entienda que la literatura debe someterse a corsés morales o religiosos, debe evitar este cuento y, en general, toda la obra de Panero. Debe evitar a aquél que escribe: "Por fin llegamos a un descampado, entrando luego en un bosque cuyos árboles estaban tan singularmente retorcidos que parecían falos irguiéndose contra la tiranía del cielo: ¡Rayo divino, golpéanos si puedes!". Debe evitar a aquél que hace aducir a su personaje la piedad pedófila, cuando el niño es sacrificado en el ceremonial satánico. Panero sigue la estela de Sade, de Lautréamont -citado al menos dos veces en el relato-, de Apollinaire; en realidad me sorprenden los antedichos reconocimientos, por parte del autor, a Huysmans y Flaubert.
La espectacularidad del argumento en Aquello que callan los nombres se acompaña de un tratamiento formal de rareza exquisita, donde a veces, entre párrafos compactos, se intercala inesperadamente la expresión poética. Panero escribe con pulcritud, sin que la empero manifiesta proliferación de calificativos distraiga el curso narrativo, sin que el obligado énfasis de un narrador atormentado, Maurice, llegue a resultar grotesco (defecto común entre los fantásticos). En este punto se puede alegar que los diálogos de la ramera resultan artificiosos; no es menos cierto que su dramatismo -tragedia griega- es absolutamente intencionado. Tanto como el nombre: Sophia. Pero cese ya el circunloquio; más veraz resulta una pequeña muestra de Aquello que callan los nombres. Así comienza.
Me cansa escribir cuando la fiebre es tanta, , cuando la luna quema, y quema tanto, ese brillo de locura en medio de la noche. Me fatiga, me deja exhausto este estúpido movimiento de la mano sobre el papel que quiere, quizás desesperadamente, dar sentido a una vida borrada, desaparecida como por encanto. Lo corriente en este tipo de confesiones dolientes hubiera sido empezar por revelar mi nombre, mi condición y mi esencia, pero llegado a este punto, por el contrario diré tan sólo que no sé quién soy yo, que soy para mí un misterio, y me contemplo en el espejo alucinado, asombrado, como quien está frente a un monstruo. Es como si me hubiera suicidado hace tiempo, en Micenas, y siguiera viviendo para nada, extrañamente; tanto es así que a veces llego incluso a pensar que la metáfora es cierta, y que estoy muerto, que soy un espectro extraviado en el mundo de los vivos. Por eso escribo deseperadamente, para dar fe, y no ya ante lectores improbables sino tan sólo ante mí mismo, de que esto que ahora es sólo el hecho abstracto de mantener mi conciencia en pie, sobre el vacío, tuvo, ya que no tiene, sentido. Porque yo soy sólo un recuerdo, una foto de un pariente muerto en el álbum de una familia estridente, ruidosa, y cuya alegría es como un insulto a mi enfermedad y mi desgracia.
Leopoldo María Panero (Madrid, 1948), quizá el último de los autores malditos, es bien conocido como poeta, no tanto como narrador. Su vida, esa avalancha detenida en los psiquiátricos, es retratada en El contorno del abismo, de J. Benito Fernández.
Ídem para mis palabras; pocas veces he estado tan convencido de la futilidad crítica como en este caso. Excuso semejante circunloquio en la fascinación que me produjo la lectura de Aquello que callan los nombres y en la esperanza de que estas líneas sumen algún otro devoto. Mi móvil es, pues, emocional; mis argumentos, barro derritiéndose ante el fulgor de una obra impresionante.
Maurice Le Blanc, escritor francés, narra en primera persona esta historia de demencia y exterminio. Empeñado en una búsqueda faústica del conocimiento y el triunfo, entra en conocimiento de una extraña secta a través de su amigo Pierre Dumont. La secta, maléfica e inconcebible, adora a un dios con cabeza de toro que necesita ser liberado de su propia creación: se trata del Minotauro, el Dios Loco. Los iniciados, según le revela Dumont, practican la biblioclastia, el uso ritual de las drogas, la coprofagia, el crimen. Fascinado hasta la obsesión, Maurice consigue que su amigo le invite finalmente al culto secreto. Una noche de invierno, en una cabaña situada en las entrañas de un bosque de árboles deformes, será testigo de un aquelarre que culmina con el descuartizamiento de un niño vivo -vehículo hierofánico y eucarístico- y el éxtasis caníbal.
Horrorizado ante el terrible asesinato del niño, al que "hubiera amado como un amante o un padre", Maurice decide, al reponerse de la experiencia, consagrar su vida a la destrucción de los adoradores del Minotauro. Evoca a Huysmans: "puesto que el diablo existe, es preciso luchar contra él". Con este fin llega hasta Micenas, donde vive el profeta del dios maligno, conocido como el Viejo. Sophia, una prostituta, le indica: "Lo hallarás solo en el desierto, más allá de las Ruinas del Palacio de los Reyes del Mar, o quizá aún más lejos, en el pueblo de Mochloss, que baña el para nada brillante río Pschira". La travesía del desierto de Argos -necesaria travesía iniciática, desierto que que no encontraremos en los mapas- conducirá a Maurice a su destino.
La conclusión del relato, explosiva, blasfema, es una apoteosis del horror. Aquí no se detallará; quien quiera sufrirla, deberá emprender su propia travesía personal a través de Aquello que callan los nombres.
Largo, pero no menos intenso, el cuento de Leopoldo María Panero tiene la virtud de desubicar al lector, internándole en un laberinto -el del Minotauro- deudor de la clave simbólica y el desafío a las convenciones, empezando por las intrínsecamente literarias. Por supuesto, el lector susceptible, aquel que entienda que la literatura debe someterse a corsés morales o religiosos, debe evitar este cuento y, en general, toda la obra de Panero. Debe evitar a aquél que escribe: "Por fin llegamos a un descampado, entrando luego en un bosque cuyos árboles estaban tan singularmente retorcidos que parecían falos irguiéndose contra la tiranía del cielo: ¡Rayo divino, golpéanos si puedes!". Debe evitar a aquél que hace aducir a su personaje la piedad pedófila, cuando el niño es sacrificado en el ceremonial satánico. Panero sigue la estela de Sade, de Lautréamont -citado al menos dos veces en el relato-, de Apollinaire; en realidad me sorprenden los antedichos reconocimientos, por parte del autor, a Huysmans y Flaubert.
La espectacularidad del argumento en Aquello que callan los nombres se acompaña de un tratamiento formal de rareza exquisita, donde a veces, entre párrafos compactos, se intercala inesperadamente la expresión poética. Panero escribe con pulcritud, sin que la empero manifiesta proliferación de calificativos distraiga el curso narrativo, sin que el obligado énfasis de un narrador atormentado, Maurice, llegue a resultar grotesco (defecto común entre los fantásticos). En este punto se puede alegar que los diálogos de la ramera resultan artificiosos; no es menos cierto que su dramatismo -tragedia griega- es absolutamente intencionado. Tanto como el nombre: Sophia. Pero cese ya el circunloquio; más veraz resulta una pequeña muestra de Aquello que callan los nombres. Así comienza.
Me cansa escribir cuando la fiebre es tanta, , cuando la luna quema, y quema tanto, ese brillo de locura en medio de la noche. Me fatiga, me deja exhausto este estúpido movimiento de la mano sobre el papel que quiere, quizás desesperadamente, dar sentido a una vida borrada, desaparecida como por encanto. Lo corriente en este tipo de confesiones dolientes hubiera sido empezar por revelar mi nombre, mi condición y mi esencia, pero llegado a este punto, por el contrario diré tan sólo que no sé quién soy yo, que soy para mí un misterio, y me contemplo en el espejo alucinado, asombrado, como quien está frente a un monstruo. Es como si me hubiera suicidado hace tiempo, en Micenas, y siguiera viviendo para nada, extrañamente; tanto es así que a veces llego incluso a pensar que la metáfora es cierta, y que estoy muerto, que soy un espectro extraviado en el mundo de los vivos. Por eso escribo deseperadamente, para dar fe, y no ya ante lectores improbables sino tan sólo ante mí mismo, de que esto que ahora es sólo el hecho abstracto de mantener mi conciencia en pie, sobre el vacío, tuvo, ya que no tiene, sentido. Porque yo soy sólo un recuerdo, una foto de un pariente muerto en el álbum de una familia estridente, ruidosa, y cuya alegría es como un insulto a mi enfermedad y mi desgracia.
Leopoldo María Panero (Madrid, 1948), quizá el último de los autores malditos, es bien conocido como poeta, no tanto como narrador. Su vida, esa avalancha detenida en los psiquiátricos, es retratada en El contorno del abismo, de J. Benito Fernández.
Gabriel Cusac
2 comentarios:
Gracias Gabriel, como siempre descubriendonos nuevos placeres. ya lo estoy pidiendo a la madre patria. Saludos desde Buenos Aires!
No te decepcionará, Mariano. Saludos desde la ciudad estrecha.
Publicar un comentario