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Tratamos hace poco -decíamos ayer- de Leopoldo María Panero, y de Aquello que callan los nombres. En el prefacio a la segunda edición del volumen Palabras de un asesino, donde se recoge el cuento, Panero introduce un grito de locura: ¡Tekelili!. Es un grito expresamente incógnito en su significado; no lo es en cuanto a su invención. Aparece en La narración de Arthur Gordon Pym (publicada en 1838), como expresión de horror de los salvajes antárticos, y se repite como un eco en la legataria En las montañas de la locura (1936), donde Lovecraft parece abusar tanto del préstamo como Poe -según leo en Bértolo Cadenas- lo hizo de Reynolds y Morrell. Poe, como Lovecraft, era ajeno a la marinería y, en realidad, poco nos importa el recurso deshonesto de sus calcos naúticos, cuya aportación a los valores literarios resulta insignificante. Lovecraft, por su parte, desarrolla sin disimulo las posibilidades que le brinda el relato pionero de su maestro, pero resulta incuestionable el logro de una deriva propia e inédita. Poe abre una brecha temática -también aprovechada por Jules Verne en La esfinge de los hielos- que Lovecraft magnifica. Ambas novelas reflejan, por encima de cualquier consideración, la originalidad patológica de dos geniales constructores de pesadillas.
Casi a modo de diario, En las montañas de la locura es la crónica de una ambiciosa expedición antártica organizada por la Universidad de Miskatonic. El narrador, geólogo, es uno de los dos únicos supervivientes de la misma. La travesía, partiendo de Boston, del bergantín Arkham y de la corbeta Miskatonic, resumida en unas escasas páginas, prácticamente queda soslayada. En cambio, el más temprano indicio de horror en el continente blanco, materializado en una huella fosilizada, no tarda en aparecer. Se trata de una marca triangular y estriada, sobre pizarra, de incomprensible antigüedad, ya que las primeras estimaciones la datan en el periodo cámbrico. La autoría de la huella queda esclarecida en el posterior hallazgo de una criatura fósil de quimérica taxonomía, donde se confunden los reinos vegetal y animal, y, aun dentro de éste, lo terrestre, lo aéreo y lo marino: "...recuerda ciertos monstruos de mitos primitivos, sobre todo las fabulosas Cosas Arcaicas del Necronomicón".
A partir de este momento, el relato entra en una fase torrencial. Sería impertinente, si no ya obsceno, restar un ápice de emoción al posible lector detallando los eslabones de una cadena abominable; baste decir que Lovecraft da rienda suelta a sus más oscuros delirios: el delirio agorafóbico de unos himalayas cúbicos y de unas ruinas colosales y absurdas, sin equivalencia con ninguna de las arquitecturas conocidas; el delirio claustrofóbico y piranesiano de los laberintos subterráneos; el delirio cosmogónico de una cadena evolutiva sin conexión con la especie humana. A este respecto, debe apuntarse que en ningún otro de sus textos Lovecraft se ha mostrado tan explícito en el desarrollo de su creación genuina -aunque con obvios antecedentes en la obra de Hope Hogdson-, los mitos de Cthulhu, esa magna mitología que inaugura el camino de la ciencia ficción y del terror modernos. Asimismo, posiblemente debido a la necesidad de explicaciones "científicas" inherentes a la naturaleza del relato -donde el mismo narrador es un científico-, los excesos patéticos de la prosa lovecraftiana no resultan tan manifiestos como, por ejemplo, en El caso de Charles Dexter Ward o El horror de Dunwich.
El efecto era de una ciudad ciclópea de arquitectura desconocidas del hombre y de su imaginación, con vastas acumulaciones de negrísima mampostería en las que se daban perversiones monstruosas de las leyes de la geometría. Conos truncados, planos o estriados, coronados por altas columnas cilíndricas con hinchazones bulbosas aquí y allá y coronados a su vez por hileras de delgados discos ondeados; extrañas construcciones combadas, parecidas a mesas, que sugerían pilas formadas por multitud de planchas rectangulares, o placas circulares o estrellas de cinco puntas que se invadían entre sí... Conos y pirámides mezclados, solos o coronando cilindros o cubos o conos truncados más aplastados o pirámides, y de vez en cuando torres como agujas en curiosos grupos de cinco... Todas estas febriles estructuras parecían estar entretejidas por puentes tubulares que cruzaban de una a otra a distintas alturas vertiginosas, y la escala que todo aquello suponía era aterradora y opresiva por su solo gigantismo. Todo el espejismo no se diferenciaba mucho de las formas más descabelladas que el ballenero Scoresby observó y dibujó en 1820, pero en aquel momento y lugar, con aquellas montañas oscuras y desconocidas elevándose a alturas estupendas, con el anómalo descubrimiento de un mundo primitivo en nuestras mentes, y el pensamiento de un desastre probable dominando la mayor parte de la expedición, creímos ver en él una malignidad latente, un presagio infinitamente malvado.
He hablado de "excesos patéticos". Quizá haya sido una afirmación veleidosa. Quizá incontestablemente puede argüirse que el patetismo en las obras de Lovecraft está en proporción directa con el efecto hipnótico provocado. Incluso Borges, ese enemigo del énfasis, ese sabio de literaturas y adalid de la economía literaria, dedicó un cuento -impecable en la forma, claro, pero de argumento hueco, insustancial- a la memoria del soñador de Providence: There are more things. Es gustoso capricho imaginar un Necronomicón que reuniera la fantasía de Lovecraft con la sapiencia de Borges. Leerlo, sin duda, equivaldría a enloquecer.
Casi a modo de diario, En las montañas de la locura es la crónica de una ambiciosa expedición antártica organizada por la Universidad de Miskatonic. El narrador, geólogo, es uno de los dos únicos supervivientes de la misma. La travesía, partiendo de Boston, del bergantín Arkham y de la corbeta Miskatonic, resumida en unas escasas páginas, prácticamente queda soslayada. En cambio, el más temprano indicio de horror en el continente blanco, materializado en una huella fosilizada, no tarda en aparecer. Se trata de una marca triangular y estriada, sobre pizarra, de incomprensible antigüedad, ya que las primeras estimaciones la datan en el periodo cámbrico. La autoría de la huella queda esclarecida en el posterior hallazgo de una criatura fósil de quimérica taxonomía, donde se confunden los reinos vegetal y animal, y, aun dentro de éste, lo terrestre, lo aéreo y lo marino: "...recuerda ciertos monstruos de mitos primitivos, sobre todo las fabulosas Cosas Arcaicas del Necronomicón".
A partir de este momento, el relato entra en una fase torrencial. Sería impertinente, si no ya obsceno, restar un ápice de emoción al posible lector detallando los eslabones de una cadena abominable; baste decir que Lovecraft da rienda suelta a sus más oscuros delirios: el delirio agorafóbico de unos himalayas cúbicos y de unas ruinas colosales y absurdas, sin equivalencia con ninguna de las arquitecturas conocidas; el delirio claustrofóbico y piranesiano de los laberintos subterráneos; el delirio cosmogónico de una cadena evolutiva sin conexión con la especie humana. A este respecto, debe apuntarse que en ningún otro de sus textos Lovecraft se ha mostrado tan explícito en el desarrollo de su creación genuina -aunque con obvios antecedentes en la obra de Hope Hogdson-, los mitos de Cthulhu, esa magna mitología que inaugura el camino de la ciencia ficción y del terror modernos. Asimismo, posiblemente debido a la necesidad de explicaciones "científicas" inherentes a la naturaleza del relato -donde el mismo narrador es un científico-, los excesos patéticos de la prosa lovecraftiana no resultan tan manifiestos como, por ejemplo, en El caso de Charles Dexter Ward o El horror de Dunwich.
El efecto era de una ciudad ciclópea de arquitectura desconocidas del hombre y de su imaginación, con vastas acumulaciones de negrísima mampostería en las que se daban perversiones monstruosas de las leyes de la geometría. Conos truncados, planos o estriados, coronados por altas columnas cilíndricas con hinchazones bulbosas aquí y allá y coronados a su vez por hileras de delgados discos ondeados; extrañas construcciones combadas, parecidas a mesas, que sugerían pilas formadas por multitud de planchas rectangulares, o placas circulares o estrellas de cinco puntas que se invadían entre sí... Conos y pirámides mezclados, solos o coronando cilindros o cubos o conos truncados más aplastados o pirámides, y de vez en cuando torres como agujas en curiosos grupos de cinco... Todas estas febriles estructuras parecían estar entretejidas por puentes tubulares que cruzaban de una a otra a distintas alturas vertiginosas, y la escala que todo aquello suponía era aterradora y opresiva por su solo gigantismo. Todo el espejismo no se diferenciaba mucho de las formas más descabelladas que el ballenero Scoresby observó y dibujó en 1820, pero en aquel momento y lugar, con aquellas montañas oscuras y desconocidas elevándose a alturas estupendas, con el anómalo descubrimiento de un mundo primitivo en nuestras mentes, y el pensamiento de un desastre probable dominando la mayor parte de la expedición, creímos ver en él una malignidad latente, un presagio infinitamente malvado.
He hablado de "excesos patéticos". Quizá haya sido una afirmación veleidosa. Quizá incontestablemente puede argüirse que el patetismo en las obras de Lovecraft está en proporción directa con el efecto hipnótico provocado. Incluso Borges, ese enemigo del énfasis, ese sabio de literaturas y adalid de la economía literaria, dedicó un cuento -impecable en la forma, claro, pero de argumento hueco, insustancial- a la memoria del soñador de Providence: There are more things. Es gustoso capricho imaginar un Necronomicón que reuniera la fantasía de Lovecraft con la sapiencia de Borges. Leerlo, sin duda, equivaldría a enloquecer.
Gabriel Cusac
2 comentarios:
El miedo se provoca por la incomprensión de la realidad que sucede,tienes razón,aunar el exceso de imaginación con economia de lenguaje,podría ser una bomba.
Gracias por asomarte a esta caverna, mojadopapel.
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