Se ha montado el belén con la
herencia del tío Demetrio. Como espichó a las bravas, embuchándose medio
botiquín, tuvo que presentarse la pasma en su queli, y los maderos encontraron
esta nota manuscrita en la mesa de la cocina: “Dejo toda mi herencia a quien
sea capaz de ponérsela tiesa a mi cadáver, y que salga el sol por Antequera”,
exabrupto póstumo que ha extendido el cachondeo por la ciudad estrecha como una lluvia lustral, como un amago de
primavera, como una brisa fresca abriéndose paso entre la consuetudinaria bruma
de insidias y maledicencias que conforma nuestro microclima local. De puro mala
folla, era hasta gracioso, el cabrón. Lo jodido es que los de la familia, según
sentencia nacida del gracejo popular, ya no somos conocidos solo por los cabezudos -alias consanguíneo de
obvia etiología-; ahora también se nos atribuye un gentilicio bastardo: los antequeranos. En estos rincones de
provincia los paisanos somos ocurrentes hasta la perversión, la puta que nos
parió.
Con semejante testamento, sin viuda
ni hijos, se ha puesto el asunto en manos de un abogado, para que sea él quien
resuelva la papeleta. Yo que nunca estuve muy al tanto de rollos legales, con
esta movida me he enterado de que existen palabros como herencia yacente, estirpes
de premuertos, herederos forzosos, voluntarios, legatarios, legítimos,
legitimarios, pretericiones y la polla en verso, lo que me reafirma en la
opinión de que el Derecho es un invento para que los pobres desgraciados no nos
cosquemos de nada. O, dicho de otra manera, para metérnosla doblada. Pero esto
ya son cosas mías.
Salga el rollo de la herencia como
salga (como si es por Antequera), el hecho es que distintos comandos de mi
familia ya han acometido la rapiña de las pertenencias, o bien los zarrios, que
el difunto amontonaba en casa, esta especie de rebajas fabulosas. ¡Triste
humanidad, la hostia! Yo no estaba al loro de la celeridad con la que suelen
emprenderse estos trámites, y llegué tarde, cuando ya prácticamente todo el
ajuar del difunto Deme había sido desvalijado. Iba a tiro fijo, directo a por
una colección de monedas antiguas que mi tío guardaba en un bote de Cola-Cao de la despensa, pero algún
buitre carroñero se me ha adelantado. En coyunturas así, parece que quien no
corre, vuela.
Algo he apañado en el rebusco, sin
embargo. Se trata de un crucifijo de latón bastante aparatoso, como de
procesión, que mide más o menos un metro de altura. Tiene fuste y travesaño redondos
y retorcidos a lo salomónico, los extremos rematados por una especie de
apliques conoidales, y dos palmos de Cristo. Nunca lo había visto antes, y eso
que me conocía la casa al dedillo. Estaba encima de un armario carcomido, en el
desván donde me echaba las pajas de mozo. Lo primero que me vino a la cabeza
fue lo absurdo del hallazgo. Mi tío había estudiado en un colegio de jesuitas,
experiencia que, como todo el mundo sabe, desemboca en caminos radicales. Y como
Deme no tiró para el seminario ni quedó enganchado al Opus o a cualquier tipo de prácticas BDSM, a cambio se hizo
cenetero, iconoclasta, blasfemo, porreta y fumador compulsivo. Todo lo
relacionado con las sotanas le daba repelús, y al cruzarse en la calle con algún
cura siempre fruncía el ceño y comenzaba
a murmurar un rosario de maldiciones. Bueno, una retahíla. Salía el Papa en la
tele, y le entraba un ataque de tos. En fin, tenía cosas de endemoniado. O, por
decirlo más suavemente, su anticlericalismo era patológico. Aquello no
cuadraba.
Con el cacho cruz en la mano como un
puto monaguillo, me quedé pensando en lo irresoluble del enigma. Pensé en algún
tipo de sacrilegio como los contados por Huysmans, y examiné la cartela por si
en vez de INRI ponía, por ejemplo, TURURÚ. Pensé que la solución debería
ser menos enrevesada, pero no se me ocurría ningún motivo para que un sacrófobo
de semejante categoría hubiera guardado la reliquia. Al final, pragmáticamente,
pensé que podría sacar algunos euros colgando el cachivache en Segundamano, y decidí llevármelo.
Saliendo del desván, golpeé sin querer el crucifijo contra la puerta, y uno de
los apliques se fue rodando escaleras abajo. Entonces me llegó un olor
familiar. Sí, era el perfume inconfundible del costo libanés, ese hachís rojizo,
suave y balsámico, esa delicatessen
porrera a la que mi tío me invitaba muy de vez en cuando, siempre callándose
como un putas de dónde sacaba tan exótica gollería. El crucifijo estaba
relleno.
Un porro como un cornetín reposa
sobre la tumba sin cruz del tío Demetrio. Una cruz sin tumba está a la venta en
Segundamano. Un servidor se pasa las
tardes envuelto en la dulce narcosis del costo libanés. Paz en la tierra a los
hombres de buena voluntad. Y los demás, que se jodan.
Gabriel Cusac
Eso se llama despacharse a gusto, con muy buena letra, y salga el sol por...(no,no diré eso). Muy buena, Cusac, me ha encantado.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho el relato y el tío Demetrio malafolla o no me cae cada vez mejor. un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Thorongil y Leonor; al final tendré que pensar en escribir la biografía del cabrón de Deme. Un abrazo.
ResponderEliminar¡Qué buen anuncio para vender el Cristo del Líbano! Espero que saques de él lo que vale.
ResponderEliminar20 euros
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