25 de enero de 2015

Allá lejos, Joris-Karl Huysmans



Aquelarre, Santiago Caruso (foto tomada de santiagocaruso.com)


Hay escrituras alucinadas. Si un lector emprende, por ejemplo, los lisérgicos derroteros de la Historia del Arte de Élie Faure, al poco descubrirá que la relación entre el epígrafe y el contenido de la obra se antoja remota gracias a la fabulosa, magnética carga de subjetividad que el autor vuelca en el texto. Algo parecido puede decirse de Là-bas (1891), traducida unas veces como Allá lejos y otras como Allá abajo, donde la digresión se muestra tan fecunda que la frontera entre novela y ensayo queda difuminada, hasta el punto de que es difícil discernir un esquema argumental. Bastante sintomático resulta que el compulsivo artillero Huysmans, a través de los diálogos de sus personajes, comience Allá lejos renegando de la escuela literaria naturalista –de la que el autor formó parte- y dedique las últimas líneas a disparar un exabrupto contra la “hedionda” sociedad burguesa de su tiempo, a modo de colofón fatal.
Para entender Là-bas es necesario acercarse a las circunstancias vitales del artífice. A pesar de su gigantesco ego, Huysmans ya es un hombre destruido, mentalmente enfermo, cuyos terrores religiosos le acabarán precipitando a una especie de locura mística. Algunos fragmentos desquiciados señalan, con indicios diáfanos, que el autor está inmerso en un proceso de demencia. En el capítulo XIV, conversando sobre íncubos, Des Hermies  -principal amigo de Durtal, el protagonista- libera esta perla seudocientífica:

-…En otros tiempos, las mujeres tocadas por los íncubos tenían las carnes frígidas, incluso en el mes de agosto. Los libros de los especialistas lo atestiguan. Pero ahora la mayor parte de las criaturas que sufren o invocan las amorosas larvas tienen, por el contrario, la piel ardiente y seca. Esta transformación no es aún general, pero tiende a serlo. Recuerdo muy bien que el doctor Johannes, de quien Gévingey ha hablado, se veía obligado, repetidamente, en el momento que intentaba libertar a la enferma, a devolver al cuerpo su temperatura normal con lociones de hidriodato de potasa diluido en agua.

Pocas páginas después aparece una nueva lección metafísica a cargo del profesor Des Hermies, en esta ocasión acerca de espíritus inmateriales que transportan venenos materiales:

-…Se puede optar entre dos medios para herir al enemigo al que se apunta. El primero y que menos se usa es el siguiente: el nigromante se vale de una vidente, de una mujer a la que, en este ambiente, se la denomina “un espíritu volante”. Esta es una sonámbula que, una vez puesta en estado hipnótico, puede permitirse acudir en espíritu a donde se desee que ella vaya. Así es posible hacer que lleve a centenares de leguas y a la persona que se le indique los tóxicos mágicos. Aquellos que son atacados por esta vía no han visto a nadie y acaban locos o mueren, sin poder imaginar siquiera que han sido víctimas de maleficio. Por otra parte, estas videntes, además de escasear, son peligrosas, porque otras personas también pueden reducirlas a un estado de catalepsia y arrancarles confesiones. Esto les aclarará porque las gentes tales como Docre [clérigo satanista en la novela] suelen recurrir al segundo método, el cual consiste en evocar, lo mismo que en el espiritismo, al espíritu de un muerto y mandarle agredir, con el maleficio preparado, a la víctima.

No son estos los únicos fragmentos delatores del germen vesánico. Como en el caso de Papini, un gran escéptico acabará su trayecto vital entregado al convento y a la teología. Salvo  que en Huysmans  -quien fuera profeta del decadentismo desde la publicación de A contrapelo (1884)-, su conversión radical se debe a la manía religiosa: un miedo profundo al mismo Satanás que pretende investigar en  Allá lejos. El convencimiento de la realidad de Lucifer le lleva al convencimiento de la realidad de Dios. Papini, heterodoxo integral hasta el final de sus días, inafiliable en bando alguno, albergó la brillante herejía del perdón divino sobre el Malo; Huysmans, medroso, amenazado por los demonios, emprendió un desesperado camino de expiación.
El tema de Là-bas, en efecto,  es la pervivencia del culto al Diablo. En el turbio París fin de siècle, el escritor Durtal -álter ego de Huysmans- se interesa por la figura de Gilles de Rais al tiempo que, a través de la procelosa relación con madame Chantelouve -trasunto a su vez de Berthe Courrière, sacrófoba inconmensurable de quien el autor fue amante-, es introducido en los cenáculos satanistas parisinos.  El hierofante diabólico, el Papa Negro  encarnado en el siniestro canónigo Docre, se inspira también en un personaje real,  Louis Van Haecke, rector de la Capilla de la Santísima Sangre, aunque parece ser que en este caso Huysmans se dejó llevar por los rumores. Ya vemos que Allá lejos tiene mucho de biografía no declarada, de confesión encubierta. Abundante de disquisiciones sobre lo divino y lo humano -que nos retratan, como ya ocurrió en A contrapelo, la colosal pedantería del autor-, excesiva en el uso de la intrahistoria de Gilles de Rais, la novela alcanza su culmen con el dibujo de una misa negra, cuya visión asqueará a Durtal y supondrá la ruptura definitiva con la señora Chantelouve.
A pesar del inevitable abordaje del texto mediante una especie de lectura clínica, o más bien por eso mismo,  Allá lejos ofrece al morboso club de los buscadores de rarezas un ejemplo estremecedor. Quienes salivamos inconscientemente ante el término malditismo, quienes hurgamos en la trastienda literaria y nos postramos frente a los ruinosos altares de ídolos trasnochados como Ducasse, Rimbaud o Apollinaire -cabe apuntar, empero, que Huysmans no alcanza los talones de semejantes genios-, sabemos imprescindible el volumen de Allá lejos en nuestra biblioteca. No por el estilo minucioso y detallista de Huysmans, no por lo corrosivo de sus invectivas, no por la presunta excelencia que atribuyen a esta obra algunos panegiristas sabidillos o directamente trastornados. Sino porque Allá lejos, con sus renglones enfermos, antológica de sacrilegios, obscena, atormentada, nos precipita a la sima del delirio. Observamos, fascinados, como un hombre camina hacia la locura. Se llama Huysmans.
Un penoso suspiro: Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière escribieron un guión sobre Là-bas que no llegó a fructificar en su realización cinematográfica. Y una desconcertante cita, como remate en estos apuntes, para deleite de ovejas negras y meditación de ovejas blancas: 

La alcoba disponía de una cama grande, una cómoda panzuda y sillones. Sobre la chimenea, un antiguo reloj de péndulo y unos candelabros de cobre. En las paredes, una magnífica reproducción fotográfica de un Boticelli existente en el Museo de Berlín; una Virgen Dolorosa y robusta, familiar y contrita, rodeada de ángeles simbolizados por jóvenes lánguidos que sostenían velas de cera enroscadas como cables; mancebos coquetones de largos cabellos, salpicados de flores; peligrosos pajes, muriendo de deseos ante el niño Jesús, que repartía bendiciones al pie, al lado de la Virgen.

Gabriel Cusac

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