Es innegable. La nueva superficie
comercial, el gran supermercado -o quizá, incluso, hipermercado- de las
afueras, ha traído a la ciudad estrecha
un viento revolucionario digno de ser estudiado por los sociólogos locales, si
los hubiera. La lozana marca, el nombre del súper,
ya es una de las primeras palabras de nuestro ranking léxico, en pugna con
otros vocablos de consolidada tradición bejarana como calderillo, castañar o Inem (que no Ecyl, especie de barbarismo cuya inserción lingüística resulta poco
menos que nula). Sí, queridos paisanos: ¿no citamos tres o cuatro veces al día
ese nombre que en estos papeles discretos no se citará?... ¡Ah, ese nombre
luminoso, fragante, ubicuo, que se esconde detrás de todas nuestras acciones
diarias! Desde el acto más intranscendente, como sonarse los mocos, al más
gozoso, como el coito; desde el comer al cagar. Porque, amigos bejaranos,
¿dónde compramos los pañuelos, los condones, la comida, el papel higiénico?
¿Qué sería de nosotros sin el auxilio del gran supermercado?
Todos lo hemos experimentado. Cada
sábado de este tórrido verano, después de colonizar las riberas fluviales en 80
kilómetros a la redonda; alzando, en dura lid contra los fieros madrileños, el
estandarte bejarano en tierras salmantinas, abulenses y cacereñas; temidos como
los tercios de Flandes; implacables como una plaga bíblica; sin falsos escrúpulos,
como los drugos de La naranja mecánica; ocupando la
necesaria mesa (y también la de al lado) en los merenderos al caso, extendiendo
además las mantas para la siesta, las hamacas para leer el periódico, las
toallas en la orilla; desalojando de bañistas hostiles las aguas del Tormes, del
Ambroz, del Jerte, del pantano de Gabriel y Galán, etc, para desarrollar
vistosas naumaquias sobre nuestras barcas y colchonetas hinchables; después, en
definitiva, de nuestro merecido esparcimiento sabatino, ¿qué mejor remate a la
jornada que el de la gran compra, sobre las ocho, ya a las puertas de la muy noble,
muy leal, liberal y heroica ciudad?
Y el clímax. Salir del supermercado,
al cabo de más de una hora de trekking
consumista, con el carro de la compra tan colmado como el alma, altiva la
expresión, henchido nuestro pecho, tiesos como virotes, triunfantes como quijotes
tras conseguir el yelmo de Mambrino, como tartarines después de una fructífera
cacería, incluso como césares con el veni,
vidi, vici. Nuestra mirada arrogante, nuestro desfile chulesco. Nuestro
clamor sin palabras: ¡Estamos integrados en la modernidad! ¡He aquí la prueba
de nuestro poder adquisitivo! ¡Somos la hostia en verso!
Sin embargo, queridos paisanos, el
inimaginable suceso ocurrido el pasado 1 de agosto (Santas Fe, Esperanza y
Caridad) nos debe hacer reflexionar. Que un monumento tan emblemático como la Peña de la Cruz haya dejado de presidir
los montes del mediodía para aparecer, con su peñasco y todo, súbita,
taumatúrgicamente, en medio del parking
de la gran superficie comercial constituye, sin duda, una exasperada y nítida
señal de la Divina Providencia. Retornemos todos juntos hacia la humildad. Así
sea.
Gabriel Cusac
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