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¡El Wences! ¡Ni más ni menos que el Wences! Su madre sí. Su madre, que en paz descanse, fue una creyente profunda, de las de kempis en mano, ejercicios espirituales y misa diaria. En su casa, especie de arsenal beato, atesoraba esta señora quinientos y pico detentes, otros tantos medallones de vírgenes y santos, y trece capillitas portátiles de mártires, con sufrimientos para todos los gustos: san Andrés en la cruz, san Sebastián acribilladito de flechas, san Esteban lapidado, san Lorenzo muy hecho, etc. A la muerte de su madre, Wences malvendió este virtuoso legado a un sacerdote, receptador, caco eclesiástico y gran coleccionista de arte sacro, muy querido en la ciudad estrecha. Wences, en definitiva, hizo con las reliquias maternas lo mismo que siempre ha hecho con lo ganado en sus chaperones de fontanería, un Caná profano. Es decir, transformarlo todo en vino. Sí, queridos lectores, Wences era de los sedientos implacables, y, chato a chato, no dudaba en aplicarse el mandato bíblico al caso. Sin embargo, su fe era demasiado selectiva. Hablando en plata: Wences, a sus sesenta años, seguía siendo no solo un solterón borrachuzo, sino además un bocachancla, un cantamañanas, un putero, un mal profesional, etc. Pero los designios del Señor son inescrutables. Y tanto, como se verá. Esta es la fugaz epopeya piadosa, la rauda hagiografía, de Wenceslao Matheson Ladillas, fontanero, crápula y converso súbito.
Amaneció el día de la Asunción con
Wences en su balconcito de la calle Santa
María de las Huertas. Un balconcito bajo, a pie de calle, desde el cual, en
momentos de ardor dipsomaníaco, Wences lanzaba sonoros discursos sobre la
monarquía, el modelo de estado, la vocación de servicio público de nuestros
gobernantes y otros aspectos del panorama político y social, como el precio de
las patatas o la diferencia entre leggins
y leotardos. El mismo balconcito, normalmente entreabierto, por el que
Wences trepaba para entrar en su casa cuando por algún descuido, también
dipsomaníaco, había olvidado las llaves en algunos de los lugares de
esparcimiento (dipsomaníaco) que frecuentaba. Pero en esta ocasión la estampa
era muy distinta.
Porque Wences, sentado en un humilde
tajo, con las puertas del balcón abiertas de par en par y, si bien no tan
bello, con la misma expresión lánguida de la madonas renacentistas, recitaba el
rosario imparablemente. El rosario antiguo, sin los misterios luminosos, el
mismo que había escuchado tantas veces a su madre, pero en este caso con
diurnidad y asincronía, entiéndase que gozosos, dolorosos y gloriosos de
corrido y vuelta a empezar. Podría decirse que el inopinado fervor de Wences
respetaba una máxima: no dejes para mañana lo que puedas rezar hoy. De tal modo
que aquel 15 de agosto temblaban los
misterios, uno tras otro, en Santa
María de las Huertas. ¡El Wences, que nunca fue un meapilas, si acaso un meacubas!
Descontado un pequeño receso de
bocadillo de mortadela y vaso de vino a media tarde, Wenceslao Matheson
Ladillas estuvo todo el día dale que dale con el rezo, congregando bajo su
balcón a un nutrido auditorio de vecinos y curiosos, muchos de ellos haciéndose
selfies, a quienes se sumaron
periodistas, policías y miembros de Protección Civil. Pero el clímax de
devoción llegó cuando, ya oscureciendo, hizo su aparición una brigada de beatas
que, advirtiendo milagro, acompañaron piadosamente a Wences, formando rosario
coral.
El problema surgió al filo de la
medianoche, cuando algunos vecinos, más partidarios del sueño que de la
redención, comenzaron a manifestar a viva voz sus discrepancias con la
improvisada vigilia. Se sugirió el traslado de la orante comitiva a una
iglesia, alguien apeló a la nueva Ley de Seguridad Ciudadana (ya que la
manifestación no estaba autorizada), e incluso llegó a escucharse un estruendoso y
anónimo pedo que, sin duda, debía interpretarse como un cierto aire de
reproche. Poco a poco el ambiente se fue encrespando, y ya el rosario amenazaba
en serlo de la aurora, cuando todo cesó súbitamente.
Y es que Wences había comenzado con
la tabla del uno. “Uno por uno es uno, uno por dos, dos…”. Salieron corriendo
las beatas como almas que lleva el Diablo, la calle se llenó de risas
aretinescas, apareció una ambulancia del 112. Luego hemos sabido que los
médicos diagnosticaron brote psicótico. Lo mejor de todo es que Wences ha
dejado el vino. Y eso, conociéndole, sí que es un milagro.
Gabriel Cusac
2 comentarios:
A Wences le pudo la soledad y el vino y quién sabe si un aletargamiento mental con brotes de recuerdos desordenados. El caso es que no se hablaría de otra cosa en los corrillos de las comadres del día siguiente, sacando al aire social los pecados de los ancestros del Wences hasta Adán.
Un saludo
Seguro, al día siguiente las comadres espulgarían al pobre Wences, y a mí me viene, como a tí te ha venido, una imagen de mujeres de luto, bandadas siniestras, en pinceles de Regoyos, Goya o Solana: la España negra.
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