Si este tratado le pareciere de entretenimiento, léale y pásele muy despacio y a raíz del paladar. Si le pareciere sucio, límpiese con él, y béseme muy apretadamente.
Gracias y desgracias del ojo del culo, Francisco de Quevedo
Sean la traidora y serpentaria folla
(más femenina) o el bronco cuesco (más masculino); sean vocales, mudos y
escandalosos según la clasificación de Hurtaut; sean simples o compuestos,
apestosos o inodoros, inicuos o inocuos, los pedos nos acompañan desde siempre como
requisito connatural a nuestra índole primate. Pero, a la vez, en calidad de
especie superior capaz de alcanzar las más altas cotas de razón (también de
locura), el homo sapiens ha sublimado (y también denigrado) este fenómeno gaseoso, extendiendo sus
efluvios a las ciencias y a las artes, incluso a los mitos y a las religiones. Hoy
hablaremos de literatura flatulenta. Las notas que siguen, mero entretenimiento
diletante, carecen de rigor científico y ánimo exhaustivo; solo pretendo
ofrecer una crónica curiosa, un Corpus
Pedorrum, ordenando de paso apuntes que he ido recogiendo de aquí y de allá
a lo largo del tiempo. Por lo que muchos aires impresos tomarán otros rumbos
sin atufar estas líneas. Es natural. Tan natural como los propios pedos.
*Los tratados
Súmmum de la provocación y la risa, los
libros de Gargantúa y Pantagruel (terrible cañonero este último, cuyos pedos
son paridores de enanos y mujeres deformes) conforman una inigualable colecta
escatológica, fértil de referencias flatosas y
filosofías ventrales. Abrirlos, con harta frecuencia, es convocar al
ojete. El inmenso Rabelais nos cita en el segundo libro varios tratados raros,
entre los que se encuentran De modo
cacandi, de Tartaretus; Ars honeste petandi
in societate, por M. Ortuinum; y Las
pedorreras de los bulistas, copistas, amanuenses, abreviadores, datarios y
refrendatarios, compiladas por Regis. Todos forman parte de su profano y
desbocado universo; son imaginarios. Reales, en cambio, son: Gracias y desgracias del ojo del culo
(en Juguetes de la niñez y travesuras del
ingenio, 1631), de nuestro monstruo Quevedo; El arte de tirarse pedos (1751), de Pierre-Thomas-Nicholas Hurtaut; Tratado
del pedo (XVII), versos profanos del dominico valenciano Francesc Mulet; En
defensa del pedo, oración chusca de Manuel Martí y Zaragoza (pronunciada en el
XVII y publicada en 1737); El beneficio de las ventosidades (1722), del ácido
Jonathan Swift; y Pee orgullosamente (escrito en 1781), ironía seudocientífica
a cargo de Benjamin Franklin.
*Los aparatos
Leyendo a Casanova, y por nota de Mauro Armiño, tengo noticia
de dos aparatos singulares. El prallo, al que obtusas mitologías atribuyen origen
faraónico, es una especie de silbato que, enchufado a la válvula de escape,
perfuma el olor de los gases a la vez que, amenamente, regala notas musicales.
Tratadistas de barrio lo presumen antigua moda moda borbónica. El prallo y toda
la historia que lo rodea es probable fabulación napolitana. Otra invención del
mismo cariz es la piritera, tubo con
cazoleta ergonómica que conecta el ano contumaz con la ventana de la habitación
para evitar la asfixia de los durmientes. Por su parte, Juan Manuel de Prada,
en ese circo tremendista y grandioso titulado Las máscaras del héroe, cuenta del pedímetro: “…artilugio de confección casera que albergaba una vela encendida,
cuya llama casi rozaba un hilo de bramante; enfilando la llama de la vela y el
extremo del hilo, habían abierto en el artilugio un orificio del tamaño de una
moneda, al que los residentes acercaban los culos: ganaba quien consiguiera,
con la sustancia inflamable de sus ventosidades, un reavivamiento de la llama
que lograse prender el hilo”. El invento se ubicaba en la madrileña Residencia
de Estudiantes, imán de genios.
*Las citas
Archivar cada pedo leído delataría una exaltación de la
estupidez, o una filia digna de tratamiento psiquiátrico. La ristra fétida que
expongo a continuación es una pequeña antología, modesta y personalísima,
pedorra pero no pedante, de aquellas muestras literarias que me hicieron reír.
Asimismo soy consciente de que estas citas pierden mucha gracia desgajadas de
sus contextos; sean tomados los siguientes párrafos como guía orientativa y
encamínese el lector interesado a las fuentes originales: todos los títulos
presentes en este apartado son obras recomendables.
1. El cuento del molinero (de Los
cuentos de Canterbury), Geoffrey Chaucer
-¿Quién está ahí llamando? Seguro
que es un ladrón.
-¡Oh, no! -dijo Absalón-. El cielo
sabe, mi chatita, que es tu Absalón que te quiere tanto. Te he traído un anillo
de oro que me dio mi madre, que en gloria esté. Es muy bonito y está muy bien
grabado. Te lo daré si me das otro beso.
Nicolás, que se había levantado a
orinar, pensó completar la broma haciendo que Absalón le besase el culo antes
de marcharse. Abrió rápidamente la ventana y, silenciosamente, asomó las
nalgas. A esto, Absalón dijo:
-Habla, chatita mía, que no sé dónde
estás.
Entonces, Nicolás soltó un sonoro
pedo, que sonó como un trueno.
Absalón quedó medio ciego por la
explosión; pero, como tenía preparado el hierro candente, lo aplicó al trasero
de Nicolás. El ardiente rastrillo le chamuscó la parte posterior, haciéndole
saltar la piel en un círculo del ancho de una mano. Nicolás creyó morir de
dolor, y en su angustia empezó a dar gritos frenéticamente diciendo:
-¡Socorro! ¡Agua! ¡Por el amor de Dios,
socorro!
2. Don Quijote de la Mancha,
Miguel de Cervantes
Viene aquí un retazo de la aventura de los batanes, acaso el más descacharrante
episodio quijotesco. Ya que andamos entre ventosidades, cuento de pasada la
curiosidad de que Cervantes calificó el Quijote de Avellaneda como “pedo de
perro”.
En esto parece ser, o que el frío de la mañana que ya
venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese una
cosa natural (que es lo que más se debe creer) a él le vino en voluntad y deseo
de hacer lo que otro no podía hacer por él; mas era tanto el miedo que había
entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo; pues
pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible, y así lo que hizo
por bien de paz fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero,
con lo cual bonitamente y sin rumor alguno se soltó la lazada corrediza con que
los calzones se sostenían sin ayuda de otra alguna, y en quitándosela dieron
luego abajo, y se le quedaron como grillos. Tras esto alzó la camisa lo mejor
que pudo, y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho
esto (que él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terrible
aprieto y angustia) le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció, que no
podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a
encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero con
todas estas diligencias fue tan desdichado, que al cabo vino a hacer un poco de
ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo Don
Quijote, y dijo:
-¿Qué rumor es ése, Sancho?
-No sé, señor, respondió él. Alguna cosa nueva debe ser,
que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien,
que sin más ruido y alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que
tanta pesadumbre le había dado; mas como Don Quijote tenía el sentido del
olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con
él, que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo
excusar de que algunos no se llegasen a sus narices, y apenas hubieron llegado,
cuando él fue al socorro apretándolas entre los dos dedos, y con tono algo
gangoso, dijo:
-Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.
-Sí tengo, respondió Sancho: ¿mas en que lo echa de
ver vuestra merced ahora más que nunca?
-En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar,
respondió Don Quijote.
3. Gracias y desgracias del ojo del culo,
Francisco de Quevedo
Y es probable que llegue a tanto el valor de un pedo,
que es prueba de amor; pues hasta que dos se han pedido en la cama, no tengo
por aposentado el amancebamiento. También declara amistad, pues los señores no
cagan y se peen sino delante de los de la casa y amigos.
4. Simplicius
Simplicissimus, Hans Jakob Christoph von Grimmelshausen
Mientras me encontraba así, con el plato en la
mano, delante de la mesa, atormentándome con toda clase de disparates y
pensamientos extraños, mis tripas no me dejaban en paz y rugían sin
interrupción, dando a entender que ciertos moradores de ellas anhelaban el aire
libre. Pensé, para desembarazarme de aquel monstruoso desecho, abrir el paso y
servirme de la ciencia que me había enseñado mi camarada la noche anterior.
Siguiendo sus instrucciones, alcé la pierna izquierda, muslo incluido, por todo
lo alto, apreté con todas las fuerzas que pude e iba a pronunciar en secreto mi
fórmula “Je pete”, cuando el monstruoso
socio que se esfumó por el trasero, contra lo que yo esperaba, produjo tal
detonación que, asustado, no supe qué hacer. Me atemoricé tanto que me parecía
estar en la escalera de la horca y que el verdugo me ataba la soga al cuello.
En mi espantoso miedo estaba tan confuso que ya no era dueño de mis propios
miembros, incluso mi boca ante este repentino ruido se puso rebelde, no
queriendo dar ni permitir al trasero tener él solo la palabra, sino que era
ella, creada para hablar y gritar, la que debía pronunciar en secreto sus
discursos. Y así, para consuelo de mi trasero, dejó escapar por todo lo alto
las palabras que pensaba pronunciar en voz baja, y lo hizo con tanta fuerza que
parecía iba a desgañitarme. Y cuanto más retumbaba el viento por abajo con
tanta más furia salía por arriba el “Je pete”, como si se hubiese entablado una
competición entre la salida y entrada de mi estómago para ver cuál de los dos
tenía la salida más atronadora. De este modo conseguí alivio para las tripas,
pero al mismo tiempo un amo indignado en mi gobernador. Los invitados, con este
estruendo inesperado, recobraron la lucidez, pero a mí, como no podía conjurar
el viento por el esfuerzo y trabajo realizados, me ataron a un barreño y me
vapulearon de tal modo que no lo olvidaré el resto de mi vida. Estos fueron los
primeros palos que recibí desde que respiré por primera vez, por haber
corrompido de manera tan repugnante este elemento en el que debemos vivir en
comunidad. Después trajeron perfumes y candelas y los invitados sacaron sus
estuches de almizcle y cajitas de bálsamo, incluso su rapé, pero ni aun los
mejores aromas surtieron efecto.
5. Historia de mi vida, Giacomo Casanova
Decía ayer que, cuando fuera mayor, me
compraría las memorias de Casanova en la edición de Atalanta, donde aparecen
completas, sin censura y con las necesarias anotaciones. La paga extra me ha
hecho adulto, y ya he devorado más de un tercio de esta magnífica autobiografía,
uno de los escasos oasis en el escorial literario del XVIII. Leer al veneciano
es puro goce; el tacto del papel biblia, por lo demás, provoca placenteras
asociaciones.
Me escondí allí y, cuando la vi a mi alcance,
salté sobre ella, y mitad por la dulzura, mitad por la fuerza conseguí
someterla en los últimos escalones. Pero, a la primera sacudida de la unión, un
fuerte y extraordinario sonido que salió del lugar vecino al que yo ocupaba
vino a frenar un instante mi furia, tanto más cuanto que vi a la joven que
sucumbía llevarse la mano a la cara para ocultarme la vergüenza sentida por
aquella indiscreción.
La calmo con un beso y quiero seguir, pero de
pronto se oye un ruido más fuerte que el primero; yo prosigo, y viene el
tercero, luego el cuarto, y con tanta regularidad que aquello se parecía al
bajo de una orquesta que marca el compás de una obra de música. Ese fenómeno
acústico, unido al apuro y a la confusión en que veía a mi víctima, se adueña
pronto de mi alma. La escena me pareció tan cómica que la risa se apoderó de
todas mis facultades y hube de abandonar la plaza.
6. De la tragedia por unos gases, Gabriel
Cusac
En 1995, y
en una estrecha ciudad del sur de
Salamanca, un escritor en ciernes (tal como hoy, veinte años después), ganó el
tercer premio en un concurso de cuentos organizado por una prestigiosa sociedad
cultural del lugar. Lo curioso es que el cuento trataba del pedo liberado por
uno de los socios en las magnas instalaciones de dicha entidad, cuyo lema reza Instrucción, moralidad, recreo. Les
puedo asegurar que, al menos, el autor se divirtió mucho pergeñando tales
cochinadas (no únicas, empero, en el pensil de su escurridiza obra).
Y la tarde, baza tras baza, goteándose
lentamente, transcurrió sin incidencia digna de mención hasta el momento en
que, rondando las siete, un socio y un camarero, merced a un desafortunado
tropiezo, dieron de bruces contra el suelo. El gran aparato sonoro que acompañó
al percance -sin mayores consecuencias que el susto de los implicados y algunos
vasos rotos- provocó en la sala una mudez efímera atrapada entre signos de
sorpresa. Precisamente en ese momento, cuando el ángel del silencio revoloteaba
entre los congregados -aciago momento, infausto ángel-, aquello brotó. Como oso
iracundo de su guarida, como arrebato de Thor, como estallido de volcán. Brotó
el pedo imperialista y rotundo, cuesco rugiente y bélico, flato insospechado y
heresiarca, ventosidad transgresora y apologética, Eolo renacido en parto
violento, regüeldo de culo reventado, cohete del Averno, erupción de vientre
sísmico e inconsecuente, epítome postrero de mil fabadas, cañonazo humano
escatológico y antológico, antítesis paladina de la amanerada bufa; pedo, en
resumidas cuentas, muy arrojado y sonante.
Tras la salva, el ángel prolongó su estancia
durante cuatro o cinco segundos. Rompió este inciso una gaita afónica.
-Son…gases
-osó balbucear don Modesto (R.I.P.), pálido como su propio alias [Buencadáver],
trémulo y con la lúgubre expresión de un degollado.
*Epílogo
rogatorio
Resulta
chocante, sino significativo, que la voz escatología
tanto pueda referirse tanto a una rama de la teología como a todo lo
relacionado con los excrementos. A mí me interesa más la segunda acepción, y gracias
a Escatología y civilización,
extraordinario estudio de John Gregory Bourke, sé de Crépito, dios romano de
los pedos, y del más que probable protagonismo de éstos en olvidados cultos
paganos. O profanos, en el sentido más terrible de la palabra, porque todo
parece indicar que, durante el medievo,
corales pedorras amenizaban los templos de Europa durante las Fiestas de los locos. Pero el tratado
antropológico de Bourke, con todo su mérito, se me hace insuficiente en mi
calidad de estudioso del pedo. Y, para que yo y otros correligionarios podamos
profundizar en nuestros conocimientos, pienso por ejemplo que sería bueno para nosotros
(y rentable para ustedes), queridos editores, trasladar al castellano las obras
del flatólogo Jim Dawson -aunque, a tenor de los títulos, le sospecho
tratadista redundante- referidas al tema: ¿Quién
fue? Historia cultural sobre la flatulencia; Culpa al perro. Historia moderna
de la flatulencia; y, por último, ¿Quién
pisó un pato? Historia natural de la flatulencia.
¿Oído,
cocina?
Gabriel Cusac
No hay comentarios:
Publicar un comentario