La muerte persiguiendo al rebaño humano, James Ensor |
Las campanas de El Salvador anuncian la medianoche. Ya se acerca, por la calle Rodríguez Vidal, la espectral comitiva,
pregonada por los gemidos lacerantes de las banshees.
Los grandes maceteros, con sus olivos y madroños infantes, han sido retirados a
la vecina Plaza de los Aires, y una
capa de arcilla roja cubre el suelo de la Plaza
Mayor, cerrada de elevados graderíos al norte y al sur, donde no queda un
hueco libre. La escenografía, prodigiosa, inquietante hasta la angustia, ha
sido diseñada con esmero por las mismas Parcas. Frente a las gradas, sendas
filas de descomunales braseros se extienden desde la Iglesia del Salvador hasta las escaleras de acceso al segundo nivel
de la plaza, cubiertas por un gigantesco mural, elaborado ex profeso, donde se
reproduce el tenebroso In ictu oculi de
Valdés Leal. Arriba, en la plataforma superior, pero a su vez sobre un enorme
escenario escalonado, la Banda Municipal de Música, el coro de cámara
Terpsícore y la Coral Bejarana aguardan su turno para interpretar, una vez
finalizado el desfile, algunas piezas del
Réquiem de Berlioz.
Hay un ambiente de atmósfera cerrada,
de hipogeo, en la Plaza Mayor. La
noche es fría y el cielo, techado de nubes grávidas y cercanas, parece amenazar
tormenta. Los braseros gigantes, y las antorchas que asaetean de arriba a abajo
el lienzo este del campanario, derraman una luz tibia y fantasmal. La
disposición de las gradas y su altura reafirman el diseño oblongo de la plaza.
Llega por fin la procesión de la
muerte. La encabezan, desde la verde Irlanda, dos banshees aulladoras, negras en sus melenas de grafito, blancas en
sus vestidos de nieve, flotando sobre la arcilla, con las piernas borradas. Su
melena salvaje las tapa el rostro. Irrumpen en escena con un escalofriante
grito de dolor que quizás sea el mismo grito de locura de las bacantes. El
público siente sus oídos perforados. Súbitamente, las banshees cesan su alarido para dar paso a un lamento hondo y grave,
de plañidera, al tiempo que, en un juego de escuadrilla aérea, se bifurcan con
simultaneidad para recorrer en un lento vuelo sendos graderíos. Esparcen entre
el público una estela de hielo pulverizado antes de desaparecer por Pardiñas.
Mientras, en la arena, aparece el más
gracioso de los correos de Tanatos. Pero su gracia es siniestra. Es el Ankou armoricano, el esqueleto de
calavera tiovivo que disfraza con una capa el frío de los huesos, en un gesto
de coquetería inútil. Siega el Ankou en la Bretaña francesa,
la hermana celta de Galicia y Asturias, con su guadaña de cortar almas, su fatal
guadaña de filo vuelto. Tiran en hilera los caballos Ankoun y Anken, que son
el Olvido y el Dolor, del carro mortuorio, que preside, triunfal, el propio Ankou, complacido en su fatal sonrisa de
360 grados.
El carro chirriante del
Ankou precede al silencioso Carru de la
Muerte, con sus ruedas de corcho, llegado del inframundo asturiano. Su
conductor, como el Ankou, es el último difunto de la parroquia, pero Ankoun y Anken aquí son sustituidos por acémilas invisibles y volantes a
antojo. A veces, el Carru de la Muerte
descarga a la Güestia, aunque en esta
ocasión viene vacío. No obstante, sigue al Carru
la hueste por excelencia, la Santa
Compaña galaica, la procesión de ánimas encapuchadas. Traen un viento
sibilante, un puntillismo de velas, un murmullo de rosario. Llega la Santa Compaña dispuesta en dos largas
hileras, una nutrida representación que, sin embargo, carece del vivo encargado de liderarla. En esta
ocasión, inéditamente, se produce un excepcional ejemplo de cortesía
fantasmagórica, y la Estadea de
Zamora se integra aquí portando la gran cruz procesional; detrás, encabezando
una de las filas, el ánima capitana de la Santa
Compaña, la Estadea gallega,
porta el caldero de agua bendita. Contrasta el hábito blanco de la Estadea zamorana con las dos filas de
sudarios negros; sobrecoge el efecto terrorífico de la capucha hueca, su miasma
de sepulcro se mezcla con el de la cera fundida, creando un perfume narcótico.
Por último, desde las
cercanas Hurdes, cierra el desfile la Genti
de Muerti, un hombre y una mujer ancianos, sólo pellejo sobre los huesos,
jinetes sobre el mismo caballo. Sus ojos están en blanco, sus manos asoman como
ramas secas bajo las mangas de las antiguas y ricas vestiduras. Parecen sonreír.
Tras el paso de la Genti de Muerti, la gente comienza a
abandonar sus asientos en silencio, obedeciendo una orden tácita. Poco a poco, mudos, cabizbajos, poseídos por una tristeza infinita, los bejaranos se van
uniendo a la comitiva sobrenatural. No sonará el Réquiem de Berlioz; también los músicos engrosan el éxodo
ineludible. Una súbita plaga de murciélagos y aves nocturnas escolta con
estridencia la gran procesión. En la aneja Plaza de los Aires,
una ráfaga polar seca in ictu oculi
los olivos y los madroños.
La Plaza Mayor se vacía casi líquidamente. Rompen por fin los pesados
nubarrones, liberando una lluvia negra y fétida.
Gabriel Cusac
Pues ha sido un éxito la primera concentración, aunque yo diría que habido algunas ausencias. Seguro que el año que viene mas y mejor, si queda alguien vivo.
ResponderEliminarUn abrazo Gabriel.
En esta Comala del confín de Castilla, el año que viene quizá haya una concentración de vivos. Un abrazo.
ResponderEliminarY yo me imaginaba la procesión del Averno cual lienzo de Bruhegel el Viejo, sin faltar los vapores hediondos, los cuerpos en descomposición y los zombis recién salidos del sepulcro. Hay que pensar,al fin y al cabo, que hay más bejaranos muertos engullidos bajo tierra que bejaranos vivos pululando por la Ciudad Estrecha. Ya va siendo hora de que nos manden un saludo y se dejen sentir.
ResponderEliminarSaludos
Buena idea, Carmen!!! Por cierto, ¿no existe un Centro Espiritista Bejarano?
ResponderEliminarUn saludo.
Oye, pues es una idea a desarrollar, no te creas. No me importaría a mí contactar con algún espíritu del más allá y me contara sus avatares por este mundo cruel de otra época. Solventaríamos muchas dudas...
ResponderEliminarSaludosos