Anciano afligido, Van Gogh (imagen tomada de blocdejavier) |
Había una casa junto al río, pequeña
y lúgubre; una trocha inverosímil conducía hasta ella. Solitaria en la ribera,
encajada a presión junto al cauce oscuro, casi inerme frente a la estática
avalancha de peñascos que otorgan a la quebrada el aspecto de una catarata
pétrea, su estampa invocaba poderosamente la tristeza. Parecía una dependencia fabril,
algún tipo de instalación auxiliar a la estambrera situada medio kilómetro río
arriba, pero en realidad era una casa estrecha y de exigua altura, con cierto
aire de cajón o de jaula, alumbrada miserablemente por tres ventanucos
enrejados, como respiraderos, enfrentados al cauce. Sus esquinas estaban
alzadas con sillares de granito -extraño lujo-, que se mimetizaban en el
paramento ciego con el granito salvaje del despeñadero; los muros, purulentos
de verdín sobre la cal, mostraban en los desconchones una incongruente trama de
ladrillo y obra mampostera. El tejado, partiendo a un agua desde la misma pared
rocosa, estaba alfombrado de musgo; asomaba una mínima chimenea desmoronada.
Un avellano silvestre ocultaba la
casucha a las miradas curiosas, haciéndola imperceptible desde la otra orilla,
la accesible para el tránsito humano. Ya entonces, cuando la casa aún
permanecía en pie, el tamaño del árbol resultaba descomunal para su especie.
Pero el fruto era vano. La cáscara de septiembre, gorda, lustrosa, prometedora,
cubría engañosamente una avellana minúscula y aplastada, raquítica, poco mayor
que una uña: aborto vegetal en su elegante ataúd.
Como el nochizo, el habitante de la
casa era un gigante. Ambos, nochizo y hombre gigantes, diríanse por ello paradoja
y burla de la casa pequeña. El hombre -quien trabajara, desde la adolescencia a
la vejez, como encargado de la central eléctrica de la estambrera, siempre
disponible: un perfecto obrero-, mantenía un porte soberbio a pesar de haber
superado la sesentena: el pelo canoso, pero abundante; las espaldas de Atlas,
los movimientos firmes, el andar envirotado. Pero también, como el nochizo
junto al que creció, arrastraba un anatema de infecundidad. Toda la vida en la
ribera umbría, de la estambrera a la casa y de la casa a la estambrera, dueño de una
inconcebible soledad, el alma yerma. El mono azul como hábito; la turbina de la
central como cotidiano afán. Un trayecto cartujo, pero sin fe ni esperanza de
redención. La estéril y embrutecida existencia de un perfecto obrero.
Por los Inocentes de hace cuatro
años, el hombre escogió como patíbulo una rama de su árbol hermano. La estampa
del ahorcado, como fondo el tenebroso paraje, no habría sido menospreciada por
la inspiración de Rops o de Schikaneder. La casa se vino abajo poco después;
sólo queda ya un montículo de escombros cubiertos de maleza. Desde hace tres
años, cada septiembre, el nochizo produce unas avellanas dignas de su cáscara.
Gabriel Cusac
2 comentarios:
La historia me recuerda a otras mas antiguas ya ecos de sacrificios por el bien de los demás, en este caso habría que ver si alguien se aventuro a comer del avellano. un abrazo Gabriel y un placer leerte.
Llevo esquilmando el avellano los dos últimos septiembres y no sé qué pasa, es llevarme las avellanas a la boca y empezar a escuchar lamentos y voces confusas, como psicofonías... Un abrazo, Ainhoa.
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