La torre del lago a la luz de la luna, Joseph Wright (imagen tomada de WahooArt) |
El agua, que es la vida, también
tiene filiaciones oscuras. Nace en las entrañas de la tierra, en el inframundo
donde residen los dioses ctónicos, dioses paradójicos de la fertilidad y de los
muertos. Caronte nos conduce al Hades a través del río Estigia. Las aguas
profundas, en el plano sicológico, son símbolo del subconsciente, de lo oculto
de nuestras mentes. Copio la entrada “lago” del desbordante Diccionario
de símbolos de Cirlot: “En el sistema jeroglífico egipcio, la figura
esquemática de un lago expresa lo escondido y lo misterioso, probablemente por
alusión al lago subterráneo que ha de recorrer el sol en su travesía nocturna (pero también por
simple simbolismo de nivel, ya que las aguas aluden siempre a la conexión entre
lo superficial y lo profundo; masa de transparencia en movilidad). En el templo
del dios Amón, en Karnak, había un lago artificial, que simbolizaba la hylé, las aguas inferiores de la protomateria. En ciertos días señalados, una
procesión de sacerdotes atravesaba el lago en varias barcas para simbolizar el
paso mencionado del sol. Este simbolismo es el mismo que el del abismo marino,
en general. La creencia de irlandeses y bretones de que el país de los muertos
se halla en el fondo del océano o de los lagos puede derivar de su visión del
ocaso solar en las aguas. La muerte de los humanos, como análoga a la del sol,
constituía el acto de penetración en el universo inferior. Pero la construcción
simbólica puede también, como decimos, nacer directamente del simbolismo del
nivel intensamente arraigado en el alma del hombre, por el cual todo lo
inferior espacial se asimila a lo inferior espiritual, a lo negativo,
destructivo y, por consiguiente, mortuorio. La agregación del agua al símbolo
del abismo no hace, por el papel del elemento líquido, como factor de
transición entre la vida y la muerte, entre lo sólido y lo gaseoso, entre lo
formal y lo informal, sino ratificar el sentido funerario. De otro lado el
lago, o, mejor, la mera superficie de sus aguas, tiene el significado de
espejo, de imagen y autocontemplación, de conciencia y revelación”.
La cita es algo larga, pero quién
puede negar que merece la pena.
Hoy me gustaría hacer una pequeña
ruta, entre la ficción y la realidad, junto a aguas tenebrosas, lagos y
pantanos en concreto. Aguas de interior, dejando para otra ocasión los
misteriosos mares del folclore celta, tan queridos para Cunqueiro; o aquellos imaginados
por el gran Hope Hodgson, o aquellos surcados por el holandés errante, por Simbad, por Odiseo; o aquellos donde
aguardan Cthulhu y los Profundos, o
aquellos de islas volantes, fantasmas o intermitentes; o aquellos… Sí,
dejémoslo para otro día.
En el cuento de terror por
excelencia, La caída de la Casa Usher, donde cada frase está diseñada para
sugestionar al lector, el estanque negro
y fantástico aparece a ritmo de diapasón -al principio, al final y, casi matemáticamente,
entre medias-, como una referencia indisociable de la maldición de la casa. Las
últimas líneas del relato, dibujando una escenografía bellísima y terrible, son
acaso la más expresiva muestra del remate perfecto con el que Poe culminaba sus
narraciones: “De pronto surgió en el sendero una luz extraña y me volví para
ver de dónde podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y sus sombras
quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venía de la luna llena, roja como
la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible
dibujada en zigzag desde el tejado del edifico hasta la base. Mientras la
contemplaba, la fisura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del
torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi
espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y
tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y
corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa
Usher”.
Hundimiento similar sufrirá la
fortaleza de Deeping Hold, en
Marsham, o, más bien, en el corazón de las tinieblas pergeñado virtuosamente
por Adrian Ross (seudónimo de Arthur Reed Ropes) en una novela poco conocida,
pero imprescindible para los amantes del género: El agujero del infierno. Deeping Hold, feudo de monárquicos de
Carlos I enfrentados a Cromwell, está protegido de los protestantes por una
ciénaga, pero esta misma ciénaga, habitada por un leviatán antiguo, se convertirá en el peor enemigo de la corte
embrutecida y poco menos que hermética gobernada por un conde siniestro.
Rescato de mis apuntes este episodio estremecedor (aunque entiendo que, fuera
de contexto, su efecto queda muy devaluado; por favor, lean El
agujero del Infierno): “Solamente mi primo se rió en su locura y
exclamó que el invitado se acercaba: llenó una gran copa de vino y ordenó que
todos hiciéramos lo mismo y nos pusiéramos en pie para darle la bienvenida. El ruido
en la pared era como el chirrido de una barrena al triturar el mineral. Bajo el
tapiz que cubría la pared comenzaron a aparecer hilos de agua y hebras de limo,
y el paño se hinchó como una vela; finalmente se produjo un gran estruendo, que
rasgó y arrancó el tapiz, y las piedras del muro se desplomaron dejando un
boquete enorme en el mismo. Los hombres, presa del pánico, se pusieron a gritar
y algunos se tiraron al suelo. Pero el conde alzó su copa y brindó por el
invitado; mientras bebía, una gigantesca ola se estrelló contra la pared y su
cresta se abrió camino a través de la abertura, lanzando al interior del salón
algo oscuro. Cuando miré, vi que era el cadáver del joven negro”.
También la ciénaga es el escenario
escogido por Lovecraft en “El pantano de la luna”, publicado en
1926. Con cierto toque dunsaniano, pleno de onirismo, este relato contiene
algunas escenas tan sugestivas que nos hacen codiciar una traducción visual
pictórica o cinematográfica (se me ocurre ahora un dulce anacronismo, imaginando
coetáneos a Lovecraft y Caspar David Friedrich). Disfruten, por ejemplo, de
esta epifanía pagana: “Sobre el pantano había un torrente de resplandeciente
luz, escarlata y siniestra, que procedía de las extrañas ruinas enclavadas en
la isla. No puedo describir el aspecto de estas ruinas: debía de estar loco,
pues me parecieron majestuosas y en todo su esplendor, magníficas y rodeadas de
columnas, mientras que el mármol de su entablamento rasgaba el cielo como el
campanario de un templo en la cima de una montaña. Las flautas chillaban y los
tambores empezaron a retumbar, y, mientras yo observaba con estupefacción y
horror, me pareció ver algunas figuras grotescamente recortadas sobre la visión
de mármol y resplandor […] Medio deslizándose, medio flotando en el aire, los
blancos fantasmas del pantano se retiraban lentamente hacia las aguas inmóviles
y las ruinas del islote en fantásticas formaciones que sugerían algún antiguo y
solemne baile ceremonial. Sus brazos traslúcidos, guiados por el detestable
sonido de aquellas invisibles flautas, hacían señas con extraño ritmo a un
grupo de jornaleros que les siguieron sin vacilar, con pasos inseguros y
lentos, como impulsados por una torpe aunque irresistible atracción demoníaca
[…] Y cuando el último de los patéticos rezagados, la gorda cocinera, hubo
desaparecido lentamente en el agua, las flautas y los tambores se callaron, y
los rayos encarnados procedentes de las ruinas se apagaron instantáneamente,
dejando al pueblo maldito solitario y desolado bajo los débiles rayos de luna”.
El paseo literario junto a las
arquetípicas aguas tenebrosas podría convertirse en un peregrinaje infinito,
desde la artúrica Dama del Lago hasta Los
crímenes del lago de Gemma Herrero. Otro tanto ocurre con mitos y leyendas
acuáticos, multiplicados en el folclore mundial. Pero estamos paseando, no se
pretende iniciar aquí una enciclopedia temática, y ya que estas líneas se han
encaminado por riberas umbrías de la literatura de terror, quizá no sea mala
idea acordarnos de dos casas lacustres reales, pero no menos lúgubres que las
contadas.
Es posible que el lector avisado esté
pensando en la suiza Villa Diodati, a orillas del lago Lemán, donde, durante una
prodigiosa noche de 1816, se gestaron El vampiro, de Polidori, y Frankestein,
de Mary Shelley. Pero Villa Diodati es Disneylandia
comparada con la Torre de Bollingen, también en Suiza, o Boleskine House,
rivales en calidad siniestra mucho más allá de la simple comparativa sobre
traza y ubicación. La primera fue habitada por Carl Gustav Jung; la segunda,
por Aleister Crowley. Los dos nacieron en 1875, hijos de padres “demasiado”
religiosos. Pequeñas coincidencias que resultan anecdóticas al lado de los
paralelismos de fondo compartidos en sus apasionantes existencias: ambos son
heterodoxos, geniales y narcisistas, ambos atesoran una vasta cultura clásica,
ambos combinan una inteligencia extraordinaria con el trastorno mental, ambos
intentan desarrollar una cosmogonía como eje vital donde se emparejan la
ciencia y los fenómenos paranormales. Ambos nos plantean serias dudas sobre el
concepto de realidad.
Torre de Bollingen (imagen tomada del blog narcosis mágica) |
En sus elementos materiales, la Torre
de Bollingen, junto al lago de Zúrich, obedece a un diseño simbólico referido a
la psique, quizá solo comprensible para el propio Jung, quien fue ampliando la
mansión a lo largo de su vida. No menos enigmática es la famosa piedra cúbica que
erigió cerca de la torre, con su enano Telesforo y su mensaje críptico. Pero lo verdaderamente espeluznante de la
Torre de Bollingen son los sucesos extraordinarios acontecidos en ella y
detallados en Recuerdos, sueños, pensamientos (autobiografía a partir de
textos dispersos vertebrada por su colaboradora Aniela Jaffé).
Jung, el psicólogo que durante toda
la vida fue testigo de fenómenos parapsicológicos, cuenta que su hija Agathe
mostró su disgusto al comienzo de la edificación de la torre, porque
intuitivamente sabía que se estaba construyendo “sobre cadáveres”.
Efectivamente, al cabo de cuatro años, en unas obras de ampliación, se
descubrió el esqueleto de un soldado francés durante la excavación de los
cimientos. La Torre de Bollingen fue visitada por algún que otro fantasma, pero
el inquilino fijo de entre los inmateriales se llamaba Filemón, especie de daimon socrático que acompañó los
últimos años de Jung como un ángel de la guarda y que estaba retratado en un
mural del dormitorio del doctor. Y aunque la interpretación del fenómeno
particularmente me resulta muy dudosa, parece ser que junto a la torre desfiló
la terrible hueste de la cacería salvaje,
suerte de Santa Compaña cinegética o
guerrera ubicua en la mitología de los países del norte de Europa.
La cacería salvaje, Peter Nicolai (imagen tomada de Wiki Mitología) |
Actualmente la torre de Bollingen
pertenece a los herederos de Jung.
Más horripilante resulta el caso de
Boleskine House, la mansión junto al lago Ness habitada en su día por Aleister
Crowley. Son tantos los elementos acumulados de anatema que la lista es
agobiante. La casa fue alzada, inicialmente como pabellón de caza, sobre los
restos de una iglesia presbiteriana que, según la leyenda, sufrió un incendio
cuando toda la congregación estaba dentro. Un túnel comunica la casa con el
cementerio inmediato; no he encontrado explicaciones sobre la funcionalidad del
pasadizo, y solo se me ocurre especular con la posibilidad de que fuera una
salida secreta, a modo de las puertas de
la traición de las fortificaciones medievales. Rueda por el pasillo la
cabeza de un decapitado fantasma.
Cementerio de Boleskine House (imagen tomada de radiozurnal) |
Crowley adquirió la propiedad en
1899. Boleskine House reunía las condiciones ideales requeridas para el
desarrollo de sus operaciones mágicas, fundamentalmente el contacto con
entidades superiores ordenado por Aiwass,
guía espiritual ultramundano o creación psicótica del ocultista. Según sus
propias Confesiones, no lograría este objetivo en la casa escocesa, que
en cambio se convertiría en el escenario de su guerra mágica contra Samuel
Liddell “Mc Gregor” Mathers, fundador de la Orden
Hermética de la Aurora Dorada. Los episodios de esta guerra, unidos a los propios
de la invocación frustrada, empequeñecen la imaginación de Dennis Wheatley en El
talismán de Set. Boleskine se rodea de una atmósfera oscura, como si la
luz no pudiera llegar a ella; se multiplican ruidos inexplicables, acontece una
plaga de escarabajos exóticos, enferman los sirvientes, mueren los perros, pululan
sombras por el patio de la casa…
La maldición de Boleskine se
acrecentó tras el paso de Crowley. Dos incendios, un suicidio, sucesión de
fenómenos extraños, desgracias de todo tipo… Uno de los lugares malditos del
planeta, sin duda.
Acabemos ya; esta retahíla sombría me
ha agobiado un poco. Voy a pasear por el pantano.
Gabriel Cusac
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