Mina abandonada, imagen de panoramio |
Se
entenderá la mezquindad de estos datos; lo último que deseo es que mi santuario
sea profanado. Una compañía inglesa abrió la mina en el cerro a finales del
XIX; la explotación -hierro y, en menor medida, plomo- se prolongó unos setenta
años, aunque luego hubo algunos intentos infructuosos de reapertura. No fue una
mina importante; ocultos hoy entre un tupido robledal, los rastros que quedan
del antiguo poblado obrero y de las instalaciones auxiliares son mínimos,
irreconocibles para quien no realice una búsqueda ex profeso. Tampoco ya nadie
recuerda el aura de leyenda negra que envolvía el yacimiento, un corpus de
relatos, reales o ficticios, donde se mezclaban muertes trágicas acontecidas en
los trabajos de zapa con desapariciones de paisanos, extrañas lucecitas
errantes que recorrían el cerro o manifestaciones espectrales en la bocamina.
Una bocamina ya prácticamente cubierta por la maleza y sellada por grandes
puertas herrumbrosas que me he preocupado de asegurar con cadenas y un candado
propio. Sí, he tomado posesión de la mina. O ella me ha poseído a mí. Y el
motivo es totalmente ajeno al interés económico.
Hace
dos años la descubrí. Fue una incursión breve, apenas unos metros alumbrado por
la vacilante llama de un mechero. Pero, desde aquel día, la recurrencia de mis
visitas se acentúa cada vez más. Su llamada, la irresistible fascinación que me
produce, podría entenderse como un signo de fatalidad. Yo sé que no es así, en
absoluto. Cada vez me resulta más agradable su cobijo; experimento una rara,
pero voluptuosa, mezcla de libertad y dulce misticismo. Y entonces el mundo
exterior me parece algo secundario. No es un sentimiento fácil de describir.
Quizá la palabra justa sea comunión.
Por
el momento solo he podido acceder al primer nivel de excavación, y ni tan
siquiera he completado un plano de las galerías, un auténtico laberinto que se
me antoja ilógico -aunque nada sé de minería- y del que seguramente me quede
mucho por explorar. Un eje central, donde perduran las vías de transporte, secciona
este laberinto. No temo el derrumbe; salvo en la bocamina, no existe señal
alguna de entibación, lo que es indicativo de la dureza de los materiales.
El
peregrinaje subterráneo me ofrece desconcertantes sorpresas. Por ejemplo, la
sala rectangular, que surge al término de una galería más estrecha de lo común.
Lo llamo el spelaeum; tal parece, la estancia de banquetes rituales de
un antiguo mitreo, con sus dos filas de bancos corridos, toscamente labrados en
los lados de mayor longitud. Extrañamente, la temperatura sube allí dos o tres
grados. No entiendo la funcionalidad de esta sala, la cual supuso, sin duda, un
arduo trabajo a sus artífices, porque hablamos de un ortoedro de
aproximadamente seis metros de ancho por diez de largo, con una altura de dos
metros: dimensiones que descartan el capricho. También he descubierto,
orientada al sur, una entrada secundaria, a modo de chimenea diagonal, cuya
pronunciada pendiente hace imposible el tránsito.
Pero
hay otras sorpresas que en principio me hicieron dudar de mi cordura. Son las
voces. Voces tímidas y confusas, bisbiseos, risas, susurros, raramente una
especie de canto coral, que parecen provenir de un lugar inmediato, pero del
que me separase un grueso tabique. Voces de niños, de hombres, de mujeres.
Incomprensibles psicofonías entre las que, sin embargo, con frecuencia creo
distinguir mi nombre. Estas voces no aparecen siempre, pero, cuando lo hacen,
siempre ocurre en las partes más profundas de la mina. Mi temor a la asechanza
de la locura se disipó hace unos meses; el método fue tan sencillo como
utilizar una grabadora. También forma parte de mi modesto equipo un medidor de
gases. Hay algunos puntos concretos de la mina donde siento una sensación de
ahogo; sin embargo, aquí nada revela la prueba científica, y el medidor no
detecta alteración alguna en el aire.
Otros
misterios ya pertenecen posiblemente a mi propia imaginación. Porque con
frecuencia creo distinguir movimientos fugaces a mi lado, o evidentes rostros
tallados en la piedra que desaparecen al instante. Pero la percepción de estos
fenómenos es tan nítida que me pregunto si soy el juguete de espíritus
elementales que habitan el interior de la Tierra.
La
mina me reclama vorazmente. Y yo acudo a ella como si volviera al útero materno,
a un edén que remotamente habité. Encuentro calor en su frío, libertad en su
encierro, luz en su oscuridad. Quizás acabe fusionado en ella, susurrando al
visitante futuro, moldeando mi rostro en las paredes, formando parte de una
comunidad secreta e invisible. Quizás este escrito sea mi despedida.
Gabriel
Cusac
2 comentarios:
Donde esta ubicada? Si no es indiscreción
Sí, Luisen, es indiscreción. La mina es mía y solo mía.
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