Nocturno, Caspar David Friedrich |
Esta es una historia de terror, léela
si tienes valor. Pasó, hace mucho tiempo, en el Bosque Callado, un lugar
encantado. En el Bosque Callado se retuerce el arbolado; robles y madroños,
acebos y castaños: todos se inclinan a un lado. Parecen los troncos serpientes
gigantes; parecen las ramas garras amenazantes. En este lugar de árboles
tumbados los pájaros están amilanados. Pían, los pobres, a medio piar; pían tan
bajo que da que pensar. Vienen, se posan, pían bajito y se van. Hasta el búho
ulula a medio ulular. ¡Huyen los pájaros del bosque espectral! Pasa el abejorro
a medio rorro, corre el conejo de puntillas, sigiloso anda el zorro, el jabalí
a hurtadillas. Miedosas, ni asoman las mariposas. Y cuando hace viento y los
árboles comienzan a danzar, el bosque parece una trampa mortal: las ramas,
fieras zarpas, al extraño quieren atrapar. ¿No se te eriza el vello? ¿Notas
chispas en el cabello? Pues la historia no ha hecho más que comenzar, el terror
va a continuar. Porque, para darle más emoción, el bosque tenía una maldición. Lo
decía la leyenda del sombrero errante, una leyenda abracadabrante. La leyenda
contaba que por el bosque un sombrero volaba. Nadie sabía a quien el sombrero
pertenecía. Era un bombín, muy elegante, de terciopelo negro y brillante, y al
paso de un caminante, se le posaba delante. Era tentador el sombrero volador: tanto
brillaba, tan lustroso estaba, que el caminante se lo probaba. Y entonces… ¡ya
caminante no había! ¡Porque desaparecía! Desaparecieron cazadores.
Desaparecieron leñadores. Desapareció quien hierbas o flores iba a buscar.
Desapareció quien eligió el bosque para atajar. No se les volvía a ver, nada de
ellos se volvía a saber. ¡Qué situación! ¡Qué maldición! Pero aquí aparece
nuestra heroína. Una heroína nada fina: Mariona, bruta y cabezona;
también valiente, terca y algo inconsciente. Mariona, la gigantona. Doce años
tenía, ¡nadie lo diría! Medía 1,80; pesaba 90. ¡Cualquiera con ella se metía!
Sus manos eran como mazas; sus zapatos, barcazas. ¡Y estaba toda cachas! En la
granja familiar, Mariona era vaquera y colmenera; en el cole, la mandona, como
era de esperar. Pues un buen día Mariona al bosque se fue a pasear. ¡A ella un
sombrero no le iba a intimidar! Así pasó: en un recodo del camino, el sombrero
apareció. Ya he dicho que Mariona era valiente, terca y algo inconsciente: ¡se
lo probó! También he dicho que era bruta y cabezona y, al encasquetárselo, de
punta a punta lo rajó. Matemática pura, lógica, cordura: es fácil echar la
cuenta, no cabe un diámetro de 60 en uno de 50. Pero fue su cabezón una
bendición. Súbitamente, de la espesura comenzó a salir gente. Cazadores,
leñadores, quienes al bosque fueron a hierbas y flores buscar, y quienes
quisieron atajar. Todos abrazaron a la gigantona valiente, porque ella, de
sopetón, había acabado con la maldición. ¿En qué consistía esta brujería? En
que, al ponerse el bombín fatal, el caminante pasaba a una vida fantasmal. Su
cuerpo desaparecía, su voz ya no se oía. Vivo fantasma, perdida alma, atrapado
en el Bosque Callado. Invisible, inaudible, solo con los otros malditos se
podía comunicar. ¡Qué condena más terrible! ¡Qué hechicería brutal! Menos mal
que intervino la valiente muchachona. Y menos mal que era tan cabezona. Mariona,
la heroína aclamada, siempre tenía que ser recordada. Se levantó un monumento,
para que a su hazaña no se la llevase el viento. En el pueblo, en medio de la
plaza, una estatua suya se emplaza. A tamaño natural; es decir, descomunal. En
la placa se lee: “A Mariona, la salvadora”, y esta historia se acaba ahora.
Gabriel Cusac
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