26 de julio de 2020

El dudoso Cellini, el trompetero Agniolino, la fuga de demonios y la necesaria omisión de Mujica Láinez

Detalle del tímpano de la catedral de Bamberg, imagen tomada de wordPress.com


Como ocurre con cualquier producto cultural, la historia de su elaboración nos ayuda a comprender mejor el resultado final o, cuando menos, siempre encierra alguna curiosidad digna de interés. Hoy, echando un leve vistazo a la tramoya de Bomarzo, entenderemos cómo una omisión es necesaria para no estropear la cadencia encantada de una de las invenciones más bellas de la literatura.
De omisiones, precisamente, abunda la autobiografía de Benvenuto Cellini, un hombre peligroso, colérico, excesivo, rondador de cadalsos y adicto a los efebos, tan refinado en su arte como bruto en su existencia, que unas veces tiene que callar a la fuerza y otras, simplemente, se resiste a adelgazar su ego (ambas razones le obligan al silencio, por ejemplo, sobre su bisexualidad). La mentira, en estas circunstancias, viene de la mano, como comprobaremos. Su Vida, no obstante, pese a estos desconchones de azogue, es un espejo de la época, un tesoro documental para los estudiosos del Renacimiento, del mismo modo que la Historia de mi vida, a cargo de otro ególatra profundo, Giacomo Casanova, nos abre un ventanal grandioso a la Europa del XVIII (de paso, apuntemos que, cotejando ambos textos, el florentino Cellini es poco menos que un analfabeto al lado del veneciano Casanova). Por esta razón, Mujica Láinez, maestro meticuloso, orfebre de la novela como Cellini lo fue de los metales, utilizó la Vida como unos de los pilares bibliográficos fundamentales a la hora de construir esa catedral de las letras llamada Bomarzo. Quien tenga la feliz oportunidad de encadenar ambas lecturas podrá corroborar hasta qué punto esto es cierto. Exageradamente cierto.
Ahora bien, si, después de dejar constancia de este hecho, al lector de Bomarzo se le dice que Manucho soslaya ni más ni menos que dos episodios de invocación demoníaca protagonizados por Cellini en el mismo Coliseo romano, el citado lector no lo entenderá. Porque nigromantes, hechizos y diablos pueblan el texto bomarziano, porque la vida sin fin de Vicino Orsini no es una dádiva celestial, porque la magia es el eje principal de la novela. ¿Cómo despreciar esa morbosa golosina, ese boccato di cardinale: la cita satánica, el siniestro conjuro vertido de primera mano por uno de los personajes más llamativos del Renacimiento italiano? Y en el Coliseo, escenario que tanto juego ofrecería a la prosa visual de Don Manuel, quien, cabalmente, fiel a su estilo y a su amor por el prodigio, exprimiría hasta la última gota tan delicioso pomelo, habría llenado treinta páginas, con sazón de referencias al caso: claves o clavículas, grimorios y diccionarios infernales, hechiceras tesalias, John Dee, Fausto, Crowley… La perpetuidad del narrador (en este caso, el duque Orsini), como en otras obras del argentino, permitiría el lujo diacrónico. Quizá también, regocijándose en su magisterio, esas treinta páginas no sumarían más de medio centenar de frases. Pero Mujica Láinez -quien, en cambio, detalla un ritual satánico a cargo de Silvio de Narni- desprecia el asunto. Aquí hay algo que no cuadra.
El misterio se explica en lo grotesco de la fuente. Lo comprobamos en el capítulo 64 de la Vida. Acompañado del brujo y de dos “mozos”, Cellini vuelve al Coliseo al no obtener, en la primera sesión, respuesta a su requerimiento, referido a Angelica, una bella prostituta siciliana:

Dijo el nigromante que era necesario que volviéramos otra vez, y que yo sería satisfecho en todo aquello que me pidiera, pero quería que llevase conmigo a un muchachito virgen. Llevé a un aprendiz mío, que tenía unos doce años de edad, y vino de nuevo conmigo el susodicho Vincenzio Romoli; y como nuestro mozo era compañero de un tal Agniolino Gaddi, también lo llevamos a esta faena. Llegados de nuevo al lugar establecido, y habiendo hecho el nigromante las mismas preparaciones con el mismo o aún más maravilloso ritual, nos introdujo en el círculo, lo que hizo con más arte y más admirables ceremonias; luego encomendó a mi amigo Vincenzio el cuidado de los perfumes y del fuego, y junto con él a Agniolino Gaddi; puso en mi mano el pentáculo, diciéndome que debía girarlo hacia los lugares que me indicase, y bajo el pentáculo tenía a aquel muchachito aprendiz mío. Comenzó el nigromante a hacer aquellas terribilísimas invocaciones, llamando por su nombre a una gran cantidad de demonios, jefes de aquellas legiones, y les daba órdenes por la virtud y el poder del Dios increado, viviente y eterno, usando palabras hebreas, y también muchas griegas y latinas: de modo que, en poco tiempo, se llenó todo el Coliseo con cien veces más demonios que la noche anterior. Vincenzio Romoli se ocupaba de encender el fuego junto a Agniolino, y de echar gran cantidad de perfumes preciosos. Por consejo del nigromante, pedí de nuevo poder estar con Angelica. Volvióse el nigromante hacia mí y me dijo: “¿Oyes lo que han dicho? Que dentro de un mes estarás con ella”; y nuevamente me rogó que me mantuviera con firmeza frente a él, porque las legiones eran mil veces más de las que había invocado, y eran las más peligrosas; y como habían respondido a lo que yo había preguntado, era necesario halagarlas y despedirlas pacientemente. Por otra parte, el muchacho que estaba debajo del pentáculo decía, asustadísimo, que en aquel lugar había un millón de hombres muy agresivos, todos los cuales nos amenazaban; después dijo que se le habían aparecido cuatro descomunales gigantes, que estaban armados y daban señales de querer entrar en el círculo. A todo esto, el nigromante, que temblaba de miedo, intentaba con modales dulces y suaves ahuyentarlos lo mejor que podía. Vincenzio Romoli, que temblaba de pies a cabeza, se ocupaba de los perfumes. Yo, que tenía tanto miedo como ellos, me esforzaba en mostrar que tenía menos, y a todos les daba muchísimos ánimos; pero lo cierto era que me daba por muerto al ver el temor del nigromante. El muchacho había metido la cabeza entre las rodillas, diciendo: “Quiero morir así, estamos muertos”. De nuevo le dije al muchacho: “Todas estas criaturas están sometidas a nosotros, y lo que tú ves no es más que humo y sombras: así que alza la mirada”. Cuando hubo levantado la cabeza, volvió a decir: “Todo el Coliseo arde, y el fuego se nos echa encima”; y tapándose el rostro con las manos, dijo de nuevo que estaba muerto y que no quería ver más. El nigromante me pidió ayuda, rogándome que me mantuviera firme y que hiciese quemas un poco de asafétida; así que, volviéndome hacia Vincenzio Romoli, le dije que preparase rápidamente la asafétida. Mientras decía esto, viendo a Agniolino Gaddi, que estaba tan espantado que se le habían puesto los ojos bizcos, y parecía hallarse más que medio muerto, le dije: “Agniolo, en estos sitios no hay que tener miedo, sino ocuparse en algo y ayudar a los demás; así que ocúpate en seguida de la asafétida”. El mencionado Agniolo, cuando intentó moverse, soltó un trompeteo de ventosidades con tanta abundancia de mierda, que hizo más efecto que la asafétida. El muchacho, al sentir aquel gran hedor y aquellos ruidos, levantó un poco el rostro y, oyéndome reír, se le pasó un poco el miedo y dijo que comenzaban a irse [los demonios] con gran rapidez. Así permanecimos hasta que empezaron a tocar a maitines. De nuevo nos dijo el muchacho que habían quedado pocos, y alejados de nosotros. Cuando el nigromante hubo finalizado todas sus ceremonias, se quitó los ropajes e hizo un gran fardo con los libros que había traído, y todos salimos con él del círculo, pegados los unos a los otros, especialmente el muchacho, que se había puesto en medio y había agarrado al nigromante por la sotana y a mí por la capa; y continuamente, mientras regresábamos a nuestras casas en los Banchi, nos decía que dos de aquellos que había visto en el Coliseo, iban brincando delante de nosotros, o corriendo por los tejados o por el suelo” (edición de Cátedra, 2007).

Fin de la cita. De la curiosísima cita.
Obsérvese que Cellini no ofrece ninguna descripción de los cientos o miles de demonios que visitan el anfiteatro (tampoco lo hace en el primer pase, aquí omitido), como si fuesen unos vecinos cualesquiera y no hubiera nada reseñable que comentar sobre su aspecto. Obsérvese, además, que cada cual parece verlos o no verlos a antojo. Obsérvese que, en tiempos del orfebre, el Coliseo se utilizaba como escombrera de día, pero, por la noche, lejos de estar despoblado, era el albergue de una legión, pero de mendigos y delincuentes, no infernal. Obsérvese que, desde la Grecia clásica, abundan en la literatura las referencias carminativas; otrosí, que antes de que Benvenuto Cellini comenzase a escribir su biografía (de 1538 a 1562) ya circulaban los dos primeros libros de Gargantúa y Pantagruel, auténtica apología flatológica; otrosí, que en el Infierno de Dante aparece un culo “hecho trompeta” y el pobre Agniolo o Agniolino libera un “trompeteo de ventosidades”. Obsérvese que la crónica, derivando de lo esotérico a lo bufo, de haberse señalado en Bomarzo, sería como una cuchillada en un códice miniado.
La investigación del contexto, la búsqueda de perspectivas, la mirada crítica, siempre son valores preciosos. En cualquier orden de la vida.
Una pequeña anécdota. Hace poco, paseando por el campo, quedé asombrado al divisar un castaño de copa perfectamente piramidal. Qué prodigio; los castaños no son así. A los dos días, por casualidad, pude contemplar el castaño desde otra perspectiva, comprobando que la supuesta forma piramidal era solo un efecto óptico causado por la caprichosa distribución de las ramas enfrentadas a mi primer vistazo. Habría bastado un mínimo cambio de ángulo para darse cuenta. Menudo chasco. Y de lo pequeño a lo grande: peor chasco se llevarían muchos protestantes conociendo la biografía de Lutero; ídem con los católicos si les diera por revisar la historia del Papado. Por ejemplo. Es sano ejercicio, siempre que se tercie, mezuconear tras las apariencias. De las personas, de las cosas, de las ideas. Lo más deslumbrante puede ser artificio, ilusionismo, estudiada pose, mercadotecnia (y nada hay que reprochar si sabemos enmarcarlo en el contexto adecuado, si sabemos diferenciar la función o la ficción de la realidad). Lo más humilde puede encerrar una belleza grandiosa. O también puede ser la capa astuta o cobarde de algo terrible. La literatura es un declarado carnaval; lo cotidiano es un solapado desfile de máscaras. En ambos casos, el escrutinio, como poco, resulta interesante.
Gabriel Cusac



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