21 de julio de 2021

Pasó en agosto de 2021


Cascada de la Ruta de las Fábricas, imagen de José Manuel García en el blog Turismo de Observación

Pasó en agosto de 2021. Poco a poco, desde el puente de Rafael Díaz hasta el de don Paco, colmando gozosamente la Ruta de las Fábricas, los chavales se aficionaron a invadir las pesqueras como una marabunta festiva. Fue una moda pacífica y espontánea, sin espónsor ni promoción interesada, sin líderes ni ideología, sin nombre ni guion, pero marcada desde el principio por una regla expresa: prohibida la basura. Alguna brigada voluntariosa se dedicó incluso a hacer batidas de limpieza, recogiendo no solo los desechos comunes típicos del excursionista dominguero, sino toda una suerte de objetos incongruentes que habían convertido la ribera en una especie de cajón de sastre residual: vallas y conos de obra, carritos de supermercado, ropa, ferralla, uralita, bidones industriales, chatarra heterogénea. Todo fue amontonado en un recodo junto a la carretera de Aldeacipreste, donde la ruta finalizaba, y la pirámide de desperdicios, asombrosa y triste, un vergonzante vómito urbano, diríase monumento efímero a la estulticia. Otros restos, como la porción de muro derruido perteneciente a una rampa piscícola, una pila gigantesca de ramas regurgitada por el desagüe de una minicentral, o el motor desechado de un limpiarrejas, imposibles de retirar a mano, ya señalaban un género muy concreto de estulticia, desde el momento en que los responsables, por acción u omisión, resultaban fáciles de identificar. 

Pero, en realidad, solo contadísimas voces se habían alzado contra estos y otros agravios. Un fenómeno cronificado: el estado de apatía general, alimentado por un desengaño entreverado de mala conciencia, corroía la ciudad como un óxido imparable, estrechando cada vez más la ya llamada ciudad estrecha. Con su Bosque renacentista y su Ancianita; cuna pasada y presente de eminencias, antiguo emporio textil, oasis serrano y paraíso natural donde se borraba abruptamente la esteparia dehesa charra, punto geográfico privilegiado, la decadencia de Béjar parecía fruto de un anatema. Como poco, ya se contaba media centuria lloviendo sobre mojado. Pero los bejaranos creían más en su propia culpabilidad que en una maldición con reminiscencias veterotestamentarias. Cómo contarlo. ¿A modo de parábola? En Béjar se multiplicaba una paradoja explícita. Era tierra riquísima de nogales, pero las nueces acababan en el lecho de zarzas que invariablemente crecía debajo. Las nueces se desaprovechaban, pero nadie limpiaba las zarzas. Béjar era el nogal sobre las zarzas. 

Con el Cuerpo de Hombre pasaba algo parecido. Todos los veranos, las hordas indígenas, dispuestas en comandos familiares dramáticos de aparejos al caso -neveras, hamacas, colchonetas hinchables, mesas, pelotas, mantas, radios- tomaban posesión de cualquier charco en cincuenta kilómetros a la redonda, pero hacía mucho tiempo que habían dado la espalda a su propio río, solo recordado a la hora de pagar la tasa de depuración de aguas, esa incoherencia. 

Por eso extrañó la brisa fresca. Los jóvenes bejaranos, herederos congénitos del desaliento, forjaron empero la hermosa empresa de la conquista del río, esa pequeña revolución. Acaso el descubrimiento de un paisaje de apariencia legendaria, como diseñado para un videojuego, pero real y palpable, fue entendido por ellos como un llamado a la aventura. Acaso sintieron irresistible la misteriosa conjunción de naturaleza y ruinas, donde las fábricas abandonadas, recorridas por el culebrón avariento de la hiedra, parecían susurrar un desafío sin nombre a través de sus ventanas penumbrosas. Acaso intuyeron lustral el baño en el río ameno, ese río encajonado entre muros fabriles o enormes moles graníticas, con su séquito venturoso de alisos, fresnos y avellanos; ese río espectacular, abrupto y magnificente de charcas umbrías. Poco les importó a los muchachos que las orillas no estuvieran acondicionadas, que el canal al servicio de las minicentrales vampirizara insaciablemente el propio cauce, o que las alcantarillas de Candelario, y aún algunas otras de Béjar distraídas del colector de la depuradora, descartaran la doncellez del Cuerpo de Hombre. 

La gran quedada del 21 de agosto significó la culminación y la muerte de este espíritu. La Ruta de las Fábricas, colonizada de cabo a rabo por la juventud, se convirtió en un inmenso mural impresionista. Como un gran tapiz multicolor, las toallas cubrieron las rocas, la pequeña playa de las Golondrinas y buena parte del paseo cementado. Nunca el río tuvo tanta vida, nunca disfrutó mayor homenaje. Las risas solaparon el rumor de su caudal; manos unánimes, piedra a piedra, recrecieron las pesqueras de la Luna, la de los Caballos, la de Tapia; los bañistas estaban poseídos de un frenesí inaugural. Parecía la despedida del anatema. 

Pero a media tarde la noticia arrasó la ribera como un tornado. Una chica se había despeñado en la Pesquera de los Ladrones; el accidente fue mortal. Como un ejército en retirada, los muchachos abandonaron la Ruta de las Fábricas ahítos de derrota. Un súbito telón de nubarrones cubrió el cielo de la ciudad estrecha como una rúbrica de la fatalidad. Se desató una gran tormenta. 


 Gabriel Cusac

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