3 de octubre de 2021

Puta vida

 

Balcón de casa colonial, Francisco Mangialardi (imagen tomada del blog Paisajes y bodegones al óleo)


“Cuanto más viejo, más pellejo”, se dice. Y, pese a la popularidad de este refrán, su interpretación no es unívoca. Pero yo siempre he entendido que el paso de los años te hace más cabrón, idea que comparto simplemente fijándome en los demás y, sobre todo, en mí. Bien superada la media centuria -que ha pasado como pasa un tren-, el escorial del desengaño gana terreno al jardín de las ilusiones, y, ya perro viejo, no me reconozco en aquel joven noble, idealista y valiente que fui. Quizá sea un mecanismo natural de autodefensa, quizá madurar implique por necesidad una delimitación muy concreta de los afectos, una merma de la empatía y un llamado constante a la prudencia. Quizá tenga que ser así por huevos, lo desconozco. Solo sé que, efectivamente, cada día soy más cabrón. Y, sin embargo, de vez en cuando ocurren cosas que traspasan mi coraza de insensibilidad. Les cuento.

Si me devolvieran toda la pasta que he fundido en copas y farlopa, quizá viviera en la Castellana. No se da el caso. Habito una casa humilde en un barrio humilde de una pequeña ciudad empero orgullosa, un orgullo similar al de esos hidalgos de ropas parcheadas que aparecen en la novela picaresca. Vivo más solo que la una, porque no me aguanta ni Dios. Trabajo en un matadero, donde descargo toda mi violencia a cuchilladas sin tener que infringir la ley. Diez horas, seis días a la semana, ganando en B casi tanto como en A, como mandan los cánones del sector. Hace poco me he comprado un Audi gigantesco para dar por culo a los vecinos; aunque viva en un piso barato y viaje menos que un espantapájaros, trabajar despiezando cochinos a destajo me permite algunos lujos, por más que mi vida sea una auténtica mierda. Me levanto a las cinco de la mañana y llego a mi simulacro de hogar a media tarde, arrastrando los cojones y dejando una estela chotuna que se ha hecho famosa en el barrio: “Ya viene don Tifus”, bisbisean las comadres del corrillo vecinal, una especie de aquelarre en guata. Me he duchado al acabar el curro y vuelvo a ducharme en casa, con la vana esperanza de que la peste a matadero desaparezca; después, como cualquier porquería precocinada, veo cualquier pijada en la tele y caigo en la cama más derrengado que el caballo de Miguel Strogoff. A medio prospecto estoy roque. Mi desahogo, una irracional huida catártica, llega los sábados por la noche: un furioso maratón de rayas, cubatas y tabaco que me deja los domingos de córpore insepulto. A los alicientes de esta apasionante existencia súmese que peso cien kilos, soy calvorota integral y tengo tal careto de mala hostia que a mi lado Agustín González parecería un príncipe de Disney. Ya ven que soy una joya.

Pese a todo lo dicho, ella me pretende. Pobrecita, se me cae el alma a los pies. Se trata de Belinda, la vecina del bajo derecha. Belinda enviudó hace dos años; desde entonces, vive tan sola como yo. Y, desde hace unos meses, quiere remediarlo; se da además la rara circunstancia de que somos perfectamente coetáneos: como una señal del destino, nacimos el mismo día del pródigo 66. Belinda, de madrugada, está puntualmente apostada en su balcón de geranios, posando con alguna prenda en las manos para tender, como si fuera normal hacerlo a las seis menos cuarto de cada mañana. “Buenos días, Crisanto”, me saluda con su dulce voz, sonriente, poniéndome ojitos, y parece que me saluda el mundo. A mí, a este desgraciado. “Buenos días, Belinda”, respondo con un nudo en la garganta, enternecido. El cariñoso protocolo se repite a la vuelta del trabajo: allí está ella, como una centinela, en su garita florecida: “Buenas tardes, Crisanto”. “Buenas tardes, Belinda”. Incluso algunas mañanas de domingo, cuando aparezco por la calle indecente como un zombi, ella permanece de guardia, esperándome, fiel y abnegada, disculpando mi evidente mamaera con su meloso y lenitivo saludo. En estas ocasiones, subo las escaleras soltando lagrimones como una Magdalena. ¡Triste de mí!

Ustedes se preguntarán: ¿Y a qué esperas, Crisanto?

No puedo, lo siento. No puedo.

Porque la cara de Belinda es un calco de la de Benny Hill, ese que corría a tres mil revoluciones detrás de chicas en minifalda.

Puta vida.

P.D.: Como soy un carcamal, las referencias de este texto quedan algo anticuadas; ruego al joven lector que se esfuerce en la búsqueda internáutica acerca de Miguel Strogoff, Agustín González y, sobre todo, para entender la magnitud de la tragedia, de Benny Hill.

Gabriel Cusac

 

2 comentarios:

  1. Sarcasmo y autocrítica, delicioso relato al que no le falta de " ná". Hacía mucho que no te leía.

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  2. Gracias, Mayca, de parte del triste Crisanto. Hacía mucho que no me leías porque las musas ya me visitan de guindas a brevas...¡Se van más los jóvenes! Un saludo.

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