Un tramo de la ruta |
En
esto del senderismo, si se me permite la expresión, hay que ir con pies de
plomo. Hay mucho psicópata, por ejemplo, que cuelga en el wikiloc viacrucis de
30 kilómetros con tres o cuatro montañas por en medio, y califica la ruta de
moderada. Otro tipo de cabrones, los chovinistas profundos, suelen inundar las
redes de relatos fabulosos sublimando hasta el delirio los presuntos dones de
su terruño, y es frecuente que el caminante foráneo, al darse de bruces contra
el engaño, tenga accesos apátridas, satánicos, misántropos e incluso ácratas (¡sí,
soy testigo: incluso ácratas!). Los cabrones chovinistas suelen ayudarse de la
fotografía, que hoy ya puede definirse como la más extendida variante de la
estafa, y surge en la pantalla del ordenador, siempre en vistosísimos colores,
la alquimia del charco convertido en laguna, del regato en cuesta casi casi tal
cataratas del Iguazú, de cuatro árboles retorcidos como misteriosa Brocelianda
castellana (o extremeña, tanto da). Cuidado, amigos, procurad siempre
informaros exhaustivamente antes de explorar una geografía desconocida. Porque
a la mínima os la meten doblada, como en las páginas de contactos. Al respecto, y como ejemplo admonitorio, esta
es la crónica de una excursión inhumana.
Un
sábado de noviembre. Sol, alguna nube de algodón, buena temperatura, 2.500 de
incidencia acumulada a catorce días. Madrugadores, disciplinados, conscientes
de nuestra misión y después de haber apurado cuatro trompetas y varios chupitos
de cazalla, los miembros de la expedición ya estábamos en el punto de partida
de la ruta a las nueve y media de la mañana. Previamente, disfrutando de las bondades
de nuestra red de carreteras secundarias, habíamos recorrido un jovial trayecto
donde no menos de doscientas curvas sirvieron de revulsivo contra la temida
monotonía del conductor, causa de tantos accidentes. También atravesamos varios
cruces asombrosos, fruto de las más avanzadas vanguardias viales, donde era
preciso tomar desvíos para continuar por la carretera principal (como bien conocen
los usuarios de la SA-220). Y también atropellamos a un jabalí, pero
centrémonos en el tema.
El punto de partida era un pequeño puente del siglo pasado (definido como románico en la reseña que utilizamos), bajo el que fluía, triste como un cortejo fúnebre, un caudal raquítico que, no obstante, aparecía en las fotos tal ancho Misisipi. Si Quevedo quiso al Manzanares aprendiz de río, las aguas turbias y malolientes que allí transitaban indolentemente bien podrían calificarse como conato de arroyo, aunque con más justicia hablaríamos de pura cloaca. Junto al puente, y señalado por un poste desnudo de indicaciones (aunque no habría estado de más una calavera), partía un camino de prometedora amplitud que, al cabo de escasos metros, desembocaba en una especie de “punto sucio” rico en escombros y electrodomésticos muertos e insepultos. Después del vertedero, el prometedor camino se convertía en sendero. Y, a los pocos metros, en empinada trocha casi cegada por las escobas. Por suerte, en el grupo tenemos a Circasiano, de revelador alias “el Nazareno”, un compañero aficionado a la supervivencia, el parkour, las manifestaciones antidesahucios y, en general, a cualquier actividad de riesgo, que parece estar siempre listo para situaciones extremas. Fue él, nuestro héroe, quien, a machetazo limpio, nos abrió paso entre escobas arañadoras y jaras pegajosas, por añadidura amenizándonos el recorrido, en la mejor tradición cenetista, con una virtuosa gavilla de blasfemias rimadas donde compartían elenco desde el Niño Jesús hasta Fray Jordán de Becedas. A los cuatro o cinco kilómetros de continuo ascenso, otro poste desnudo, como un chiste macabro, nos indicó que íbamos por el buen camino, al tiempo que el espeso matorral concluía en un desnudísimo páramo que se entendería desolado de no ser por una visible, olfatible y enorme explotación ganadera con su majestuosa piscina de purines tan solo a unos metros de las naves, uno de estos enclaves privilegiados que, a este ritmo, acabarán convirtiéndose en destino turístico de moda entre patriotas. Es difícil ver un paisaje más lóbrego, pero estábamos animados por haber finado el calvario (eso sí, perfumado) de escobas y jaras, comprobando además que una ancha pista recorría el llano para dar acceso a la macrogranja. Y ya dejábamos atrás sus puertas, hospitalariamente abiertas de par en par, cuando del senderismo pasamos al runnig (o esa polla); vamos, a la puta carrera. Porque unos diez o doce mastines grandes como potros salían galopando de la explotación con evidente furor sacrificial. Eso era demasiado hasta para el curtido Circasiano, el primero en echar patas aún con el machete en la mano, pero sin ánimo de jugar a los gladiadores. Así, perseguidos por una jauría de mastines asesinos, cinco inocentes, viejunos y más bien orondos senderistas que en grupo sumaban cerca de trescientos años y no menos de 35 arrobas, súbitamente se convirtieron en ágiles atletas capaces de correr los diez metros por segundo y de franquear un cercado de dos metros de altura casi de un salto. Obligado te veas.
Los
hijos de perra, después de ladrar furiosamente al otro lado del muro,
desistieron de la masacre y retornaron a la explotación después de unos
minutos. Cinco meadas simultáneas y un rosario de pedos variopintos fueron el
epílogo lustral del terrorífico episodio. Por prudencia, sin salir de la finca,
todavía recorreríamos medio kilómetro antes de retornar a la pista, que
avanzaba en paralelo. El paisaje comenzaba a animarse con un pinar que casi
surgía como un oasis rompiendo la monotonía del deprimente páramo. Aleluya,
hosanna, viva la Pepa. Internarnos en la pinada nos devolvió la moral. Desconocíamos
que era el escenario de una demoníaca vuelta de tuerca en aquella jornada tortuosa.
Porque no tardaron en escucharse varios disparos, y unas astillas de corteza
saltaron a nuestro lado. Vietnam.
-
¡Cuerpo a tierra! ¡Cuerpo a tierra!
Todos
obedecimos la orden de Circasiano, tipo comando, aunque es cierto que la cabeza
de un compañero y la mía colisionaron caprinamente, restando vistosidad a la
maniobra. Ni nos dolió, del acojono que teníamos. Una clemente capa de barrujo
amortiguó los bruscos aterrizajes de sendos Boeing 777. Nos rondaron más
cartuchazos. Afloraron gritos desesperados de campo de exterminio.
-
¡Somos personas! ¡Españoles! ¡No disparen! ¡Socorro!
-
¡Hijos de puta!
-
¡Por favor, tenemos hijos!
-
¡Mayday! ¡Mayday!
-
¡No os mováis! ¡Mejor vivir de bruces que morir por levantar el molondro!
Los
disparos cesaron, y al cabo, con la pinocha todavía marcando un gracioso
collage en nuestras frentes, nos vimos rodeados por una multitudinaria rehala y
una banda de cazadores que ríanse ustedes del “Grupo salvaje” de Sam Peckinpah.
Western crepuscular charro. Que quiénes éramos nosotros. Que a qué idiotas se
les ocurría andar por aquí en plena temporada. Que estábamos atravesando un
coto. Que algún perdigonazo sí nos habríamos merecido. Etc.
Reaccionamos,
claro. Que ningún coto podía cerrar caminos públicos. Que si se creían los
hombres de Harrelson por tener licencia de caza. Que si se corrían viendo la
sangre de animales muertos. Que si ser matarife era un deporte. Que no existía
nada más cobarde que la caza. Etc. Aunque en principio la discusión fue
enconada, decidimos ceder en nuestros argumentos cuando, después de algún
empujón intimidatorio entre senderistas y esas buenas gentes que cada
temporada, por mero altruismo, se esfuerzan en restablecer en el equilibrio
ecológico entre las especies, nos vimos encañonados y, por ende, vencidos ante
la dialéctica de las escopetas. Personalmente, puedo atestiguar que no me he
visto tan humillado ni tan siquiera en períodos de campaña electoral. Y supongo
que los demás se sentían igual. Aún
recibimos algún gargajo de despedida. Mi querida España, esta España mía, esta
España nuestra.
Cabizbajos,
vejados, rotos, no sería más fúnebre el desfile de la Santa Compaña que el
nuestro. Un silencio solo interrumpido por maldiciones fue la tónica hasta el
final de la ruta, siguiendo la pista unas dos leguas adelante, sin más novedad
reseñable que un pequeño mirador tan infestado de zarzas que resultaba
inaccesible y, ya llegando al pueblo, una bucólica dehesa de fresnos náufragos y
rapados que tanto nos daba fueran frondosos y abundantes. Bueno, otra novedad
reseñable consiste en que derribamos cuatro postes.
Decidimos
unánimemente dirigirnos al bar del pueblo. Con la misma ansiedad del yonqui que
busca al camello, preguntamos señas a un hortelano, quien, con discreción cartuja,
señaló con el dedo hacia el horizonte y volvió a agacharse sobre su surco con
un tremendo cuesco de despedida. Sujetamos a Circasiano al verle desenfundar el
machete. Pero el pueblo no tendría más de veinte calles, y en seguida hallamos
el santuario. Fue el remate. Un vino de la tierra avinagrado y unas patatas
revueltas -revolconas, en el lugar- también avinagradas nos avinagraron y
revolvieron el estómago. Cuatro euros por cabeza. Cosas de la España vaciada.
Ya
de vuelta, cuando el perfil contrahecho de nuestra ciudad asomó tras pasar
frente al Ventorro Pelayo, alguien empezó a entonar el Himno a Béjar. El resto
hicimos coro, pero como ninguno sabía más allá de la primera estrofa, repetimos
esta cinco veces.
Gabriel
Cusac
😂😂😂😂😂
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