14 de enero de 2022

La marcha catastrófica: aviso para senderistas

 


 

Un tramo de la ruta

 

 

En esto del senderismo, si se me permite la expresión, hay que ir con pies de plomo. Hay mucho psicópata, por ejemplo, que cuelga en el wikiloc viacrucis de 30 kilómetros con tres o cuatro montañas por en medio, y califica la ruta de moderada. Otro tipo de cabrones, los chovinistas profundos, suelen inundar las redes de relatos fabulosos sublimando hasta el delirio los presuntos dones de su terruño, y es frecuente que el caminante foráneo, al darse de bruces contra el engaño, tenga accesos apátridas, satánicos, misántropos e incluso ácratas (¡sí, soy testigo: incluso ácratas!). Los cabrones chovinistas suelen ayudarse de la fotografía, que hoy ya puede definirse como la más extendida variante de la estafa, y surge en la pantalla del ordenador, siempre en vistosísimos colores, la alquimia del charco convertido en laguna, del regato en cuesta casi casi tal cataratas del Iguazú, de cuatro árboles retorcidos como misteriosa Brocelianda castellana (o extremeña, tanto da). Cuidado, amigos, procurad siempre informaros exhaustivamente antes de explorar una geografía desconocida. Porque a la mínima os la meten doblada, como en las páginas de contactos.  Al respecto, y como ejemplo admonitorio, esta es la crónica de una excursión inhumana.

Un sábado de noviembre. Sol, alguna nube de algodón, buena temperatura, 2.500 de incidencia acumulada a catorce días. Madrugadores, disciplinados, conscientes de nuestra misión y después de haber apurado cuatro trompetas y varios chupitos de cazalla, los miembros de la expedición ya estábamos en el punto de partida de la ruta a las nueve y media de la mañana. Previamente, disfrutando de las bondades de nuestra red de carreteras secundarias, habíamos recorrido un jovial trayecto donde no menos de doscientas curvas sirvieron de revulsivo contra la temida monotonía del conductor, causa de tantos accidentes. También atravesamos varios cruces asombrosos, fruto de las más avanzadas vanguardias viales, donde era preciso tomar desvíos para continuar por la carretera principal (como bien conocen los usuarios de la SA-220). Y también atropellamos a un jabalí, pero centrémonos en el tema.

El punto de partida era un pequeño puente del siglo pasado (definido como románico en la reseña que utilizamos), bajo el que fluía, triste como un cortejo fúnebre, un caudal raquítico que, no obstante, aparecía en las fotos tal ancho Misisipi. Si Quevedo quiso al Manzanares aprendiz de río, las aguas turbias y malolientes que allí transitaban indolentemente bien podrían calificarse como conato de arroyo, aunque con más justicia hablaríamos de pura cloaca. Junto al puente, y señalado por un poste desnudo de indicaciones (aunque no habría estado de más una calavera), partía un camino de prometedora amplitud que, al cabo de escasos metros, desembocaba en una especie de “punto sucio” rico en escombros y electrodomésticos muertos e insepultos. Después del vertedero, el prometedor camino se convertía en sendero. Y, a los pocos metros, en empinada trocha casi cegada por las escobas. Por suerte, en el grupo tenemos a Circasiano, de revelador alias “el Nazareno”, un compañero aficionado a la supervivencia, el parkour, las manifestaciones antidesahucios y, en general, a cualquier actividad de riesgo, que parece estar siempre listo para situaciones extremas. Fue él, nuestro héroe, quien, a machetazo limpio, nos abrió paso entre escobas arañadoras y  jaras pegajosas, por añadidura amenizándonos el recorrido, en la mejor tradición cenetista, con una virtuosa gavilla de blasfemias rimadas donde compartían elenco desde el Niño Jesús hasta Fray Jordán de Becedas. A los cuatro o cinco kilómetros de continuo ascenso, otro poste desnudo, como un chiste macabro, nos indicó que íbamos por el buen camino, al tiempo que el espeso matorral concluía en un desnudísimo páramo que se entendería desolado de no ser por una visible, olfatible y enorme explotación ganadera con su majestuosa piscina de purines tan solo a unos metros de las naves, uno de estos enclaves privilegiados que, a este ritmo, acabarán convirtiéndose en destino turístico de moda entre patriotas. Es difícil ver un paisaje más lóbrego, pero estábamos animados por haber finado el calvario (eso sí, perfumado) de escobas y jaras, comprobando además que una ancha pista recorría el llano para dar acceso a la macrogranja. Y ya dejábamos atrás sus puertas, hospitalariamente abiertas de par en par, cuando del senderismo pasamos al runnig (o esa polla); vamos, a la puta carrera. Porque unos diez o doce mastines grandes como potros salían galopando de la explotación con evidente furor sacrificial. Eso era demasiado hasta para el curtido Circasiano, el primero en echar patas aún con el machete en la mano, pero sin ánimo de jugar a los gladiadores. Así, perseguidos por una jauría de mastines asesinos, cinco inocentes, viejunos y más bien orondos senderistas que en grupo sumaban cerca de trescientos años y no menos de 35 arrobas, súbitamente se convirtieron en ágiles atletas capaces de correr los diez metros por segundo y de franquear un cercado de dos metros de altura casi de un salto. Obligado te veas.

Los hijos de perra, después de ladrar furiosamente al otro lado del muro, desistieron de la masacre y retornaron a la explotación después de unos minutos. Cinco meadas simultáneas y un rosario de pedos variopintos fueron el epílogo lustral del terrorífico episodio. Por prudencia, sin salir de la finca, todavía recorreríamos medio kilómetro antes de retornar a la pista, que avanzaba en paralelo. El paisaje comenzaba a animarse con un pinar que casi surgía como un oasis rompiendo la monotonía del deprimente páramo. Aleluya, hosanna, viva la Pepa. Internarnos en la pinada nos devolvió la moral. Desconocíamos que era el escenario de una demoníaca vuelta de tuerca en aquella jornada tortuosa. Porque no tardaron en escucharse varios disparos, y unas astillas de corteza saltaron a nuestro lado. Vietnam.

- ¡Cuerpo a tierra! ¡Cuerpo a tierra!

Todos obedecimos la orden de Circasiano, tipo comando, aunque es cierto que la cabeza de un compañero y la mía colisionaron caprinamente, restando vistosidad a la maniobra. Ni nos dolió, del acojono que teníamos. Una clemente capa de barrujo amortiguó los bruscos aterrizajes de sendos Boeing 777. Nos rondaron más cartuchazos. Afloraron gritos desesperados de campo de exterminio.

- ¡Somos personas! ¡Españoles! ¡No disparen! ¡Socorro!

- ¡Hijos de puta!

- ¡Por favor, tenemos hijos!

- ¡Mayday! ¡Mayday!

- ¡No os mováis! ¡Mejor vivir de bruces que morir por levantar el molondro!

Los disparos cesaron, y al cabo, con la pinocha todavía marcando un gracioso collage en nuestras frentes, nos vimos rodeados por una multitudinaria rehala y una banda de cazadores que ríanse ustedes del “Grupo salvaje” de Sam Peckinpah. Western crepuscular charro. Que quiénes éramos nosotros. Que a qué idiotas se les ocurría andar por aquí en plena temporada. Que estábamos atravesando un coto. Que algún perdigonazo sí nos habríamos merecido.  Etc.

Reaccionamos, claro. Que ningún coto podía cerrar caminos públicos. Que si se creían los hombres de Harrelson por tener licencia de caza. Que si se corrían viendo la sangre de animales muertos. Que si ser matarife era un deporte. Que no existía nada más cobarde que la caza. Etc. Aunque en principio la discusión fue enconada, decidimos ceder en nuestros argumentos cuando, después de algún empujón intimidatorio entre senderistas y esas buenas gentes que cada temporada, por mero altruismo, se esfuerzan en restablecer en el equilibrio ecológico entre las especies, nos vimos encañonados y, por ende, vencidos ante la dialéctica de las escopetas. Personalmente, puedo atestiguar que no me he visto tan humillado ni tan siquiera en períodos de campaña electoral. Y supongo que  los demás se sentían igual. Aún recibimos algún gargajo de despedida. Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra.

Cabizbajos, vejados, rotos, no sería más fúnebre el desfile de la Santa Compaña que el nuestro. Un silencio solo interrumpido por maldiciones fue la tónica hasta el final de la ruta, siguiendo la pista unas dos leguas adelante, sin más novedad reseñable que un pequeño mirador tan infestado de zarzas que resultaba inaccesible y, ya llegando al pueblo, una bucólica dehesa de fresnos náufragos y rapados que tanto nos daba fueran frondosos y abundantes. Bueno, otra novedad reseñable consiste en que derribamos cuatro postes.

Decidimos unánimemente dirigirnos al bar del pueblo. Con la misma ansiedad del yonqui que busca al camello, preguntamos señas a un hortelano, quien, con discreción cartuja, señaló con el dedo hacia el horizonte y volvió a agacharse sobre su surco con un tremendo cuesco de despedida. Sujetamos a Circasiano al verle desenfundar el machete. Pero el pueblo no tendría más de veinte calles, y en seguida hallamos el santuario. Fue el remate. Un vino de la tierra avinagrado y unas patatas revueltas -revolconas, en el lugar- también avinagradas nos avinagraron y revolvieron el estómago. Cuatro euros por cabeza. Cosas de la España vaciada.

Ya de vuelta, cuando el perfil contrahecho de nuestra ciudad asomó tras pasar frente al Ventorro Pelayo, alguien empezó a entonar el Himno a Béjar. El resto hicimos coro, pero como ninguno sabía más allá de la primera estrofa, repetimos esta cinco veces.

 

Gabriel Cusac

 

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