Cuadros cardíacos flanqueando la entrada de los aseos de la Hospedería Valle del Ambroz (Hervás)
Repito premio en Hervás, esta vez con un cuento tan exagerado e iconoclasta que debo alabar la valentía del jurado. Aviso: solo para lectores audaces.
Desde
el suceso, Olimpio saluda a los pájaros
I. El cacho Cristo.
Perpetrado en 1953 y donado con ciego altruismo por el curandero, matarife y artista local Cosme Lapela Grimmelshausen, el innombrable pero nombrado Cristo del Sagrado Corazón o, según los lugareños, el Cristo echao p´alante, se alza fatídicamente en el Cerro Escurrebragas, un pintoresco paraje de robles centenarios a las afueras del también pintoresco pueblo cacereño de Herguijuela de Cetrinos. En fábrica de cemento sobre un mínimo pedestal de sillares graníticos -donde se incluye, a juzgar por las inscripciones que presenta, un ara votiva dedicada a Júpiter, conjugando una funcional y carpetovetónica muestra de economía o reciclaje constructivo-, hablamos de un cacho Cristo de casi tres metros de altura, un Cristo ceniciento como un nublado, largo a lo Greco, microcéfalo y de cabellera tentacular, como si le hubiese caído un pulpo encima de la cabeza. Parece el Cristo del Chute, de lo escurrido que está, disparada su exangüe faz sobre un gaznate de canalón, mirando por cuévanos como el dómine Cabra, aspirándose los carrillos, con pómulos yunque, labios solapa, barbita hípster que no logra disimular un mentón cascanueces, y gran nariz aguzada que acentúa la caída toxicómana del interfecto (o Interfecto). No se trata de un Ecce Homo, pero como si lo fuera; tal carga de dramatismo atesora.
De cuello para abajo, aun sin
abandonar la calamidad, el resultado parece más aceptable. Sagradamente, un Corazón
descascarillado y arribista le brota de la zona anatómicamente correspondiente
a la carina traqueal[1]. La Santa
Víscera se rodea de unas muescas que, como elemento característico de la
iconografía religiosa, intentan representar una irradiación metafísica; sin
embargo, no se sabe muy bien porqué, el efecto conseguido es muy terrenal, y más
parece un broche ciñendo la túnica del Salvador que un Corazón luminoso. No
menos agresiva, por otra parte, resulta la grieta que, por un fallo en el
proceso de fraguado, recorre la zona pélvica del Cristo a modo de cesárea o
harakiri cruentos. Otro error, esta vez en el anclaje, provoca la amenazante
inclinación de la estatua, la cual, con sus brazos abiertos en gesto ecuménico,
hace el amago suicidante de tirarse en plancha; un cable tensor uniendo el
dorso del Cristo echao p´alante a una peña trasera evita el
descendimiento (o Descendimiento). Por fortuna, el Cristo no tiene cruz a la
espalda, evitando males mayores y otras metáforas de Pasión. Unas manos
desproporcionadas, unas manos de pelotari contumaz, salen disparadas de las
mangas como dispuestas a arrear guantazos a diestro y siniestro. Podría, el Redentor,
rascarse cualquier parte de la espalda.
Críticos pánfilos, benevolentes o lisérgicos
insertan esta obra en la escuela expresionista; no obstante, la opinión más
extendida señala una chapuza de órdago, un espantajo a la altura del engendro
de Borja o del altar portátil descrito por el glorioso soldado Svejk, donde un
nebuloso cuadro de la Virgen era interpretado por la tropa como “un paisaje
lírico de Bohemia”. Da tanto miedo, el cacho Cristo, que podría ser el mascarón
de proa en un barco pirata.
Hermano tarado de otras imágenes
monumentales que, recuperando el frenesí cardíaco de 1919 -cuando el adúltero,
pornófilo y chupacirios convulsivo Alfonso XIII se postró en el Cerro de los
Ángeles-, el nacionalcatolicismo se encargaría de emboscar por toda España, el cacho
Cristo de Cetrinos de la Herguijuela fue consagrado oficialmente la mañana de San
Sátiro, San Eubulio, San Revocato, Santa Perpetua, etcétera (o Etcétera) de
1953, coincidiendo con una ciclogénesis de agárrate y no te menees, un temporal
(voz antigua que definía el fenómeno meteorológico en aquellos remotos años) de
tres pares de cojones convocante de la blasfemia y abreviador de protocolos, de
tal modo que, entre discursos y misa de campaña, la ceremonia no se alargó más
de un cuarto de hora (para salud de los circunstantes). Dicen que el obispo de
Plasencia, tras retirar con solemnidad la funda de percal que cubría clementemente
la estatua como un perizonium extremo, soltó un “¡Aaaaángela María!” de
admiración o acaso de puro espanto. Luego pontificaría, durante la supersónica
misa, que era un marzo venturoso, por la inauguración del Cristo y porque había
muerto el diablo Stalin. Feliciano Gónadas Gallaruto quiso ofrecer digno
colofón a la ceremonia arrancándose por una saeta extremeña al Nazareno, pero una
solidaria ráfaga de collejas aplacó puntualmente el fervor devocional del
herguijueleño, cretino profundo.
Como en las películas yanquis donde el
policía, el criminal o el amante secreto (a veces, las tres cosas a la vez) acude
de extranjis a un funeral, el protagonista de nuestra historia presenció o
espió el acto en discreto apartamiento del público. Su estampa, eso sí, tenía
un profundo cariz ibérico. Cobijado bajo el Roble Gordo, con sus esparteñas y
su pantalón de pana, su camisa de lienzo y su zamarra, encasquetada a presión
la boina como defensa frente al vendaval, se hallaba Olimpio Trápala Buñuelo, alias
Zamacuco, quien poco antes había retirado las ovejas del paraje, sembrado por
ende de oscuras y blandas oblaciones que se pegaban a las suelas de la
concurrencia como un bucólico souvenir del magno evento. No sospechaba el
humilde zagal -de inquietante parecido fisonómico con el cacho Cristo, por
cierto- qué curiosa aventura propiciaría el nuevo habitante del Cerro
Escurrebragas.
II. Se equivocó la Paloma, se
equivocaba.
Como para sospecharlo. Si a uno le
conocen como “el hijo del faísta” más que por su propio nombre; si sabe que su
padre murió en la batalla de Sierra Guadarrama cinco meses antes de que él
naciera; si sabe que su madre le parió con la cabeza rapada; si desde chinorri
ha crecido entre los montes, cuidando y follando el rebaño del cacique; si toda
su puta vida ha sido un traganabos, este desgraciado no va escuchando serafines
y peyendo aleluyas, ni puede ser muy receptivo a felices intervenciones de la
Divina Providencia. Digamos, de paso, que en la ocasión tampoco la Divina
Providencia estuvo fina, escogiendo como factores del prodigio a un ganapán
salvaje como un fauno y a un traumático Cristo de cemento, pero pase lo que
pase siempre nos queda el consuelo, la coartada o el equilicuá de que los
designios del Señor son inescrutables, y punto pelota. ¡Cuán maravillosa es la primera
de las virtudes teologales!
Solo había transcurrido una semana
desde la inauguración del mamotreto. Ya no quedaba rastro del temporal, mediaba
marzo con júbilo de pajaritos y preludios primaverales, y un sol gozoso
bendecía aquella mañana de Santa Matilde, San Afrodisio, San Leobino y una larga
recua (o Recua), cuando, surgiendo del cacho Cristo y de su Sagrado Corazón
talmente como brotaría de la chistera de un ilusionista, advino la blanca Paloma.
Incognosciblemente, fabulosamente, milagrosamente, macanudamente, Deo
volente. Se trataba del Espíritu Santo, encarnado en níveo plumífero para
transmitir al pastorcillo un mensaje de paz y amor, una profecía escatológica o
cualquier otra mandanga que nunca conoceremos, porque no hubo ocasión para desarrollar
el milagro. Lo que se explica a continuación.
- ¡Gorda como una gallina, la pajarraca!
La vida montaraz propicia agudos
reflejos y rústicas habilidades. El cayado de Olimpio salió despedido de su
mano con un preciso vuelo helicoidal, arreando tal bastonazo al infortunado
Paráclito que este cayó derribado a plomo entre un énfasis de plumas y una
especie de chirrido agónico.
- ¡Toma hostiazo, pochola!
Que la Paloma pareciera haber aflorado
directamente del pecho del Cristo del Sagrado Corazón, para Olimpio, diríase
baladí, un detalle insustancial, algo sin importancia (al contrario que el
hambre, asunto de mucha enjundia). En aquellos tiempos, para millones de
españoles, las palomas no eran las ratas del aire, sino las perdices de los
pobres, del mismo modo que los gatos sí eran liebres y las mondas de las
patatas, fritas en manteca, cumplían como suculentos snacks. Sublevadas,
despegándose en voluptuosa algarabía, a Olimpio le borboteaban las tripas, sus
contemplativas tripas, sus austeras tripas, proclamando el triunfo cinegético y
su consiguiente gaudeamus culinario.
- ¡Ave que vuela, a la cazuela!
-sentenció.
Coja y descalabrada, sangrando por
una herida abierta que le había partido un ala, la Paloma se trompicaba en la
hierba, como borracha. Entre una estela de babas, con el galopar descoyuntado,
ya llegaba el mastín Pichote como una flecha, dispuesto a arrebatar el trofeo a
su amo, aún más famélico; ya el buen pastor, advertido, se tiró de bruces al
suelo, dispuesto a rematar la faena retorciendo el pescuezo a la viviente dádiva,
cuando, en una súbita ascensión (o Ascensión) vertical, como a reacción, la
Paloma consiguió encaramarse en un brazo del Cristo. ¡Cloc! Testa contra testa,
el brutal encontronazo de Olimpio y Pichote tuvo reminiscencias de rebecos en
celo, de tragicomedia picaresca y de cartoon viejuno. El perro lanzó un
aullido lastimero, el hombre soltó un emotivo “¡cacho puta!” y la susodicha (o
Susodicha), entre el alivio y la burla, cacareó, más que zureó, con regodeo
victorioso. Era un preludio teatral. Chulesca, altiva, con el cabeceo
característico de la especie, la Paloma comenzó a recorrer de lado a lado el
brazo cristiano sin dejar de mirar admonitoriamente al frustrado cazador. Una mise
en scène a lo Aristóteles, peripatética en sentido estricto, pero también
plenamente patética desde el momento en que la cojera y el ala jodida restaban majestad
al desfile. Tanta pose y tanto dramatismo no afectó demasiado al sentido
práctico de Olimpio, quien volvió a empuñar el cayado con querencia
colombófila. Le detuvo una voz.
- ¡Quieto, hombre de poca fe, gañán, zurriburri,
mostrenco!
Era una voz atiplada, como de alguien
medio estrangulado, talmente la vocecita feble del mismo Generalísimo. Los
designios del Señor son inescrutables, y quien sabe si el Señor escogió esta
voz por afinidad política, por casualidad o por retranca. Porque se había
manifestado el Paráclito. Lo cual implica, a nivel narrativo, que a partir de
este momento hablemos del Palomo (procurando, eso sí, evitar el calificativo de
cojo, lo que daría lugar a controvertidas interpretaciones).
El mastín y las merinas salieron
disparados como un cohete, pero Olimpio quedó petrificado, aunque, por no se
sabe qué automatismo defensivo, cruzó sus manos delante de la entrepierna.
-Sí, soy Yo -continuó el Palomo-. ¡Olimpio,
Olimpio, ¿por qué me has propinado un trancazo, mentecato? Escucha, pelanas, te
habla el Espíritu Santo. Quítate las zarpas de la bragueta y prostérnate.
- ¿Mande?
-Que te arrodilles, cojones, porque
esta es una ocasión solemne y tienes un espelde que quita el hipo, algarrobo. Y
ahora bien atento, saltabardales. De cierto, de cierto te digo que, oh, cuán infinita
bondad, tuve el detalle de fijarme en ti, espantajo de higuera, para difundir
en el orbe unas revelaciones de tomo y lomo. Entre en tu escaso conocimiento
que mi figura lleva siglos devaluada. ¿Quién coño se acuerda hoy del Espíritu
Santo? En cambio, tienes apariciones marianas para aburrir, un show detrás de
otro. Llegado el momento de dar un golpe de efecto, he pensado que sería el
súmmum, el no va más, escoger como testigo y mensajero de mi revolucionaria
manifestación a un desecho humano de tu calaña, bocarrayo como un ácrata beodo,
con el vello púbico con más lana que una estambrera, saqueador de huertos,
profanador que en los últimos años solo ha pisado la iglesia con nocturnidad y
alevosía, reventando el sagrario y montándose una comunión pagana a base de
vino y hostias, para más inri dejando de recuerdo un zurullo de rosca en el
confesionario, como el artista que firma su obra… Se te suben los colores, ¿eh?
¿No has oído hablar del Ojo Panóptico, el que todo lo ve? ¿De la Omnisciencia?
¿No sabes que ningún acto humano escapa al divino escrutinio? ¡Oh, triste de
ti, necio, oveja descarriada, cazcarrioso!
En este punto de la filípica calló el
Palomo, introduciendo una pausa retórica. Olimpio, cabizbajo y trémulo,
postrado sobre sus rodillas, parecía encogerse como un suflé sacado del horno.
Grave momento para que un desconsiderado hombre, un energúmeno, saliese dando
voces de entre dos piedras feroces. Trascendente momento para ser aderezado por
la nada retórica banda sonora de una flatulencia descomunal, uno de estos pedos
goliats, estruendosos y en rosario, emparentados con las tracas falleras; un
cuesco sísmico que escapó de las entrañas de Olimpio con la turbulencia del
viento tramontano y la furia del martillo de Thor. Inopinada ráfaga que
sobresaltó al Palomo, quien en gracioso salto reflejo quedó encaramado en la
cabeza del cacho Cristo. No pasó un ángel (ya es lo que faltaba), pero calló el
mundo y transcurrieron unos tensos segundos de silencio que rompió el rústico artillero
con una disculpa elemental.
-Perdón, son los nervios.
Miró al cielo el Palomo, como
buscando auxilio en otra persona hipostática. Sus ojos, antes cárdenos, se
habían mudado a puro fuego. Pareció tomar aire, hinchando el pecho, para
reanudar su perorata.
- ¡Y ahora dispara la salva, el
cascaciruelas! ¡Tuba mirum spargens sonum! ¡Pero si sube hasta aquí el
tufo a cadaverina! ¡Quién me mandará a Mí meterme en estos berenjenales!
¡Menudo churro de epifanía! En fin, qué clase, Olimpio: el Diablo hizo en ti
maravillas. Tú, por lo menos, deberías salir en el Antiguo Testamento, estás
muy desperdiciado: el mejor amigo de Job, o algo así. Bueno, bellotero,
mazorral, definitivamente has dejado pasar el tren, has perdido la ocasión que
cambiaría tu vida del anonimato a la fama, de la cagarruta agropecuaria a la
beatitud, de la dehesa a la conserjería de la Universidad de Navarra, porque ya
estaba todo el plan diseñado. Pero se acabó, alea jacta est. Ni buenas
nuevas ni leches; no hay duda de que otro ceporro cualquiera sería mejor
heraldo que tú a la hora de transmitir el mensaje revelado. Misión abortada. ¡Hala,
descansa, se acabó el pestiño! La paz sea contigo, zoquete, comepellejos,
mendrugo.
-Y con tu espíritu [o Espíritu] -respondió
mansamente Olimpio.
El Palomo alzó el vuelo y, tras
ejecutar un tirabuzón algo truncado, bombardeó un blanquinegro excremento
gigante, una cagada más propia de la especie ciconia ciconia, que condecoró
la boina de Olimpio como un marchamo de recochineo empíreo. Súbitos nubarrones
en vuelo rasante clausuraron una porción muy concreta del antes diáfano cielo, rayos
y centellas ensayaron una esgrima intermitente, truenos cabreados multiplicaron
a rebato el cuesco olímpico y goterones formidables como lágrimas de Dolorosa
se cernieron sobre el Cerro Escurrebragas, y solo sobre el Cerro Escurrebragas,
en una especie de vengativa y microclimática performance de Dios.
III. El
Cuervo: un giro mefistofélico.
Preverá el amable e incluso el misántropo lector un desenlace
ejemplarizante, como mandan los cánones. Pero entre los hermosos pensiles
literarios a veces brota un cardo arisco, un pérfido estramonio o una
olivardilla grosera, dándose la casualidad de que en este relato díscolo y
cunetero no se respetan ni cánones ni parábolas al uso ni pollas en vinagre,
qué le vamos a hacer. El imparcial narrador, siquiera sufridamente, se debe a
la verdad, por heterodoxa que esta sea, y, como notario de los hechos, debe
constatar que a los pocos días Olimpio era un decente hacendado, con ovejas propias,
pastor a su servicio y finquita muy aparente. Olimpio, desde el suceso, emprendió
la huida del bando de los desheredados para instalarse en el señorío y la respetabilidad,
a la postre afeitándose y comiendo en mesa, tomando café y cagando en un váter,
como un marqués. El nuevo Olimpio, ya don Olimpio, dijo adiós al borborigmo claustral
de unas tripas sans culottes, al frío de la cencellada fantasmagórica y
al sofoco de canícula entre algarabía de chicharras, a la roña pertinaz y a la
estela de tufo chotuno que dejaba tras su paso, a la mirada difidente de maqui
al acecho y al coito levítico. Por desgracia, querido lector, y a pesar de
nuestros deseos, no podemos hacer uso del prestigiado y tan en boga concepto de
“catarsis”, ya que, stricto sensu, no sería correcto, pero gustosamente
desvelaremos la causa de tan espectaculares vicisitudes. Para lo que debemos
volver al amparo del Roble Gordo.
Se desató la tempestad sacra como expresión furiosa de un dios
paradójico, infantil y todopoderoso al tiempo; Ira Dei que “se revela
contra toda impiedad y justicia de los hombres”, en este caso desplegando un
fanfarrón espectáculo de pirotecnia atmosférica y conato diluvial. A su vez, el
Roble Gordo, como un modesto, pero firme e impertérrito dios penate, cubrió
bajo su copa centenaria a un hato temeroso y a unos no menos acojonados Olimpio
y Pichote. Cesó el turbión al cuarto de hora, quedaron el Cerro Escurrebragas
escurriendo arroyos, el cacho Cristo ya negro de tanto remojo, y Olimpio orinando
interminablemente, como Pantagruel después de la purga, sobre el tronco del
roble tutor, descargando con alivio lenitivo una vejiga pletórica, acaso sobreabastecida
de simpatía pluvial y miedo pánico. Pero si el miedo es potente diurético, no
cabe duda de que un susto -otro- en plena meada puede cortar el chorro rigurosamente.
Como ocurrió.
- ¡Guárdate la minga, Zamacuco!
El espasmo de Olimpio provocó una aspersión indiscreta e ilustradora de
esparteñas y pantalones. En esta ocasión la voz, radicalmente distinta a la del
Palomo, era grave y cavernosa, como preñada de un eco propio. Nuestro sufrido
pastor, sintiéndose las manos de arcilla, se abotonó la bragueta trémulamente e
intentó localizar al ordenante moviendo la cabeza como un suricato, porque la
voz había sonado con calidad ubicua.
- ¡Eh, arriba!
El Cuervo estaba posado en una rama baja del roble; el uso de mayúscula
se debe a una elemental regla de paridad. Era un ejemplar lustroso, de plumaje
ubérrimo, gordo también como una gallina, como si fuera moda entre los
sobrenaturales la desmesura a la hora de encarnaciones aviares. A su lado,
desbordándose sobre la rama, reposaba una talega de terciopelo, negra e
iridiscente como el propio Cuervo. Olimpio, ya con la lección aprendida, se
puso de hinojos por si acaso. Con las alas cruzadas sobre la pechuga, carcajeó
el alado como debe carcajear un orfeón de ogros.
- ¡Levántate, no jodas! ¡No tengo yo la soberbia del palomino [o
Palomino]! ¡Ni sus intenciones! Oye, Zamacuco, te lo digo de verdad: hacía
siglos que no me descojonaba de esta manera. Eres un puto crack, machote, un
nuevo Fausto; a lo garrulo, tipo Sancho Panza, pero con dotes innatas. ¡Al
Anticristo le vendría bien un hombre de confianza como tú, figura!
Volvió a reír el Diablo, y su risa arrastraba memorias de acantilado o
sima airona. Tiritaba el suelo y tiritaban las meninges de Olimpio, a punto de fundirse
y manar por los oídos como mantequilla líquida. Cesó la risotada satánica tan
súbitamente como había brotado y el Cuervo, muy sentido, retomó la palabra
llorando de alegría.
-Hoy ha sido un gran día, monstruo, has marcado una efeméride. Y de este Menda
se podrán decir muchas cosas malas, pero los que me conocen saben que soy
agradecido con los amigos. Esto es tuyo.
El Cuervo empujó la talega con una pata. Al caer a los pies de Olimpio,
el saquito se abrió en una sonrisa áurea y benefactora, como un rayo de sol
después de la borrasca. El republicanismo relicto del ovejero no fue óbice para
que sintiera un vislumbre de felicidad ante la multiplicada efigie de un rey
barbudo; como un rayón de tiza en la pizarra, otra sonrisa renueva se abrió
paso entre otras barbas forajidas.
-Amadeos de cien, oro amarillo del bueno, flor de cuño: un potosí -dijo
el Malo-. A hacer puñetas la miseria, Zamacuco. Aquí no acaba la cosa. Sé que
tienes menos mundo que un escarabajo pelotero. Como los únicos viajes de tu
paupérrima existencia han sido al mercado de Ahigal, te cagarías patas abajo
solo de pensar que está esperándote la metrópoli. Tranquilo, no hay problema. Mañana
conocerás a mi propio tesorero, Mammón. Un tipo legal, pongo la mano en el
fuego. Pero esto es importante, quédate con la copla. Cuando te dirijas a Él no
le llames “Mamón”, por favor: eso le sienta fatal y se pone, valga la redundancia,
hecho un demonio. Tienes que pronunciar su nombre partiéndolo como si fueran
dos: mam-mon, mam-mon; descuelga la mandíbula para que se estire
la eme, aunque parezcas retrasado o un buey mugiendo. Repito, métetelo bien en
la molondra: si se te escapa un “Mamón” vamos apañados, porque monta la de Dios
es Cristo y todo puede acabar como el rosario de la aurora. Mammón será tu
secretario, tu asistente, tu diablo de la guardia, tu amparo y fortaleza. Nada
has de temer. La cita es a las siete de la mañana a las puertas del cementerio.
Y ponte guapo. ¿Capisci?
- ¿Mande?
Volvió a retumbar la carcajada horrísona. El Cuervo echó a volar sin
decir adiós (naturalmente) y, tras ejecutar un tirabuzón perfecto, bombardeó un
blanquinegro excremento gigante, una cagada más propia de la especie ciconia
ciconia, que condecoró la cabeza del Cristo como un marchamo de recochineo
inframundano. Cuando el Cuervo ya era un garabato en el horizonte, todavía
llegaban ecos de su risa con memorias de acantilado o sima airona.
IV. Epílogo y santas pascuas.
A la mañana siguiente Mammón aparcó el Hispano Suiza a las puertas
del cementerio. Del mismo modo que el humilde zagal guardaba un inquietante
parecido fisonómico con el cacho Cristo, era el tesorero avernal tal Errol
Flynn en La dinastía de los Forsythe, felicísima circunstancia que evita
onerosos trámites prosopográficos. No descuidaría su delicado nombre Olimpio,
estirando la eme como retrasado o buey mugiendo, y la estancia capitalina se
desarrolló a las mil maravillas (aunque no divinamente). Alojarse en el Ritz,
comer en el Salón Gayarre del Lhardy y desembarazar la talega de un
puñado de amadeos (el resto quedaba en reserva) a cambio de medio millón de
duros en la joyería Villanueva y Laiseca fueron los primeros pasos de
una agresiva terapia de choque contra el paletismo profundo de Olimpio Trápala
Buñuelo, alias Zamacuco, a la postre don Olimpio, y también el cenotafio
lustral donde quedó encerrada para siempre una pobreza obscena.
Por lo demás, la manía, aparte de inofensiva, es perdonable. Vuelva al
título el atento lector.
Gabriel Cusac Sánchez
[1] Sobre
la latría cardíaca, apúntense las palabras de Nuestro Señor Jesucristo
dirigidas, a pecho descubierto, a la salesa Santa Margarita María de Alacoque,
origen de la milonga: “Mi Divino Corazón está tan apasionado de amor por los
hombres, y por ti en particular, que no pudiendo ya contener en sí mismo las
llamas de su caridad ardiente, le es preciso comunicarlas por tu medio, y
manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos tesoros que te
descubro, y los cuales contienen las gracias santificantes y saludables
necesarias para separarles del abismo de perdición”. Añádase que sor Margarita recibió
esta tórrida revelación acostada tiernamente sobre el pecho del Hijo; un pecho
abridero del que eclosionó como una seta el dichoso (o Dichoso) Corazón. Y ya
de paso, para no quedarnos cortos, venga también el comentario -dicho de todo
corazón- de Giacomo Casanova sobre la obra apologética del jesuita Claude de la
Colombière Devoción del Sagrado Corazón: “De todas las partes humanas de nuestro Divino Mediador,
era esta la que, según nuestro autor, debía adorarse de forma especial; idea
singular de un loco ignorante, cuya lectura me indignó desde la primera página,
porque el corazón no me parecía una víscera más respetable que el pulmón”. Que
por referencias cultas no sea, qué hostias. Tampoco por el uso de recursos
estilísticos: adelante con la aliteración, la anáfora y el calambur (valórese,
en consecuencia, por el ilustre y soberano jurado de este certamen).
Joder, lo que me he reído. Hasta el Cacho Cristo era un personaje, igualito que el Robe Iniesta en el disco aquél de "Yo, minoría absoluta" (que adjunto en foto: tal cual entre cetrino y cemento y un disco cojonudo). Y no sólo la risa, hay frases de antología: "rayos y centellas ensayaron una esgrima intermitente". Enhorabuena por el premio, Gabriel, pero sobre toido por seguir pariento estas estupendas bizarrías (en todas las acepciones del palabro, o Palabro). Un abrazo. Pepe Muñoz
ResponderEliminarMe alegro de que te haya gustado, Pepe, ya sabes que tu opinión la tengo en mucho. La foto no puedo publicarla, eso sí, pero creo que cualquiera sabe a qué te refieres. Un abrazo.
ResponderEliminarGabriel, aunque tarde, acabo de leer tu estupendo/magnífico relato galardonado con el Premio Víctor Chamorro 2021, que no es para menos. Mis cálidas felicitaciones. Y mil gracias por hacerme disfrutar de tu fluida y expresiva prosa, nunca prosaica.
ResponderEliminarCordiales saludos,
Antonio Avilés.
¡Me estás subiendo al altar! Gracias a ti, Antonio, por tu comentario; la satisfacción de que este cuento guste forma parte del premio. Un abrazo.
ResponderEliminarComo es habitual el autor maneja una prosa muy rica, cultivada, divertida y con un punto escatológico. Crea algunas expresiones memorables como : Cristo del Chute, Santa Víscera, pirotecnia atmosférica o encarnaciones aviares.
ResponderEliminarFelicidades por el premio. Aunque si tuviera que elegir, me quedaría con la magistral Carta a la srta. Casti, que según mi humilde opinión debería estudiarse en todos los colegios (incluidos los privados y los catalanes).
Enhorabuena!!!
Títiro.
¡Y yo te digo que debería haber muchos Títiros en el mundo! Gracias, amigo, aunque ahora tenga que pasar de perfil por las puertas. Un abrazo.
ResponderEliminarExtraordinario. Normal que te premien.
ResponderEliminarMuchas gracias, Delfín, por tu visita y tu comentario.
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