23 de octubre de 2021

El relato "Desde el suceso, Olimpio saluda a los pájaros", premio "Víctor Chamorro" 2021

 
Cuadros cardíacos flanqueando la entrada de los aseos de la Hospedería Valle del Ambroz (Hervás)


Repito premio en Hervás, esta vez con un cuento tan exagerado e iconoclasta que debo alabar la valentía del jurado. Aviso: solo para lectores audaces.

 

Desde el suceso, Olimpio saluda a los pájaros

 

I. El cacho Cristo.

Perpetrado en 1953 y donado con ciego altruismo por el curandero, matarife y artista local Cosme Lapela Grimmelshausen, el innombrable pero nombrado Cristo del Sagrado Corazón o, según los lugareños, el Cristo echao p´alante, se alza fatídicamente en el Cerro Escurrebragas, un pintoresco paraje de robles centenarios a las afueras del también pintoresco pueblo cacereño de Herguijuela de Cetrinos. En fábrica de cemento sobre un mínimo pedestal de sillares graníticos -donde se incluye, a juzgar por las inscripciones que presenta, un ara votiva dedicada a Júpiter, conjugando una funcional y carpetovetónica muestra de economía o reciclaje constructivo-, hablamos de un cacho Cristo de casi tres metros de altura, un Cristo ceniciento como un nublado, largo a lo Greco, microcéfalo y de cabellera tentacular, como si le hubiese caído un pulpo encima de la cabeza. Parece el Cristo del Chute, de lo escurrido que está, disparada su exangüe faz sobre un gaznate de canalón, mirando por cuévanos como el dómine Cabra, aspirándose los carrillos, con pómulos yunque, labios solapa, barbita hípster que no logra disimular un mentón cascanueces, y gran nariz aguzada que acentúa la caída toxicómana del interfecto (o Interfecto). No se trata de un Ecce Homo, pero como si lo fuera; tal carga de dramatismo atesora.

De cuello para abajo, aun sin abandonar la calamidad, el resultado parece más aceptable. Sagradamente, un Corazón descascarillado y arribista le brota de la zona anatómicamente correspondiente a la carina traqueal[1]. La Santa Víscera se rodea de unas muescas que, como elemento característico de la iconografía religiosa, intentan representar una irradiación metafísica; sin embargo, no se sabe muy bien porqué, el efecto conseguido es muy terrenal, y más parece un broche ciñendo la túnica del Salvador que un Corazón luminoso. No menos agresiva, por otra parte, resulta la grieta que, por un fallo en el proceso de fraguado, recorre la zona pélvica del Cristo a modo de cesárea o harakiri cruentos. Otro error, esta vez en el anclaje, provoca la amenazante inclinación de la estatua, la cual, con sus brazos abiertos en gesto ecuménico, hace el amago suicidante de tirarse en plancha; un cable tensor uniendo el dorso del Cristo echao p´alante a una peña trasera evita el descendimiento (o Descendimiento). Por fortuna, el Cristo no tiene cruz a la espalda, evitando males mayores y otras metáforas de Pasión. Unas manos desproporcionadas, unas manos de pelotari contumaz, salen disparadas de las mangas como dispuestas a arrear guantazos a diestro y siniestro. Podría, el Redentor, rascarse cualquier parte de la espalda.

Críticos pánfilos, benevolentes o lisérgicos insertan esta obra en la escuela expresionista; no obstante, la opinión más extendida señala una chapuza de órdago, un espantajo a la altura del engendro de Borja o del altar portátil descrito por el glorioso soldado Svejk, donde un nebuloso cuadro de la Virgen era interpretado por la tropa como “un paisaje lírico de Bohemia”. Da tanto miedo, el cacho Cristo, que podría ser el mascarón de proa en un barco pirata.

Hermano tarado de otras imágenes monumentales que, recuperando el frenesí cardíaco de 1919 -cuando el adúltero, pornófilo y chupacirios convulsivo Alfonso XIII se postró en el Cerro de los Ángeles-, el nacionalcatolicismo se encargaría de emboscar por toda España, el cacho Cristo de Cetrinos de la Herguijuela fue consagrado oficialmente la mañana de San Sátiro, San Eubulio, San Revocato, Santa Perpetua, etcétera (o Etcétera) de 1953, coincidiendo con una ciclogénesis de agárrate y no te menees, un temporal (voz antigua que definía el fenómeno meteorológico en aquellos remotos años) de tres pares de cojones convocante de la blasfemia y abreviador de protocolos, de tal modo que, entre discursos y misa de campaña, la ceremonia no se alargó más de un cuarto de hora (para salud de los circunstantes). Dicen que el obispo de Plasencia, tras retirar con solemnidad la funda de percal que cubría clementemente la estatua como un perizonium extremo, soltó un “¡Aaaaángela María!” de admiración o acaso de puro espanto. Luego pontificaría, durante la supersónica misa, que era un marzo venturoso, por la inauguración del Cristo y porque había muerto el diablo Stalin. Feliciano Gónadas Gallaruto quiso ofrecer digno colofón a la ceremonia arrancándose por una saeta extremeña al Nazareno, pero una solidaria ráfaga de collejas aplacó puntualmente el fervor devocional del herguijueleño, cretino profundo.

Como en las películas yanquis donde el policía, el criminal o el amante secreto (a veces, las tres cosas a la vez) acude de extranjis a un funeral, el protagonista de nuestra historia presenció o espió el acto en discreto apartamiento del público. Su estampa, eso sí, tenía un profundo cariz ibérico. Cobijado bajo el Roble Gordo, con sus esparteñas y su pantalón de pana, su camisa de lienzo y su zamarra, encasquetada a presión la boina como defensa frente al vendaval, se hallaba Olimpio Trápala Buñuelo, alias Zamacuco, quien poco antes había retirado las ovejas del paraje, sembrado por ende de oscuras y blandas oblaciones que se pegaban a las suelas de la concurrencia como un bucólico souvenir del magno evento. No sospechaba el humilde zagal -de inquietante parecido fisonómico con el cacho Cristo, por cierto- qué curiosa aventura propiciaría el nuevo habitante del Cerro Escurrebragas.

 

II. Se equivocó la Paloma, se equivocaba.

 

Como para sospecharlo. Si a uno le conocen como “el hijo del faísta” más que por su propio nombre; si sabe que su padre murió en la batalla de Sierra Guadarrama cinco meses antes de que él naciera; si sabe que su madre le parió con la cabeza rapada; si desde chinorri ha crecido entre los montes, cuidando y follando el rebaño del cacique; si toda su puta vida ha sido un traganabos, este desgraciado no va escuchando serafines y peyendo aleluyas, ni puede ser muy receptivo a felices intervenciones de la Divina Providencia. Digamos, de paso, que en la ocasión tampoco la Divina Providencia estuvo fina, escogiendo como factores del prodigio a un ganapán salvaje como un fauno y a un traumático Cristo de cemento, pero pase lo que pase siempre nos queda el consuelo, la coartada o el equilicuá de que los designios del Señor son inescrutables, y punto pelota. ¡Cuán maravillosa es la primera de las virtudes teologales!

Solo había transcurrido una semana desde la inauguración del mamotreto. Ya no quedaba rastro del temporal, mediaba marzo con júbilo de pajaritos y preludios primaverales, y un sol gozoso bendecía aquella mañana de Santa Matilde, San Afrodisio, San Leobino y una larga recua (o Recua), cuando, surgiendo del cacho Cristo y de su Sagrado Corazón talmente como brotaría de la chistera de un ilusionista, advino la blanca Paloma. Incognosciblemente, fabulosamente, milagrosamente, macanudamente, Deo volente. Se trataba del Espíritu Santo, encarnado en níveo plumífero para transmitir al pastorcillo un mensaje de paz y amor, una profecía escatológica o cualquier otra mandanga que nunca conoceremos, porque no hubo ocasión para desarrollar el milagro. Lo que se explica a continuación.

 - ¡Gorda como una gallina, la pajarraca!

La vida montaraz propicia agudos reflejos y rústicas habilidades. El cayado de Olimpio salió despedido de su mano con un preciso vuelo helicoidal, arreando tal bastonazo al infortunado Paráclito que este cayó derribado a plomo entre un énfasis de plumas y una especie de chirrido agónico.

- ¡Toma hostiazo, pochola!

Que la Paloma pareciera haber aflorado directamente del pecho del Cristo del Sagrado Corazón, para Olimpio, diríase baladí, un detalle insustancial, algo sin importancia (al contrario que el hambre, asunto de mucha enjundia). En aquellos tiempos, para millones de españoles, las palomas no eran las ratas del aire, sino las perdices de los pobres, del mismo modo que los gatos sí eran liebres y las mondas de las patatas, fritas en manteca, cumplían como suculentos snacks. Sublevadas, despegándose en voluptuosa algarabía, a Olimpio le borboteaban las tripas, sus contemplativas tripas, sus austeras tripas, proclamando el triunfo cinegético y su consiguiente gaudeamus culinario.

- ¡Ave que vuela, a la cazuela! -sentenció.

Coja y descalabrada, sangrando por una herida abierta que le había partido un ala, la Paloma se trompicaba en la hierba, como borracha. Entre una estela de babas, con el galopar descoyuntado, ya llegaba el mastín Pichote como una flecha, dispuesto a arrebatar el trofeo a su amo, aún más famélico; ya el buen pastor, advertido, se tiró de bruces al suelo, dispuesto a rematar la faena retorciendo el pescuezo a la viviente dádiva, cuando, en una súbita ascensión (o Ascensión) vertical, como a reacción, la Paloma consiguió encaramarse en un brazo del Cristo. ¡Cloc! Testa contra testa, el brutal encontronazo de Olimpio y Pichote tuvo reminiscencias de rebecos en celo, de tragicomedia picaresca y de cartoon viejuno. El perro lanzó un aullido lastimero, el hombre soltó un emotivo “¡cacho puta!” y la susodicha (o Susodicha), entre el alivio y la burla, cacareó, más que zureó, con regodeo victorioso. Era un preludio teatral. Chulesca, altiva, con el cabeceo característico de la especie, la Paloma comenzó a recorrer de lado a lado el brazo cristiano sin dejar de mirar admonitoriamente al frustrado cazador. Una mise en scène a lo Aristóteles, peripatética en sentido estricto, pero también plenamente patética desde el momento en que la cojera y el ala jodida restaban majestad al desfile. Tanta pose y tanto dramatismo no afectó demasiado al sentido práctico de Olimpio, quien volvió a empuñar el cayado con querencia colombófila. Le detuvo una voz.

- ¡Quieto, hombre de poca fe, gañán, zurriburri, mostrenco!

Era una voz atiplada, como de alguien medio estrangulado, talmente la vocecita feble del mismo Generalísimo. Los designios del Señor son inescrutables, y quien sabe si el Señor escogió esta voz por afinidad política, por casualidad o por retranca. Porque se había manifestado el Paráclito. Lo cual implica, a nivel narrativo, que a partir de este momento hablemos del Palomo (procurando, eso sí, evitar el calificativo de cojo, lo que daría lugar a controvertidas interpretaciones).

El mastín y las merinas salieron disparados como un cohete, pero Olimpio quedó petrificado, aunque, por no se sabe qué automatismo defensivo, cruzó sus manos delante de la entrepierna.

-Sí, soy Yo -continuó el Palomo-. ¡Olimpio, Olimpio, ¿por qué me has propinado un trancazo, mentecato? Escucha, pelanas, te habla el Espíritu Santo. Quítate las zarpas de la bragueta y prostérnate.

- ¿Mande?

-Que te arrodilles, cojones, porque esta es una ocasión solemne y tienes un espelde que quita el hipo, algarrobo. Y ahora bien atento, saltabardales. De cierto, de cierto te digo que, oh, cuán infinita bondad, tuve el detalle de fijarme en ti, espantajo de higuera, para difundir en el orbe unas revelaciones de tomo y lomo. Entre en tu escaso conocimiento que mi figura lleva siglos devaluada. ¿Quién coño se acuerda hoy del Espíritu Santo? En cambio, tienes apariciones marianas para aburrir, un show detrás de otro. Llegado el momento de dar un golpe de efecto, he pensado que sería el súmmum, el no va más, escoger como testigo y mensajero de mi revolucionaria manifestación a un desecho humano de tu calaña, bocarrayo como un ácrata beodo, con el vello púbico con más lana que una estambrera, saqueador de huertos, profanador que en los últimos años solo ha pisado la iglesia con nocturnidad y alevosía, reventando el sagrario y montándose una comunión pagana a base de vino y hostias, para más inri dejando de recuerdo un zurullo de rosca en el confesionario, como el artista que firma su obra… Se te suben los colores, ¿eh? ¿No has oído hablar del Ojo Panóptico, el que todo lo ve? ¿De la Omnisciencia? ¿No sabes que ningún acto humano escapa al divino escrutinio? ¡Oh, triste de ti, necio, oveja descarriada, cazcarrioso!   

En este punto de la filípica calló el Palomo, introduciendo una pausa retórica. Olimpio, cabizbajo y trémulo, postrado sobre sus rodillas, parecía encogerse como un suflé sacado del horno. Grave momento para que un desconsiderado hombre, un energúmeno, saliese dando voces de entre dos piedras feroces. Trascendente momento para ser aderezado por la nada retórica banda sonora de una flatulencia descomunal, uno de estos pedos goliats, estruendosos y en rosario, emparentados con las tracas falleras; un cuesco sísmico que escapó de las entrañas de Olimpio con la turbulencia del viento tramontano y la furia del martillo de Thor. Inopinada ráfaga que sobresaltó al Palomo, quien en gracioso salto reflejo quedó encaramado en la cabeza del cacho Cristo. No pasó un ángel (ya es lo que faltaba), pero calló el mundo y transcurrieron unos tensos segundos de silencio que rompió el rústico artillero con una disculpa elemental.

-Perdón, son los nervios.

Miró al cielo el Palomo, como buscando auxilio en otra persona hipostática. Sus ojos, antes cárdenos, se habían mudado a puro fuego. Pareció tomar aire, hinchando el pecho, para reanudar su perorata.

- ¡Y ahora dispara la salva, el cascaciruelas! ¡Tuba mirum spargens sonum! ¡Pero si sube hasta aquí el tufo a cadaverina! ¡Quién me mandará a Mí meterme en estos berenjenales! ¡Menudo churro de epifanía! En fin, qué clase, Olimpio: el Diablo hizo en ti maravillas. Tú, por lo menos, deberías salir en el Antiguo Testamento, estás muy desperdiciado: el mejor amigo de Job, o algo así. Bueno, bellotero, mazorral, definitivamente has dejado pasar el tren, has perdido la ocasión que cambiaría tu vida del anonimato a la fama, de la cagarruta agropecuaria a la beatitud, de la dehesa a la conserjería de la Universidad de Navarra, porque ya estaba todo el plan diseñado. Pero se acabó, alea jacta est. Ni buenas nuevas ni leches; no hay duda de que otro ceporro cualquiera sería mejor heraldo que tú a la hora de transmitir el mensaje revelado. Misión abortada. ¡Hala, descansa, se acabó el pestiño! La paz sea contigo, zoquete, comepellejos, mendrugo.

-Y con tu espíritu [o Espíritu] -respondió mansamente Olimpio.

El Palomo alzó el vuelo y, tras ejecutar un tirabuzón algo truncado, bombardeó un blanquinegro excremento gigante, una cagada más propia de la especie ciconia ciconia, que condecoró la boina de Olimpio como un marchamo de recochineo empíreo. Súbitos nubarrones en vuelo rasante clausuraron una porción muy concreta del antes diáfano cielo, rayos y centellas ensayaron una esgrima intermitente, truenos cabreados multiplicaron a rebato el cuesco olímpico y goterones formidables como lágrimas de Dolorosa se cernieron sobre el Cerro Escurrebragas, y solo sobre el Cerro Escurrebragas, en una especie de vengativa y microclimática performance de Dios.

 

III. El Cuervo: un giro mefistofélico.

 

Preverá el amable e incluso el misántropo lector un desenlace ejemplarizante, como mandan los cánones. Pero entre los hermosos pensiles literarios a veces brota un cardo arisco, un pérfido estramonio o una olivardilla grosera, dándose la casualidad de que en este relato díscolo y cunetero no se respetan ni cánones ni parábolas al uso ni pollas en vinagre, qué le vamos a hacer. El imparcial narrador, siquiera sufridamente, se debe a la verdad, por heterodoxa que esta sea, y, como notario de los hechos, debe constatar que a los pocos días Olimpio era un decente hacendado, con ovejas propias, pastor a su servicio y finquita muy aparente. Olimpio, desde el suceso, emprendió la huida del bando de los desheredados para instalarse en el señorío y la respetabilidad, a la postre afeitándose y comiendo en mesa, tomando café y cagando en un váter, como un marqués. El nuevo Olimpio, ya don Olimpio, dijo adiós al borborigmo claustral de unas tripas sans culottes, al frío de la cencellada fantasmagórica y al sofoco de canícula entre algarabía de chicharras, a la roña pertinaz y a la estela de tufo chotuno que dejaba tras su paso, a la mirada difidente de maqui al acecho y al coito levítico. Por desgracia, querido lector, y a pesar de nuestros deseos, no podemos hacer uso del prestigiado y tan en boga concepto de “catarsis”, ya que, stricto sensu, no sería correcto, pero gustosamente desvelaremos la causa de tan espectaculares vicisitudes. Para lo que debemos volver al amparo del Roble Gordo.

Se desató la tempestad sacra como expresión furiosa de un dios paradójico, infantil y todopoderoso al tiempo; Ira Dei que “se revela contra toda impiedad y justicia de los hombres”, en este caso desplegando un fanfarrón espectáculo de pirotecnia atmosférica y conato diluvial. A su vez, el Roble Gordo, como un modesto, pero firme e impertérrito dios penate, cubrió bajo su copa centenaria a un hato temeroso y a unos no menos acojonados Olimpio y Pichote. Cesó el turbión al cuarto de hora, quedaron el Cerro Escurrebragas escurriendo arroyos, el cacho Cristo ya negro de tanto remojo, y Olimpio orinando interminablemente, como Pantagruel después de la purga, sobre el tronco del roble tutor, descargando con alivio lenitivo una vejiga pletórica, acaso sobreabastecida de simpatía pluvial y miedo pánico. Pero si el miedo es potente diurético, no cabe duda de que un susto -otro- en plena meada puede cortar el chorro rigurosamente. Como ocurrió.

- ¡Guárdate la minga, Zamacuco!

El espasmo de Olimpio provocó una aspersión indiscreta e ilustradora de esparteñas y pantalones. En esta ocasión la voz, radicalmente distinta a la del Palomo, era grave y cavernosa, como preñada de un eco propio. Nuestro sufrido pastor, sintiéndose las manos de arcilla, se abotonó la bragueta trémulamente e intentó localizar al ordenante moviendo la cabeza como un suricato, porque la voz había sonado con calidad ubicua.

- ¡Eh, arriba!

El Cuervo estaba posado en una rama baja del roble; el uso de mayúscula se debe a una elemental regla de paridad. Era un ejemplar lustroso, de plumaje ubérrimo, gordo también como una gallina, como si fuera moda entre los sobrenaturales la desmesura a la hora de encarnaciones aviares. A su lado, desbordándose sobre la rama, reposaba una talega de terciopelo, negra e iridiscente como el propio Cuervo. Olimpio, ya con la lección aprendida, se puso de hinojos por si acaso. Con las alas cruzadas sobre la pechuga, carcajeó el alado como debe carcajear un orfeón de ogros.

- ¡Levántate, no jodas! ¡No tengo yo la soberbia del palomino [o Palomino]! ¡Ni sus intenciones! Oye, Zamacuco, te lo digo de verdad: hacía siglos que no me descojonaba de esta manera. Eres un puto crack, machote, un nuevo Fausto; a lo garrulo, tipo Sancho Panza, pero con dotes innatas. ¡Al Anticristo le vendría bien un hombre de confianza como tú, figura!

Volvió a reír el Diablo, y su risa arrastraba memorias de acantilado o sima airona. Tiritaba el suelo y tiritaban las meninges de Olimpio, a punto de fundirse y manar por los oídos como mantequilla líquida. Cesó la risotada satánica tan súbitamente como había brotado y el Cuervo, muy sentido, retomó la palabra llorando de alegría.

-Hoy ha sido un gran día, monstruo, has marcado una efeméride. Y de este Menda se podrán decir muchas cosas malas, pero los que me conocen saben que soy agradecido con los amigos. Esto es tuyo.

El Cuervo empujó la talega con una pata. Al caer a los pies de Olimpio, el saquito se abrió en una sonrisa áurea y benefactora, como un rayo de sol después de la borrasca. El republicanismo relicto del ovejero no fue óbice para que sintiera un vislumbre de felicidad ante la multiplicada efigie de un rey barbudo; como un rayón de tiza en la pizarra, otra sonrisa renueva se abrió paso entre otras barbas forajidas.

-Amadeos de cien, oro amarillo del bueno, flor de cuño: un potosí -dijo el Malo-. A hacer puñetas la miseria, Zamacuco. Aquí no acaba la cosa. Sé que tienes menos mundo que un escarabajo pelotero. Como los únicos viajes de tu paupérrima existencia han sido al mercado de Ahigal, te cagarías patas abajo solo de pensar que está esperándote la metrópoli. Tranquilo, no hay problema. Mañana conocerás a mi propio tesorero, Mammón. Un tipo legal, pongo la mano en el fuego. Pero esto es importante, quédate con la copla. Cuando te dirijas a Él no le llames “Mamón”, por favor: eso le sienta fatal y se pone, valga la redundancia, hecho un demonio. Tienes que pronunciar su nombre partiéndolo como si fueran dos: mam-mon, mam-mon; descuelga la mandíbula para que se estire la eme, aunque parezcas retrasado o un buey mugiendo. Repito, métetelo bien en la molondra: si se te escapa un “Mamón” vamos apañados, porque monta la de Dios es Cristo y todo puede acabar como el rosario de la aurora. Mammón será tu secretario, tu asistente, tu diablo de la guardia, tu amparo y fortaleza. Nada has de temer. La cita es a las siete de la mañana a las puertas del cementerio. Y ponte guapo. ¿Capisci?

- ¿Mande?

Volvió a retumbar la carcajada horrísona. El Cuervo echó a volar sin decir adiós (naturalmente) y, tras ejecutar un tirabuzón perfecto, bombardeó un blanquinegro excremento gigante, una cagada más propia de la especie ciconia ciconia, que condecoró la cabeza del Cristo como un marchamo de recochineo inframundano. Cuando el Cuervo ya era un garabato en el horizonte, todavía llegaban ecos de su risa con memorias de acantilado o sima airona.

 

IV. Epílogo y santas pascuas.

 

A la mañana siguiente Mammón aparcó el Hispano Suiza a las puertas del cementerio. Del mismo modo que el humilde zagal guardaba un inquietante parecido fisonómico con el cacho Cristo, era el tesorero avernal tal Errol Flynn en La dinastía de los Forsythe, felicísima circunstancia que evita onerosos trámites prosopográficos. No descuidaría su delicado nombre Olimpio, estirando la eme como retrasado o buey mugiendo, y la estancia capitalina se desarrolló a las mil maravillas (aunque no divinamente). Alojarse en el Ritz, comer en el Salón Gayarre del Lhardy y desembarazar la talega de un puñado de amadeos (el resto quedaba en reserva) a cambio de medio millón de duros en la joyería Villanueva y Laiseca fueron los primeros pasos de una agresiva terapia de choque contra el paletismo profundo de Olimpio Trápala Buñuelo, alias Zamacuco, a la postre don Olimpio, y también el cenotafio lustral donde quedó encerrada para siempre una pobreza obscena.

Por lo demás, la manía, aparte de inofensiva, es perdonable. Vuelva al título el atento lector.

Gabriel Cusac Sánchez

 



[1] Sobre la latría cardíaca, apúntense las palabras de Nuestro Señor Jesucristo dirigidas, a pecho descubierto, a la salesa Santa Margarita María de Alacoque, origen de la milonga: “Mi Divino Corazón está tan apasionado de amor por los hombres, y por ti en particular, que no pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su caridad ardiente, le es preciso comunicarlas por tu medio, y manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos tesoros que te descubro, y los cuales contienen las gracias santificantes y saludables necesarias para separarles del abismo de perdición”. Añádase que sor Margarita recibió esta tórrida revelación acostada tiernamente sobre el pecho del Hijo; un pecho abridero del que eclosionó como una seta el dichoso (o Dichoso) Corazón. Y ya de paso, para no quedarnos cortos, venga también el comentario -dicho de todo corazón- de Giacomo Casanova sobre la obra apologética del jesuita Claude de la Colombière Devoción del Sagrado Corazón: “De todas las partes humanas de nuestro Divino Mediador, era esta la que, según nuestro autor, debía adorarse de forma especial; idea singular de un loco ignorante, cuya lectura me indignó desde la primera página, porque el corazón no me parecía una víscera más respetable que el pulmón”. Que por referencias cultas no sea, qué hostias. Tampoco por el uso de recursos estilísticos: adelante con la aliteración, la anáfora y el calambur (valórese, en consecuencia, por el ilustre y soberano jurado de este certamen).

8 comentarios:

  1. Joder, lo que me he reído. Hasta el Cacho Cristo era un personaje, igualito que el Robe Iniesta en el disco aquél de "Yo, minoría absoluta" (que adjunto en foto: tal cual entre cetrino y cemento y un disco cojonudo). Y no sólo la risa, hay frases de antología: "rayos y centellas ensayaron una esgrima intermitente". Enhorabuena por el premio, Gabriel, pero sobre toido por seguir pariento estas estupendas bizarrías (en todas las acepciones del palabro, o Palabro). Un abrazo. Pepe Muñoz

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  2. Me alegro de que te haya gustado, Pepe, ya sabes que tu opinión la tengo en mucho. La foto no puedo publicarla, eso sí, pero creo que cualquiera sabe a qué te refieres. Un abrazo.

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  3. Gabriel, aunque tarde, acabo de leer tu estupendo/magnífico relato galardonado con el Premio Víctor Chamorro 2021, que no es para menos. Mis cálidas felicitaciones. Y mil gracias por hacerme disfrutar de tu fluida y expresiva prosa, nunca prosaica.
    Cordiales saludos,
    Antonio Avilés.

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  4. ¡Me estás subiendo al altar! Gracias a ti, Antonio, por tu comentario; la satisfacción de que este cuento guste forma parte del premio. Un abrazo.

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  5. Como es habitual el autor maneja una prosa muy rica, cultivada, divertida y con un punto escatológico. Crea algunas expresiones memorables como : Cristo del Chute, Santa Víscera, pirotecnia atmosférica o encarnaciones aviares.
    Felicidades por el premio. Aunque si tuviera que elegir, me quedaría con la magistral Carta a la srta. Casti, que según mi humilde opinión debería estudiarse en todos los colegios (incluidos los privados y los catalanes).
    Enhorabuena!!!
    Títiro.

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  6. ¡Y yo te digo que debería haber muchos Títiros en el mundo! Gracias, amigo, aunque ahora tenga que pasar de perfil por las puertas. Un abrazo.

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  7. Extraordinario. Normal que te premien.

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  8. Muchas gracias, Delfín, por tu visita y tu comentario.

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