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Bécquer, Perucho y Cunqueiro, el gran Cunqueiro. Fuera de estos tres nombres, las raras orquídeas de lo fantástico surgen casi furtivamente, dispersas, marginales y abrumadas por la evidente hegemonía de la botánica realista en el pensil de las letras patrias. Si realizásemos un ejercicio de escarda, el panorama sería aún más desolador, porque hay subproductos espantosos, como la Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas, indigesto y goticastro mazacote de Agustín Pérez Zaragoza, o La torre de los siete jorobados, folletín barato de Carrere y el sufrido negro Jesús de Aragón (aunque la versión cinematográfica mejora, y sustancialmente, la obra matriz). Tampoco son admisibles, de entrada, algunos socorros deshonestos de editores, quienes no dudan en rellenar presuntas antologías del género recurriendo a los Sueños de Quevedo o desempolvando bestiarios y tratados de maravillas de Nieremberg, Fray Antonio de Fuentelapeña o Pedro Mexía.
Sin embargo, aparte de la terna inicialmente mencionada, honra nuestro acervo cultural un ejemplo insoslayable de magisterio fabuloso, una de estas obras celosas de exclusividad que se resisten a cualquier semejanza: Industrias y andanzas de Alfanhuí. Al respecto, presumiendo retorcidas filiaciones, se han vertido algunas ocurrencias estrambóticas. Lo peor es que algunos de estos despropósitos, por falta de opiniones enfrentadas, de crítica a los críticos, aspiran a convertirse en reglas impostadas. La más extendida de estas invenciones pretende derivar Alfanhuí de nuestra creación literaria genuina, netamente realista: la picaresca. El principal argumento aportado consiste en que Alfanhuí aprende sus industrias de la mano de distintos maestros, como el Lazarillo o el Buscón aprenden de los distintos buscavidas a quienes sirven: estratosférico razonamiento que convierte la picaresca en sinónimo de instrucción, y en pícaro a todo quisque. Bobadas como árboles que no dejan ver el bosque, pero árboles de plástico. Artificios pedantescos. Paranoias eruditas. Alfanhuí, sencillamente, no es un pícaro.
Mayor fundamento parece tener otra interpretación, aquélla que señala esta obra como antecedente español del realismo mágico. En efecto, comprobamos una alternancia entre lo real y lo mágico, pero cuando aparece este último factor lo hace de manera tan poderosa que el sello literario parece un oxímoron abusivo. No obstante, la propia inconcreción del concepto puede alimentar debates infinitos: la frontera entre realismo mágico y género fantástico es difusa. Particularmente, me cuesta entender, por ejemplo, que Pedro Páramo sea etiquetado como uno de los grandes referentes del realismo mágico. Pero acabemos con lo que no es Alfanhuí para intentar definir lo que es, tarea sin duda aún más ardua; tanto, que este apuntador ya la preve destinada a la insuficiencia.
A expensas de Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927), Alfanhuí fue publicado en 1951, unos años antes de El Jarama, tocho realista, en las antípodas de lo fabuloso, que obtuvo el Nadal en 1955 y posteriormente el Premio de la Crítica. Aquí es honesto confesar que nunca he sido capaz de navegar el Jarama ferlosiano; sus aguas me parecen de engrudo. Otras corrientes más amenas fluyen en Industrias y andanzas de Alfanhuí; a ellas sí me entregué con delectación inefable.
Concebida como un cuento de cuentos, episódica, esta pequeña gran novela es la memoria de una iniciación, la del niño Alfanhuí, en la vida y en los oficios: aprendiz de taxidermista, segador, vagabundo, boyero, mozo de recados en una herboristería. Pero, de entre todos sus ministerios, escogerá el más bello y hermético: destilador de colores. Ésta en realidad es también su primera industria, cuando descubre que el polvo de los lagartos disecados puede tener muchas aplicaciones. Poco después, un gallo de veleta, el mismo asesino de los lagartos que Alfanhuí utilizó en sus experimentos, le enseñará el arte de recoger la sangre de los ponientes. También, en esos días, el niño inventa un alfabeto incomprensible, y será expulsado de la escuela por obstinarse en su práctica.
Tempranas industrias que ya marcan una trayectoria heterodoxa, apartada de la alineación y los caminos comunes. Porque -y opino sin refrendo (después de buscarlo en vano), heterodoxo también, mas absolutamente convencido- ésta es la esencia de Alfanhuí, su mensaje: la defensa a ultranza del mundo interior, de la individualidad. El niño que idea un alfabeto propio y es desterrado de las aulas marcha luego a Guadalajara como pupilo de un maestro taxidermista, porque quiere ser disecador. Logrará la oficialía, pero, sobre todo, compartirá con el maestro no sólo la amistad, sino también el cultivo, entre otras raras ciencias, de su prometeica aptitud: robar a la naturaleza el secreto de su luz y sus colores. Aunque, de nuevo, la singularidad será castigada. Bajo la consigna de "al brujo, al brujo", una turba inquisidora da una paliza al maestro y quema su casa. Al cabo, el maestro anuncia su muerte a Alfanhuí, y el anuncio también viste un color: "Me voy al reino de lo blanco, donde se juntan los colores de todas las cosas".
En su posterior período madrileño, que ocupa la segunda parte de la obra, Alfanhuí conoce a don Zana, marioneta que baila sobre las mesas y los ataúdes, un personaje mundano y descarado para quien no existe nada trascendente. Don Zana simboliza a los desalmados, a los seres carentes de espíritu, vacíos. Es la antítesis y la amenaza de Alfanhuí, de su riqueza interior, de su comunión con la naturaleza a través de los colores, de su capacidad de sorpresa, tristeza o entusiasmo, de su pureza. Alfanhuí mata a don Zana, reduciéndole a astillas. El tinte corinto de los zapatos de la marioneta, que impregna sus manos, le ciega al restregarse los ojos. Tras un día de andar a tientas por la ciudad, comienza a ver precisamente cuando sale de ella: otro símbolo.
La tercera y última parte puede a su vez jalonarse en tres etapas: huida de Madrid, estancia en Moraleja con la abuela Ramona, estancia en Palencia. Etapas que Alfanhuí completa, respectivamente, como mendigo, boyero y recadero en una herboristería. Aquí redescubrirá su vocación, la alquimia de los colores.
Con las hierbas se hizo Alfanhuí callado y solitario. Se le puso en los ojos un mirar ausente y vegetal, como si una misma hoja diminuta y extraña estuviera mil veces dibujada a lo ancho y hacia lo hondo de su pupila. Alfanhuí había puestos en sus ojos, delante de su memoria, un algo verde y vegetal que le escondía de los hombres, tanto que cuantos le miraban, le creían mudo y olvidado.
Sus ojos eran ahora como claras, espesas selvas, monótonas y solitarias, donde todas las cosas se perdían. Y caía la luz sesgadamente y se hacía silenciosa y pausada al trasluz de las hojas o se posaba en rachas sobre los claros del bosque, dando a la selva, con su variada sucesión de términos, una honda perspectiva interminable. Y desde lo profundo de aquel vario silencio, maduraba Alfanhuí una nueva y multiverde sabiduría.
Hundido Alfanhuí en semejante especialidad, púsose a trabajar día y noche, a ojos abiertos y cerrados. De día se quedaba mirando las hierbas en lo muerto de la herboristería o en lo vivo del monte. Y se tendía en el suelo con los codos hundidos en la tierra y la cabeza entre las manos, observando largo tiempo los minuciosos retoños. O se ponía por la noche, pacientemente, a analizarlos en lo oscuro, porque allí los veía, representados en su memoria, todo lo grandes que hiciera falta y podía estudiar sus detalles y descomponer sus colores como se le antojara, para mejor conocerlos.
Alfanhuí abandonará la herboristería, en busca de otras andanzas que se adivinan consagración de su sacerdocio panteísta y libre. En el camino, le rodean los alcaravanes, gritando su nombre. El arco iris clausura el nublado y el relato, provocando cierta sensación de orfandad en el lector. Porque el lector desearía seguir caminando con Alfanhuí -que es más sabio, pero quizá no menos niño- hasta el arco iris, hasta el infinito. Hiperadjetivada sin que sobre un solo adjetivo, desbordante de recursos literarios, cada frase como un verso, impecable, Industrias y andanzas de Alfanhuí se resiste a la taxonomía literaria y, como su protagonista, a la identidad colectiva. Utiliza el símbolo, pero no es una obra simbolista. Abunda en las imágenes oníricas, pero no es surrealista. Nos plantea problemas de significado en algunos de sus episodios y en su totalidad. Alfanhuí, como la luz y los colores del mundo, es un bellísimo misterio.
No quiero ser pretencioso, pero me siento obligado a decir que tengo una gran biblioteca. Busco el énfasis: cientos de mis libros no valen un único párrafo de Alfanhuí.
Mil gracias, don Rafael.
Gabriel Cusac
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