En esta misma serie, acerca de La mansión infernal de Richard Matheson,
decíamos ayer: “En la
literatura de terror, donde la amenaza de lo grotesco siempre pende como una
espada de Damocles, conviene más pecar por defecto que por exceso. Otro clásico
del subgénero de las casas encantadas, La maldición de Hill House
(1959), ilustra el primer caso. Y, sin duda alguna, su vástago desbocado, La
casa infernal (1971) es paradigma de lo segundo. La obra de Shirley Jackson
alberga tales pretensiones atmosféricas que se queda corta incluso al
mero nivel explicativo. La de Matheson, ávida de efectismo, incurre en el morbo
y la violencia gratuitos. Sin embargo, cada cual representando un extremo,
ambas reúnen los méritos suficientes para figurar en el elenco de las grandes
novelas de terror”.
Involuntariamente,
La maldición de Hill House incurre en
la vaguedad gráfica de los escenarios, poco más que esbozados. Aunque el lector
moderno, por puro automatismo, completa el dibujo mental de la casa gracias a
las asociaciones proporcionadas por el séptimo arte, Shirley Jackson está más pendiente de la
impresión que de la exposición, dejando mucho que desear en este último aspecto.
Quizá la muestra más obvia de dicha insuficiencia la encontramos en el capítulo
cuarto, cuando se presenta, mediante los diálogos de los personajes, uno de los elementos más turbadores de Hill House: el grupo escultórico de
mármol ubicado en el interior de un salón. Aquí ya no hay referencia que valga:
cualquier ejercicio de imaginación, dado lo romo de los datos, resulta enojoso.
Estas penurias descriptivas, junto con algún que otro diálogo superfluo, son el
talón de Aquiles de la novela.
Voluntariamente,
la autora juega con una calculadísima ambigüedad, siendo esta la característica
definitoria de la novela, y a la vez su mayor mérito. Tras el punto y final, nadie
puede saber si la mansión está realmente encantada o los fenómenos son de naturaleza
poltergeist y achacables a la
principal protagonista, Eleanor. Tampoco es posible descartar la posibilidad de
una -aunque incógnita- justificación racional. No hay certeza ninguna, sino
incertidumbre. Puede que, por este motivo, para muchos el desenlace sea
frustrante; personalmente lo considero insuperable: dejar la puerta abierta a
la interpretación del lector suele ser la más difícil de las soluciones
narrativas. Tal solución, en el caso de Hill
House, obliga, por ejemplo, a que todo el relato gire básicamente en torno
a la visión subjetiva de Eleonor, y que este personaje, por necesidad, sea
víctima de un notorio desequilibrio emocional (como lo fue la propia Shirley
Jackson, como lo son precisamente los causantes de la fenomenología poltergeist); también que, en realidad,
no se produzca ninguna manifestación fantasmagórica evidente y que el
comentario de algunos episodios sea demasiado borroso. Sin embargo, a pesar de
estos condicionantes, el suspense está garantizado.
Todo lo dicho le
suena un tanto familiar al buen conocedor de la literatura de terror. Es
cierto: resulta inevitable comparar a Eleanor con el aya de Otra vuelta de tuerca (1898), y a su vez
suponer que la magnífica obra de Henry James constituye la inspiración principal
de Shirley Jackson. Ambas novelas, Otra
vuelta de tuerca y La maldición de
Hill House, gozosamente se
hermanan como paradigma del clima de angustia y de la narración interpretativa.
El argumento es
un clásico del subgénero de las casas encantadas: un equipo de investigación
psíquica se encierra unos días en una mansión de siniestro historial. El equipo
lo conforman el doctor Montague y las sensitivas Theodora y Eleanor. Les
acompaña Luke, sobrino de la propietaria de la casa, por imposición de esta.
Más tarde se suman la señora Montague y su amigo Arthur, afines a la doctrina espiritista. Fugaz y
diurnamente, haciéndose cargo de la intendencia, aparece el sombrío matrimonio
Dudley. Un retablo variopinto de personalidades, un buen juego de psicologías definidas más a través de los
diálogos que de la voz en tercera persona del narrador (excepto en el caso de Eleanor; como se
ha comentado, el relato gira en torno a sus impresiones). Finalmente, el
trastorno de Eleonor, cada vez más palmario, desembocará en un resultado
fatídico.
En esta ocasión
no he tenido ninguna duda en seleccionar el párrafo de muestra. Espectacular,
antológico, escalofriante, incide en un lugar común del género: la arquitectura
ominosa. Es la presentación de Hill House, en el inicio del segundo capítulo.
Ningún ojo humano puede aislar la desgraciada coincidencia de línea y lugar que sugiere
el mal en la fachada de una casa y, sin embargo, de algún modo, una maníaca
yuxtaposición, un ángulo mal inclinado, un encuentro fortuito entre el tejado y
el cielo, convirtieron Hill House en un lugar de desesperación, más aterrador
si cabe porque la fachada de Hill House parecía despierta, vigilando con sus
vacías ventanas y mostrando un leve matiz de satisfacción en la ceja de una
cornisa. Prácticamente cualquier casa, cogida por sorpresa o desde un ángulo
singular, puede dedicarle al viandante una expresión profundamente humorística;
incluso una pequeña chimenea traviesa, o una buhardilla como un hoyuelo, puede
sorprender al espectador con cierta sensación de camaradería; pero una casa
arrogante y que odia, que nunca se deja coger por sorpresa, solo puede ser
malvada. Esta casa, que de algún modo parecía haberse levantado a sí misma,
dando forma a su poderosa configuración bajo las manos de sus constructores,
ajustándose a su edificación de líneas y ángulos, alzaba su gran cabeza hacia
el cielo sin concesión a la humanidad. Era una casa carente de bondad, que no
había sido pensada para ser habitada, un lugar inapropiado para la gente o para
el amor o para la esperanza. Un exorcismo es incapaz de alterar el semblante de
una casa; Hill House seguiría siendo igual hasta que fuera destruida.
La adaptación
cinematográfica de Robert Wise, realizada en 1963, es soberbia. La de Jan de
Bont (1999), un crimen.
Gabriel
Cusac
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