1 de junio de 2015

Mi último fantasma



 
Los ojos cerrados, Odilon Redon

Pongo en bandeja, para el lector incrédulo, el dictamen psiquiátrico; no me importa.
Hace muchos años habitaba una casa extraña y vivía una vida extraña. Fue en Tarragona. De ese niño solitario que era yo -y al que hoy contemplo con un trémulo desconcierto- guardo en mi memoria todo un catálogo de experiencias asombrosas. El recuerdo de aquel período no es en absoluto agradable. Aquel niño solitario, de haber continuado la estancia tarraconense, sería hoy un sensitivo excepcional, sin duda. Pero, por suerte, no ha ocurrido así. Y digo esto porque tengo la total certeza de que el privilegio de ser testigo o partícipe de unos fenómenos vedados a la mayoría de las personas estaba íntimamente relacionado, al menos en mi caso, con una gigantesca soledad, con la ausencia de amigos verdaderos, con un cúmulo de vivencias traumáticas. Como si de algún modo una piadosa compensación cósmica me situara en los umbrales de lo paranormal, abriéndome una salida de emergencia ante la presión de un mundo hostil. Las simples palabras Tarragona y Calle Prat de la Riba aún me estremecen; estuve muy cerca de traspasar unas puertas secretas, de emprender un camino sin retorno, de sumirme en una privilegiada marginalidad. Estuve tan cerca que lo paranormal adoptaba una índole de normalidad. Todo aquello pasó, mis dones oscuros fenecieron. Por suerte.
Mi vida ha cambiado mucho desde entonces. No obstante, hace poco más de siete años, tuve una visita especial. Lo cuento ahora, para continuar la serie de fantasmagorías bejaranas iniciada por Carmen Cascón en esta misma bitácora:

No habito un castillo, ni una lúgubre mansión. Mi casa, aunque pequeña, es alegre, alta y luminosa, con unas vistas privilegiadas. Baste decir que vivo en un 5º de la Calle del Sol. Una tarde de verano permanecía sentado al borde de la cama, rebuscando en un cajón del armario ropero que está enfrente. Ya he dicho que la casa es pequeña; el mobiliario goza de una estrecha vecindad. Ocurrió entonces que el colchón se ahuecó justamente a mi lado, como si se hubiera sentado alguien. Pero alguien invisible. Actué con aparente calma. Cerré el cajón, me levanté y salí del dormitorio como si no pasara nada raro; aunque, en el fondo, mi reacción vino motivada por el miedo. Pensé en aquellos instantes que cualquier aspaviento, cualquier acto por mi parte que negara la naturalidad, podría provocar una respuesta “agresiva” de la presencia: el contacto físico, o quizá la materialización espectral.
Este fue mi último fantasma. Nada espectacular, es cierto. Efímero, discreto, acaso amable. Y de paso, sobre todo. Ni tan siquiera podemos hablar, en puridad, de fantasmogénesis. Quién sabe si sería más correcto clasificar a mi anónimo visitante en el heteróclito y nebuloso registro creado por el hombre para nominar aquellas presencias que precisamente no comparten la condición humana: daimon, ángel, genio protector, elemental, bromista cósmico, alienígena… Quién sabe.
Existen realidades paralelas, y a veces las fronteras se rompen.

Gabriel Cusac

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