Pongo en bandeja, para el lector
incrédulo, el dictamen psiquiátrico; no me importa.
Hace muchos años habitaba una casa
extraña y vivía una vida extraña. Fue en Tarragona. De ese niño solitario que
era yo -y al que hoy contemplo con un trémulo desconcierto- guardo en mi
memoria todo un catálogo de experiencias asombrosas. El recuerdo de aquel
período no es en absoluto agradable. Aquel niño solitario, de haber continuado
la estancia tarraconense, sería hoy un sensitivo excepcional, sin duda. Pero, por
suerte, no ha ocurrido así. Y digo esto porque tengo la total certeza de que
el privilegio de ser testigo o partícipe de unos fenómenos vedados a la mayoría
de las personas estaba íntimamente relacionado, al menos en mi caso, con una
gigantesca soledad, con la ausencia de amigos verdaderos, con un cúmulo de
vivencias traumáticas. Como si de algún modo una piadosa compensación cósmica me
situara en los umbrales de lo paranormal, abriéndome una salida de emergencia
ante la presión de un mundo hostil. Las simples palabras Tarragona y Calle Prat de la
Riba aún me estremecen; estuve muy cerca de traspasar unas puertas secretas,
de emprender un camino sin retorno, de sumirme en una privilegiada marginalidad. Estuve tan cerca que lo paranormal adoptaba una índole de
normalidad. Todo aquello pasó, mis dones oscuros fenecieron. Por suerte.
Mi vida ha cambiado mucho desde
entonces. No obstante, hace poco más de siete años, tuve una visita especial.
Lo cuento ahora, para continuar la serie de fantasmagorías bejaranas iniciada
por Carmen Cascón en esta misma bitácora:
No habito un castillo, ni una lúgubre
mansión. Mi casa, aunque pequeña, es alegre, alta y luminosa, con unas vistas
privilegiadas. Baste decir que vivo en un 5º de la Calle del Sol. Una tarde de
verano permanecía sentado al borde de la cama, rebuscando en un cajón del armario
ropero que está enfrente. Ya he dicho que la casa es pequeña; el mobiliario
goza de una estrecha vecindad. Ocurrió entonces que el colchón se ahuecó
justamente a mi lado, como si se hubiera sentado alguien. Pero alguien invisible.
Actué con aparente calma. Cerré el cajón, me levanté y salí del dormitorio como
si no pasara nada raro; aunque, en el fondo, mi reacción vino motivada por el
miedo. Pensé en aquellos instantes que cualquier aspaviento, cualquier acto por
mi parte que negara la naturalidad, podría provocar una respuesta “agresiva” de
la presencia: el contacto físico, o quizá la materialización espectral.
Este fue mi último fantasma. Nada espectacular, es cierto. Efímero,
discreto, acaso amable. Y de paso,
sobre todo. Ni tan siquiera podemos hablar, en puridad, de fantasmogénesis.
Quién sabe si sería más correcto clasificar a mi anónimo visitante en el
heteróclito y nebuloso registro creado por el hombre para nominar aquellas
presencias que precisamente no comparten la condición humana: daimon, ángel,
genio protector, elemental, bromista cósmico, alienígena… Quién sabe.
Existen realidades paralelas, y a
veces las fronteras se rompen.
Gabriel Cusac
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