Campanas contra pájaros, Tithi Luadthong (imagen tomada de 123RF.com) |
El vecino del ático E, don Isabelino
Pebetero Menudencias, de todos conocido como Gualtermatau (por su gran
parecido con el actor de La extraña pareja), o bien Cagón Fluvial
(por serle atribuidos ciertos hábitos bucólicos), no sospechaba el embrollo que
iba a causar con la instalación del campanario. El campanario, la cucada, era talmente
como el de la iglesia de su pueblo, pero en escala reducida (aunque tampoco como
de juguete, eso no) y la campana no tenía más tamaño que su cabeza. Don
Isabelino y también su mujer, doña Cucufata Refilón Artrosis, de explícito
alias Langostina, son de cabeza gorda, no lo vamos a negar, porque en mi
barrio, muy representativo del gracejo popular, decimos que el ayuntamiento ha
sacado los cabezudos cuando la pareja sale de casa. Bueno, en resumidas cuentas, la
campana abultaba no mucho más que un cencerro de buey. La campana de don Isabelino,
fabricada en bronce por maestros campaneros de Alcalá de Guadaíra, tenía su yugo
y su badajo, pero de adorno, porque un mecanismo accionaba un martillito que
tocaba el borde exterior dando los cuartos, la media y la hora.
Agotándose junio, don Isabelino
inauguró su campanario doméstico, invitando a todos los vecinos de la
comunidad. Subió hasta doña Morta, la del bajo A, que se llama así, Morta a
secas, no es ningún diminutivo, y que solo abandona su guarida para hacer la
compra. A doña Morta, que andará cerca de los cien años, la conocemos en el
barrio como la Centinela, porque se pasa las horas muertas asomada a la ventana,
y también como la Hija de Satanás, porque, después de saludar muy
amablemente a cualquiera que pasa por delante de su ventana, de inmediato le echa
una maldición terrible. Tiene esa costumbre, que le vamos a hacer; algunos
dicen que se trata de una enfermedad. El caso es ese, que subió hasta doña
Morta, quizá porque don Isabelino se había encargado de pregonar a los cuatro
vientos que en la inauguración no faltarían vino de San Esteban de la Sierra,
vino quina y jamón ibérico. Y Fanta Naranja para los niños, se me olvidaba. Añádase
que todo a cascoporro, para que la ocasión fuera memorable.
Pues bien, exceptuando la ausencia inevitable
de don Sabas Mikhailovsky Pajitas, alias Kunta Kinte, que trabaja en
unas cárnicas de Guijuelo (en jornada de 8 horas en A y otras 8 en B), la
comunidad en pleno, y algunos familiares y amigos de don Isabelino, nos
juntamos en la terraza del ático E el último viernes de junio. Ah, y un cura,
un cura gordo y de aspecto rústico, un cura con pintas de bandolero, pero con
más pluma que una bandada de flamencos rosas, a quien don Isabelino había contratado
para que bendijera el invento. El campanario era muy bonito, todo en piedra de
Villamayor, brillando como el oro a la luz del sol. Levantaba unos dos metros
del suelo; con su tejadito a cuatro aguas y sus cuatro ventanas de medio punto:
daba gusto verlo. De verdad, una cucada. También tuvo mucho éxito la mesita con
el Tiriñuelo, la Santa Catalina, la Fanta y el jamón. El programa consistía en:
discurso de don Isabelino, bendición del campanario, toque de las seis de la
tarde y vino de honor con pincho. Aunque nos pasó lo que suele pasar a los
españoles en los momentos solemnes: por hache o por be, siempre acabamos cayendo
en lo grotesco.
Don Isabelino se puso a leer el
discurso, pero era la voz que clamaba en el desierto. O, más bien, en el
gallinero. Porque allí no estaba callado ni Dios, todos en torno a la mesa de
las viandas, comiendo y bebiendo a destajo como si no hubiera un mañana,
opinando de los vinos, del jamón, del campanario, de las averías de agua y luz
que cada dos por tres nos joden los electrodomésticos, del gobierno local y del
gobierno nacional, de la desaparición del pequeño comercio, de si los
seminarios son imanes o factorías de plumíferos, del modelo atómico de Schrödinger, de
Faulkner, etc. Tres o cuatro aplausos remotos avisaron a los presentes de que
don Isabelino había acabado el discurso, aunque lo que dijo sigue siendo un
enigma a día de hoy. Quedaban solo dos minutos para las seis, y el cura, que ya
se había cascado cuatro vasos de Tiriñuelo, bendijo el campanario a toda leche,
farfullando gangosamente algunas aleluyas que nadie pudo entender. Luego se
refrescó la cara y la nuca con tres o cuatro golpes de hisopo, porque tenía
mucho calor. Entonces don Isabelino, con aire misterioso, procedió a activar el
mecanismo oculto metiendo la mano por uno de los ojos del campanario, y
hubo unos segundos de expectación y silencio, como pasa con las campanadas de Año
Nuevo. Finalmente, el martillo golpeó la campana con éxito, y al sexto toque
algunas marujas se abrazaron en un énfasis de alegría no ajeno a la
intoxicación etílica. Todos coincidimos en que el sonido de las campanas era
muy agradable, alguno apuntó que le recordaba sus tiempos de monaguillo, otro
habló de que sus primeros polvos se desarrollaron en un campanario, y que por
eso las campanadas tenían para él un punto afrodisíaco, y la concurrencia se
disolvió enseguida porque el cura acabó de rematar las existencias bebiendo a
gollete de la botella de Santa Catalina.
Todo muy entrañable, pero al poco
tiempo pasó lo que tenía que pasar, es decir, que el vecindario ya estaba harto
de las dichosas campanas. Incluso un señor del bloque de enfrente, don
Nicomedes Morrison Trompetilla, alias el Puto Aristócrates, filósofo en
paro (valga la redundancia), se preocupó de pegar en todos los portales de la
calle un alegato anticampanas, muy currado, donde hablaba del derecho al
silencio y de los peligros síquicos de la contaminación acústica, citando con gran erudición a un tal Giovanni Gioviano Pontano, humanista del XV también
contrario a las campanas, y al escritor François Rabelais, quien ya definía el
toque de maitines en Luçon como “rascacojones”. También aseguraba (don
Nicomedes, no François Rabelais) que existía jurisprudencia al caso. Otros
vecinos, menos sabihondos, simplemente recomendaban a don Isabelino que se
metiera la campana por el culo. El campanario de don Isabelino, en definitiva,
tenía al barrio insomne y estresado. Y, en verdad, no era muy lógico que su
capricho nostálgico fastidiase a todo quisque, en un tiempo, por lo demás,
donde cualquier ciudadano consulta la hora en el reloj de pulsera o en el
móvil. Don Isabelino decidió al fin trasladar su campanario dorado a la finca
del pueblo, por no molestar más a la gente, y también porque un tiesto
casualmente caído de una ventana le dislocó un hombro.
Y volvió la paz, porque ahora ya solo
da los cuartos, las medias y las completas la campana de la iglesia parroquial
de San Miguel, una campana cincuenta veces más gorda que la cabeza de don
Isabelino y cincuenta veces más estruendosa (que su campana, no que su cabeza)
y que a la hora de misa despliega todo un concierto que no rasca los cojones,
sino que los hace temblar; una sucesión apoteósica de repiques que parece
anunciar la parusía; una sonora apología del catolicismo, recordándonos que vivimos
en el país de las 22.000 advocaciones marianas; un festival sacro a cuyos sones
tiemblacojones desfilan las diez o doce beatas del barrio con sus mejores galas
y la expresión altiva, colipavas y arrogantes, casi como envueltas en banderas
victoriosas. En la campana de la iglesia del barrio, según dicen, está grabada
la leyenda “Excito lentos”, expresión latina que quiere decir algo así como “¡Arriba,
vagos!”. ¡Hossana!
Posdata: me pregunto qué pasaría si
en el barrio instalasen una mezquita como Alá manda, una mezquita con su
alminar y su muecín, y cuánto tiempo tardaría este muecín en caer abatido.
Gabriel Cusac
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