18 de mayo de 2009

La Virgen del Manatial



Me acompañaba Sofía. Sofía se acerca a la media centuria, tiene los ojos grises, el alma limpia y unas extraordinarias dotes para captar realidades no tangibles. Uno de nuestros vínculos lo constituye cierta devoción panteísta a la que hemos llegado por caminos distintos. Ella, mediante su poderoso instinto; yo, a pesar de algunas experiencias indicativas, básicamente a través de un proceso lógico. Tan heterodoxas inclinaciones -que, en nuestro caso, alcanzan la categoría de fe- nos empujan con frecuencia a la búsqueda de lugares de sacralidad ancestral, lugares especiales que son como volcanes inagotables de energía telúrica. Por una paradoja de fácil entendimiento, los centros de culto católicos -apartados del núcleo urbano, generalmente- suelen convertirse en nuestro destino: la historia del cristianismo es también la historia de la suplantación.
Unas mínimas referencias documentales me bastaron para saber que la Ermita de la Virgen del Manantial es uno de estos sitios concretos. Además, el viaje no era muy largo; apenas tardamos dos horas en llegar al pueblo.
Después de solucionar un interrogatorio exhaustivo (de apurar varias rondas en el único bar, también), Manuel, el anciano santero, accedió a enseñarnos el templo. En prenda, tuve que dejar ni carné de identidad y las llaves del coche al tabernero. Tanto protocolo mereció la pena.
La ermita está a dos kilómetros de la población. El camino, entre alcornoques enanos y roquedos graníticos, habría sido ameno de no castigarnos un sol de justicia. Pero la sola panorámica de la ermita, hundida en una feraz depresión del terreno y escoltada de insospechados cipreses, como una estampa exótica trasplantada en aquellos campos austeros, casi como un espejismo, ya constituye una recompensa soberbia. Anexas, hay algunas construcciones civiles en evidente abandono; las llaman las casas de los guardeses. Como telón de fondo, un abrupto collado de apariencia emergente protege la ermita de los vientos del norte. En su cima tuvo asiento un castro celta: una de las pistas que me guiaron.
La planta de la ermita es rectangular y de unas dimensiones exageradas para una iglesia de su especie, testimoniando la importancia que tuvo antaño. Un pequeño atrio la prologa. Tras éste, asoma una espadaña de doble ojo, aunque sin las correspondientes pupilas de bronce, las campanas taumatúrgicas que antaño -dicen- tocaban solas cuando se avecinaba alguna desgracia en la comarca. En la portada, sobre el sencillo arco de medio punto, saludan al visitante dos modillones alegres. El de la izquierda representa una anfisbena de frontales testas femeninas. El de la derecha, una suerte de basilisco, de perfil y también con cabeza humana, aunque masculina y virada respecto al cuerpo. Mirándole con detalle -a menudo, los canes son, si acaso no lo más reseñable, sí lo más curioso de la arquitectura románica-, se aprecian dos generosos testículos colgando debajo del ala. Las tres cabezas centinelas sonrien diríase que con picardía. Buenas señales.
Una vaharada fétida, mohosa, nos recibió cuando Manuel abrió la puerta. Sofía aspiró con énfasis, como si estuviera disfrutando de un perfume.
-No hay luz eléctrica. Es una lástima -avisó nuestro guía.
Quizá fuera una suerte, al menos en esta ocasión. La luz natural se disparaba a través de las escasas ventanas, propiciando un ambiente de tibieza y misterio afín a nuestros gustos. Las enormes losas del suelo, difuminando sus contornos en la distancia a causa de la penumbra, creaban un efecto de profundidad. Todo el interior estaba diáfano, con la excepción de unos bancos pegados al altar. De la mano de nuestro anfitrión, recorrimos primero las paredes laterales, donde se exhiben algunos cuadros de factura casi infantil retratando -y relatando, en leyenda al pie- diversos milagros atribuidos a la Virgen. Bastante más meritoria es la pila bautismal, hecha en una sola pieza y labrada con motivos vegetales, que se aloja en un ángulo. Finalmente nos detuvimos frente al ábside, recibiendo una primera impresión bastante penosa: ni el altar ni el retablo, de obra chapucera y moderna, merecen mención.
-El retablo original se cambió en los años cuarenta. Estaba ya podrido -explicó Manuel.
Bastó un cruce de miradas discreto y fugaz para que Sofía y yo nos entendiésemos. De sobra conocemos los estragos debidos a la corrupción de los curas rurales, esa marabunta voraz y ensotanada que hasta tiempos demasiados próximos protagonizó el saqueo del patrimonio artístico sacro.
Entre acantos desfigurados y burdos angelotes de purpurina, la imagen de la Virgen, en su hornacina central, destaca como un diamante entre carbones. Es una talla antiquísima, de la segunda mitad del siglo trece, sedente y con el Niño bendecidor sentado no sobre una rodilla, como resulta más común, sino encajado -casi incrustado- entre sus piernas. A la Virgen le falta la mano derecha. Teniendo en cuenta su temprana factura, las caras son más expresivas de lo normal, y esbozan una tímida sonrisa que les otorga un aire ingenuo. Los pliegues de los ropajes están pobremente definidos, y la talla se ha oscurecido por el paso del tiempo, aunque quedan algunos restos de una policromía que seguramente ni tan siquiera es original. Casi parece una virgen negra. Por suerte, no parece tener carcoma, pero clama con urgencia una restauración. Mi pregunta era tan obvia que Manuel no me dejó acabar la frase.
-¿Cómo es posible que una imagen tan valiosa...?
-Hasta hace unos meses, mi mujer y yo vivíamos aquí, en las casas. Pero ya somos muy ancianos para estar tan aislados. Si nos ocurre cualquier percance... Pasada la romería, a finales de junio, la Virgen se va a trasladar a la iglesia parroquial.
-Aquí debajo brota el manantial, ¿verdad? -dijo entonces, un tanto abruptamente, Sofía. Ya hablaré en otra ocasión sobre sus portentosas habilidades como zahorí.
-Sí -admitió Manuel, sorprendido, y con un gesto nos condujo por una de las dos puertas laterales que flanquean el paño del retablo.
Un pequeño deambulatorio pasa por detrás del altar, dando acceso a la sacristía. En el centro del pasillo, una losa de atlante, con dos argollas, tapa el manantial sagrado. Manuel nos estaba contando que las aguas tenían ciertas propiedades medicinales casi milagrosas cuando, a ritmo de pasodoble, sonó su móvil. Entre aquellas piedras románicas, en aquella atmósfera tenebrista y solemne , la llamada tenía ciertos visos de anacronismo sonoro y también de profanación.
-Perdonen.
Se alejó, con el móvil pegado a la oreja, hasta salir fuera. Es posible que aquella llamada obedeciera a un control de seguridad... No deben acercarse al pueblo muchos extranjeros con la intención ex profeso de ver la ermita.
Sofía y yo salimos del deambulatorio para volver a admirar la Virgen del Manantial.
-Nuestra ninfa acuática...cristianizada -comenté.
-Mira -me dijo Sofía, señalando la talla.
Una enorme serpiente verde desfilaba sobre las rodillas de la madona. Morosa, se detuvo unos segundos para contemplarnos antes de desaparecer detrás de la imagen. No sé qué rara asociación mental me hizo recordar, como un destello, un cuadro de Valdés Leal. Me quedé unos segundos abstraído hasta que Sofía, agarrándome de la mano y luciendo su sonrisa infinita, me sacó del templo. Manuel seguía hablando por teléfono, en el atrio. Entre la ermita y las casas, en una pequeña rotonda, manaba una fuente de frontis conopial. Al lado, enroscada como una maroma, estaba de nuevo la serpiente. Parecía sonreir, burlona, como los modillones de la portada.
-Nuestra ninfa -dijo mi amiga.
La serpiente se alejó, lenta y enorme. Y nosotros bebimos unos tragos de aquel agua milagrosa.

Gabriel Cusac



2 comentarios:

Lola dijo...

Mi niña estará orgullosa de tí cuando sepa leer,yo tambien lo estoy.

mojadopapel dijo...

Tienes razón Lola, que fantástica descripción!! he disfrutado.