
El Odilón es un anacronismo. El Odilón tenía que haber vivido en el XVIII o en el XIX, en todo caso no más allá de mediado el crudo siglo XX. La historia nunca ha sido dulce, la Edad de Oro nunca fue, pero corrieron unos tiempos en los que proliferaban los poetas nostálgicos y enfermizos, espantajos dedicados a presentar recital a todas las damas y a todos los crepúsculos, mamarrachos rousonianos que aún creían en la bondad natural del hombre, esperpentos dolosos que incluso estaban bien vistos. El Odilón habría sido por aquellos antaños muy feliz en su condición de vate triste, dichosamente ajeno a la insensibilidad que gobierna nuestros días. Y es que el Odilón es muy sensible, tan sensible que diríase papanatas o gilipollas, y de ahí que escriba bodrios tales:
Este lugar divinal,
suma gracia natural,
al que Dios, siempre acertado,
trajo mi paso cansado,
es edén que se me presenta
sin que en nada lo merezca.
Verdea el prado,
pace el ganado,
cantan los pájaros con alegría,
¡qué dichoso florece el día!
suma gracia natural,
al que Dios, siempre acertado,
trajo mi paso cansado,
es edén que se me presenta
sin que en nada lo merezca.
Verdea el prado,
pace el ganado,
cantan los pájaros con alegría,
¡qué dichoso florece el día!
O parecidos. Es de público conocimiento que los poetas tristes escriben alegrías, para compensar, y viceversa. Queda dicho que el Odilón es poeta triste, más bien desgraciado, y su poética le sale empachosa y merengada, pastelera, lo que sumado a su verso desajustado y a tropezones, por lo demás leproso de religiosidad barata, es causa de tamañas aberraciones literarias. El Odilón iba para vestir sotana, pero dejó las teologías por entender honestamente que también habría Dios en los labios de una mujer. No obstante, del seminario le quedaron dos imborrables secuelas: el habla aflautada y semejante hambre de ganar cielo -pero sin el doloroso trance de la castidad, ahí no- que ya anda cercano a las nubes. Lo suyo, y no lo del padre Brown chestertoniano, sí que es candor. Un candor alucinado, un ultracandor, que le hace descubrir ángeles incólumes flotando en las pupilas femeninas, que le obliga doquiera camine al hallazgo de paraísos de amor y dicha. Para esta flor de santidad, para este inocente ciego, no es difícil sacarle enjundia metafísica a un picacho serrano que se eleva en gótico deseo, a una brizna de hierba que se inclina para contemplar seráficos cielos, a la hoja que el otoño derriba y que llega a las puertas de la iglesia para oir misa, al ruiseñor que en su secreto gorjeo obra plegarias, a la bosta que descuidadamente pisa, si le apuran.
Como es difícil que un poeta, más un poestastro, se gane la vida en la vocación, el Odilón es camarero de servir bodas, bautizos y comuniones. Pero mientras descarga los langostinos en el plato del ávido comensal, el Odilón piensa para sus adentros que cuando sus cuadernos pasen por imprenta quedarán atrás los prosaicos menesteres que se ve obligado a realizar cada fin de semana.
Un joven melancólico y de aspecto afeminado, no más allá de los veinticinco calendarios, pasea al borde de las carreteras cuando el sol comienza a sentir pereza. El joven tiene el mirar azul y beatífico, el andar sereno, las manos en los bolsillos. Va silbando invenciones. Bufan a su lado los camiones, ladran los perros de Palomares, se oyen voces distantes y no se cruza ninguna andarina con ángeles en las pupilas. Pero el Odilón sale a tonda de musas y retorna con nuevos apuntes en su libreta de gaya ciencia, donde se cobijarán encuentros con primorosas pastorcicas, con pájaros orantes, con el arco iris, con el cielo cárdeno y un aire perfumado de hierbabuena y romero. El Odilón es el último poetastro romántico.
Como es difícil que un poeta, más un poestastro, se gane la vida en la vocación, el Odilón es camarero de servir bodas, bautizos y comuniones. Pero mientras descarga los langostinos en el plato del ávido comensal, el Odilón piensa para sus adentros que cuando sus cuadernos pasen por imprenta quedarán atrás los prosaicos menesteres que se ve obligado a realizar cada fin de semana.
Un joven melancólico y de aspecto afeminado, no más allá de los veinticinco calendarios, pasea al borde de las carreteras cuando el sol comienza a sentir pereza. El joven tiene el mirar azul y beatífico, el andar sereno, las manos en los bolsillos. Va silbando invenciones. Bufan a su lado los camiones, ladran los perros de Palomares, se oyen voces distantes y no se cruza ninguna andarina con ángeles en las pupilas. Pero el Odilón sale a tonda de musas y retorna con nuevos apuntes en su libreta de gaya ciencia, donde se cobijarán encuentros con primorosas pastorcicas, con pájaros orantes, con el arco iris, con el cielo cárdeno y un aire perfumado de hierbabuena y romero. El Odilón es el último poetastro romántico.
Gabriel Cusac
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