9 de febrero de 2010

Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez



Confieso, padre, que he pecado. Porque considero insoportable el Ulises del santo Joyce y en la celebración del Bloomsday me pasa lo mismo que en Semana Santa: reniego de los ídolos. Porque tampoco he podido avanzar más allá de unas cuantas páginas de Rayuela, a pesar de que otros devocionarios del santo Cortázar me entusiasmen. Y lo que es más extraño, padre, créame: de mi inefable tocayo Gabo, hasta hoy, sólo me humillo ante Cien años de soledad. No prometo enmendarme, padre, porque seguramente precisaría la paciencia de Job y, además, porque no me da la gana, pero, si acaso sirve de algo, prometo pía jaculatoria en loor de esta última obra. Salud y república, padre.
Dos capitales tiene el imaginario de la literatura hispanomericana. Comala, la cenicienta, la de los espectros y la soledad, y Macondo, la colorida, tan bullente que vivos y muertos participan de su cotidianedidad. Rulfo construyó un purgatorio inmóvil y desesperado; en Macondo, la de los cien años de soledad, la soledad es sonora. Ambos microcosmos provocan una sensación de infinito.
García Márquez hita el acontecer de Macondo a través de la saga de los Buendía; como ocurre en las macronovelas de Mujica Laínez, sobrecoge la coherencia argumental y estilística en un relato tan extenso y tan exagerado de personajes y situaciones. Sabemos, además, que la elaboración de Cien años de soledad supuso un vía crucis penitencial, un sacrificio que exigió la entrega absoluta del autor y la ayuda, al elemental nivel de subsistencia, de quienes le rodeaban. Pero este ejemplo de tenacidad no justifica por sí solo la excelencia del resultado, delator de un cerebro privilegiado. El océano de páginas de Cien años de soledad nos proporciona una travesía emocionante, a veces dulcísima en sus cénits poéticos, a veces estremecida por el leviatán de la violencia, casi mística en su exaltación del detalle. Mar adentro, lejos de experimentar el agotamiento del nauta, avariciamos las sorpresas del horizonte. Pero el mayor encanto de esta novela fundacional reside en la inclusión de elementos fantásticos sin alardes ni énfasis, con la naturalidad de lo cotidiano, configurando la gozosa invención del realismo mágico, maravilla que entendemos clasificación literaria, pero que tiene su origen en una opción vital, la realidad mágica. Lo sabe Jodorowsky, como lo sabía doña Tranquilina, abuela y musa de Gabriel García Márquez.

Eran inútiles sus intentos por sistematizar los presagios. Se presentaban de pronto, en una ráfaga de lucidez sobrenatural, como una convicción absoluta y momentánea, pero inasible. En ocasiones eran tan naturales que no los identificaba como presagios sino cuando se cumplían. Otras veces eran terminantes y no se cumplían. Con frecuencia no eran más que golpes vulgares de superstición.

Antecediendo mi primera incursión en Cien años de soledad había leído Los honores fúnebres del extrañísimo Danilo Kis, donde el entierro de la prostituta Marieta es honrado con la devastación de los jardines públicos y privados hamburgueses. En el cementerio, las banderas rojinegras no dejan ver el cielo, y las flores votivas de la turba proletaria no dejan ver la tumba de Marieta.
Poco después, Gabo me contó la lluvia de flores amarillas que acompañó la muerte de José Arcadio Buendía. No supe desvelar el anuncio de las muertes floridas que leí, tan inmediatas, pero tampoco dudo de su calidad presagiosa, de su realidad mágica.

Gabriel Cusac








2 comentarios:

SILVIA dijo...

Pues no lo he leído, así que confiésome padre, mea culpa.
Un besazo corazón!!!

Gabriel Cusac dijo...

Un beso, bruja.