
Coinciden aquí como coinciden en su encuentro solsticial. Su origen debe buscarse en un prodigio tan remoto como incógnito; ni tan siquiera contamos con la oportuna explicación legendaria. Razonablemente, lo creemos antojo de una magia antigua, surgido cuando los dioses creaban hombres en sus sueños y viceversa. El enigma, en todo caso, es amena llamada al ejercicio de la fantasía: estamos invitados a construir la leyenda.
Nuestra referencia, para estos apuntes, es un manuscrito medieval, incompleto y anónimo, conservado en la Biblioteca Nacional. Por algunos comentarios vertidos en notas marginales del documento, sabemos que es transcripción del desaparecido Tratado de la Sabiduría del filósofo y astrólogo Abubeker Muhammad ben Zacarias al-Razi; única evidencia textual, por tanto, de una obra que hasta hace poco tiempo sólo conocíamos a través de las menciones de otros autores.
Abubeker, con cierta vaguedad geográfica, sitúa la maravilla en Persia, posada sobre una ladera de los montes Zagros, los tormentosos, y aconteciendo en el día más largo del año. Allende, es esta una ocasión muy especial, sazonada por un aparatoso andamiaje de rituales propiciatorios para la bonanza de un nuevo ciclo. Se limpian las casas y se danza al sol, se estrenan ropas, se sacrifican corderos y cabritos, ruedan los panes y los quesos especiados, surge un catálogo de tés. Y se produce, en la ignota ladera, el episodio protagonizado por una flor y un gusano, certificando como una firma discreta y puntual la renovación del mundo, de la vida.
La flor es sólo de ese día. Brota con la primera claridad. Apenas despunta de la tierra, se crea un círculo de briznas de hierba humilladas en su derredor, como enmarcando el prodigio. No asoma tallo; el cáliz se apoya directamente sobre el suelo. Sólo tiene dos pétalos, delgados, frágiles y simétricos, en todo parecidos a las alas de una mariposa, salvo que uno es negro y otro es blanco. La flor mariposa es minúscula como una uña, pero su perfume se extiende como si no fuera una, sino mil, y adormece a los hombres y a las bestias.
No más grande que el meñique de un niño, el gusano arco iris surge junto a la flor mariposa al último rayo de sol. Le nomina un festival de colores, que se agitan y se mezclan sin descanso, gases inquietos, dentro de su piel transparente. En un tris, el gusano arco iris devorará la flor mariposa, cesando su reinado efímero. Aunque él es también verdugo efímero. Tras el banquete, se apagarán sus colores, y volverá a su guarida subterránea. No saldrá hasta pasado un año.
Nuestra referencia, para estos apuntes, es un manuscrito medieval, incompleto y anónimo, conservado en la Biblioteca Nacional. Por algunos comentarios vertidos en notas marginales del documento, sabemos que es transcripción del desaparecido Tratado de la Sabiduría del filósofo y astrólogo Abubeker Muhammad ben Zacarias al-Razi; única evidencia textual, por tanto, de una obra que hasta hace poco tiempo sólo conocíamos a través de las menciones de otros autores.
Abubeker, con cierta vaguedad geográfica, sitúa la maravilla en Persia, posada sobre una ladera de los montes Zagros, los tormentosos, y aconteciendo en el día más largo del año. Allende, es esta una ocasión muy especial, sazonada por un aparatoso andamiaje de rituales propiciatorios para la bonanza de un nuevo ciclo. Se limpian las casas y se danza al sol, se estrenan ropas, se sacrifican corderos y cabritos, ruedan los panes y los quesos especiados, surge un catálogo de tés. Y se produce, en la ignota ladera, el episodio protagonizado por una flor y un gusano, certificando como una firma discreta y puntual la renovación del mundo, de la vida.
La flor es sólo de ese día. Brota con la primera claridad. Apenas despunta de la tierra, se crea un círculo de briznas de hierba humilladas en su derredor, como enmarcando el prodigio. No asoma tallo; el cáliz se apoya directamente sobre el suelo. Sólo tiene dos pétalos, delgados, frágiles y simétricos, en todo parecidos a las alas de una mariposa, salvo que uno es negro y otro es blanco. La flor mariposa es minúscula como una uña, pero su perfume se extiende como si no fuera una, sino mil, y adormece a los hombres y a las bestias.
No más grande que el meñique de un niño, el gusano arco iris surge junto a la flor mariposa al último rayo de sol. Le nomina un festival de colores, que se agitan y se mezclan sin descanso, gases inquietos, dentro de su piel transparente. En un tris, el gusano arco iris devorará la flor mariposa, cesando su reinado efímero. Aunque él es también verdugo efímero. Tras el banquete, se apagarán sus colores, y volverá a su guarida subterránea. No saldrá hasta pasado un año.
Gabriel Cusac
2 comentarios:
que bonitoooo
Dentro de una pera, vivía un gusano.
Si tenía hambre, le daba un bocado.
Tanto, tanto, tanto la mordisqueó,
que al cabo de un año
sin casa se quedó.
Un besazoooooooooooooooooooooo!!!!!
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