El Ailanto o Árbol de los Dioses

De dioses oscuros y renegados, dioses primordiales que, desde las simas del olvido, rumian secularmente visiones de venganza. Su soldado, el ailanto, es tan competente como discreto. No tiene el porte soberbio del nogal, ni la elegancia del ciprés, ni el júbilo del álamo, ni el misterio del sauce, ni la generosidad del manzano; el ailanto pasa desapercibido en la mediocridad como los buenos espías, como los mejores asesinos. Más parece aprendiz de árbol en su dibujo infantil, su diseño simple de hojas dobles en ramillete, su absoluta condición vulgar. Entre tanto, de modo inexorable, va tomando posesión de los pueblos y de las ciudades, de los campos y de los bosques, del mundo. Aprovechando estratégicamente los huecos perdidos, individuo a individuo, manteniendo, a ser posible, la proximidad, y sólo agrupándose allá donde su número no llame la atención: solares en abandono, ruinas, despoblados.
Llegará la primavera fatal, cuando, a la orden de los dioses oscuros, las sámaras del ailanto revienten simultáneamente su vómito mortífero, un polvo tóxico que, cubriendo tierras y mares como un sudario cósmico, asfixiará cualquier expresión de vida. Un armagedón limpio, rápido, eficaz, sin oposición. Sólo los ailantos se mantendrán erguidos como ángeles exterminadores, y recibirán la bendición de los dioses oscuros, nuevos artífices de un mundo antojado.

Gabriel Cusac