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Mi casa es de las más humildes de mi barrio humilde: El Plantío. Antes el ranking no ofrecía dudas, porque al lado se repartían los 55 metros entre 15 chinos, pero hoy ya viven en unos chalés adosados (los chalés, no los chinos). Sí, en mi barrio prolifera la humildad como el estramonio en las cunetas, la falsa oronja en los pinares o los billetes de 500 euros en las concejalías de urbanismo patrias. Aquí, en mi barrio, sale cualquiera a la calle con camisa nueva y ya es una epifanía. Bastante indicativa resulta la existencia de una copiosa población estable de gatos obesos; esta coyuntura sólo se da en sitios así. Somos humildes como el pan y la sal, como las hostias sin consagrar. Sin embargo, a modo de antinomia, de obscenidad, de contradicción inadmisible, vive entre nosotros un tipo con un Audi A6. ¡Un Audi A6! Ese emblema sobre cuatro ruedas del triunfo, de la elegancia, del mamoneo político; ese marchamo pornográfico que aplasta el asfalto y los corazones de los pobres.
El Audi A6 del vecino es un carrazo siempre limpísimo, de cristales tintados, negro y lustroso como un ataúd recién lacado. Todos los demás coches encogen a su paso, sumisos, acojonados; incluso se apartan servilmente para que el A6 aparque sin problemas. Es el rey. Pasa por la calle, y la convierte en un conato de La Moraleja. Y los vecinos eructamos entonces con desprecio proletario, quizá también con envidia loca.
En una ciudad endogámica, donde todos acabamos siendo primos, al individuo no se le conoce parentesco. En un barrio donde el rumor viaja en fotones, nadie sabe dónde trabaja. Sin ermbargo, fuentes de toda solvencia (las comadres del 8) aseguran que el vecino audiano ha sido visto introduciendo un mono de trabajo en una Samsonite, y ésta a su vez en las automovilísticas profundidades del maletero, donde también se alojaba un termo pequeño o un consolador grande, no se sabe a ciencia cierta. No se relaciona, no saluda, no asiste a las reuniones comunitarias, no asume la presidencia de su bloque. Sólo sabemos de él lo que nos cuentan su coche y su apariencia. Es un mocetón airoso, por los treinta, tieso como si le hubieran metido una escoba por el culo, ufano como un diputado provincial. No camina; desfila. Brilan sus zapatos como su Audi. Le quedaría bien un diente de oro, como el de Pedro Navaja, pero no lo tiene.
Este pollopera intruso, este barbián interrogante que nos obliga a las cábalas y a los corrillos inquisidores, con frecuencia pasa largos ratos, una vez que ya ha estacionado, sin salir del Audi. Es otro enigma que nos intriga; a pesar de ser un modelo de alta gama, el A6 carece de masturbador incorporado. A una de estas ocasiones debo el descubrimiento.
Fenómeno tal me permitió espiar con impunidad al petimetre. Fumaba con parsimonia, complaciéndose orgiásticamente en cada calada como si acabase de descubrir los placeres del tabaco. Sin embargo, la placidez del cancerígeno ejercicio quedó de súbito interrumpida por una urgencia de carácter nasal. Y parece ser que no en vano, pues durante unos segundos permaneció observando atentamente el fruto de su imperioso sondeo. Fruto que fue reciclado de manera expeditiva.
Siempre lo había sospechado.
Una vez difundido tan trascendental evento de punta a punta del barrio, considero un deber cívico compartirlo con ustedes. De paso, voy rellenando este diario, mensuario o lo que sea.
P.D.: No creo que sea yo sólo quien defiende acentuar sólo cuando no es lo mismo que solo. Más les valdría, a los académicos, tirar el sillón de la hache, en vez de andar con estas pendejadas.
El Audi A6 del vecino es un carrazo siempre limpísimo, de cristales tintados, negro y lustroso como un ataúd recién lacado. Todos los demás coches encogen a su paso, sumisos, acojonados; incluso se apartan servilmente para que el A6 aparque sin problemas. Es el rey. Pasa por la calle, y la convierte en un conato de La Moraleja. Y los vecinos eructamos entonces con desprecio proletario, quizá también con envidia loca.
En una ciudad endogámica, donde todos acabamos siendo primos, al individuo no se le conoce parentesco. En un barrio donde el rumor viaja en fotones, nadie sabe dónde trabaja. Sin ermbargo, fuentes de toda solvencia (las comadres del 8) aseguran que el vecino audiano ha sido visto introduciendo un mono de trabajo en una Samsonite, y ésta a su vez en las automovilísticas profundidades del maletero, donde también se alojaba un termo pequeño o un consolador grande, no se sabe a ciencia cierta. No se relaciona, no saluda, no asiste a las reuniones comunitarias, no asume la presidencia de su bloque. Sólo sabemos de él lo que nos cuentan su coche y su apariencia. Es un mocetón airoso, por los treinta, tieso como si le hubieran metido una escoba por el culo, ufano como un diputado provincial. No camina; desfila. Brilan sus zapatos como su Audi. Le quedaría bien un diente de oro, como el de Pedro Navaja, pero no lo tiene.
Este pollopera intruso, este barbián interrogante que nos obliga a las cábalas y a los corrillos inquisidores, con frecuencia pasa largos ratos, una vez que ya ha estacionado, sin salir del Audi. Es otro enigma que nos intriga; a pesar de ser un modelo de alta gama, el A6 carece de masturbador incorporado. A una de estas ocasiones debo el descubrimiento.
Yo estaba asomado a la ventana, de pura casualidad, ayer por la tarde. Puedo precisar que sería entre las 18 y las 18,05, intervalo duante el cual, infaliblemente, vuelve de trabajar la Maruchi (la morenita del 6) . No bien hube finalizado, aprovechando estratégicamente la altura de mi situación, un pertinaz abismamiento en el escote sísmico de la susodicha, sin duda el más vistoso de la ciudad estrecha, reparé en que el lechugino había aparcado justo debajo de mi ventana. Y séame permitida, en este punto, una necesaria digresión.
El lechugino no lo sabe. La mayor parte de ustedes, posiblemente, tampoco. Desde una posición perpendicular, y dependiendo de la incidencia de la luz, un espectador puede violar la intimidad presuntamente salvaguardada por los cristales tintados. Se trata de un fenómeno óptico de refracción, de reflexión o de infracción, no estoy seguro. Pero existe.Fenómeno tal me permitió espiar con impunidad al petimetre. Fumaba con parsimonia, complaciéndose orgiásticamente en cada calada como si acabase de descubrir los placeres del tabaco. Sin embargo, la placidez del cancerígeno ejercicio quedó de súbito interrumpida por una urgencia de carácter nasal. Y parece ser que no en vano, pues durante unos segundos permaneció observando atentamente el fruto de su imperioso sondeo. Fruto que fue reciclado de manera expeditiva.
Siempre lo había sospechado.
Una vez difundido tan trascendental evento de punta a punta del barrio, considero un deber cívico compartirlo con ustedes. De paso, voy rellenando este diario, mensuario o lo que sea.
P.D.: No creo que sea yo sólo quien defiende acentuar sólo cuando no es lo mismo que solo. Más les valdría, a los académicos, tirar el sillón de la hache, en vez de andar con estas pendejadas.
Gabriel Cusac
2 comentarios:
¡Es genial! perdona por el socorrido tópico.
Seguramente su genialidad enmudeció los merecidos comentarios.
Desde Candelario, saco los atrasos de tu diario.
Pues últimamente debo estar genial genial.
Que disfrutes con mis "vivencias".
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