5 de junio de 2011

El inmortal, Jorge Luis Borges


En Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) la fantasía es el producto de una conjetura intelectual, de una especulación analítica sin parentesco con el chispazo visionario de autores como Maupassant, Apollinaire o Poe -a quien admiraba-, y en las antípodas, por ejemplo, de los terrores del llamado círculo de Lovecraft. Éstos logran delirios de LSD; él obtiene ideas sobrecogedoras a partir de un estado de hiperlucidez. Por poner un símil literario, su inspiración estaría más cercana al trance deductivo que experimentaba Sherlock Holmes con el auxilio de la cocaína (imagen, por cierto, de insistente censura cinematográfica). De manera engañosa, el argentino parece sentir verdadero pudor ante la imaginación desbocada y ante todos aquellos temas que no puedan ser sometidos al examen filosófico. Sin embargo, esta especie de aristocracia sobre sus colegas de lo fabuloso no implica ningún desprecio y resulta sólo aparente; si, para Borges, ya el realismo como etiqueta literaria representa una mera convención (la realidad es una cosa y la literatura siempre es otra), utilizando esta misma convención, podemos decir que el autor sobresale en su curiosidad por las extrañas escrituras del orbe, las menos realistas, y tanto comenta sobre las alucinaciones místicas de Swedenborg que sobre el golem de Meyrink, sobre Luciano de Samósata, Hawthorne, Blake o el citado Poe, sobre distintas historiografías y mitologías. La humanidad ha tenido la suerte de que todo este saber en verdad enciclopédico se haya destilado, a través de la virtuosa pluma borgiana, en productos gozosos; la inclusión -oblicua y esporádica- en sus textos de algún que otro desatino visceral relacionado con fobias y filias personales apenas empaña la excelsitud de una creación incomparable.
Es tan cierto como reiterado que en Borges el cuento encuentra al más firme de sus defensores; también a su más pulcro hacedor. La admiración que provoca su obra, y, en particular, el precioso repertorio de los relatos fantásticos, no tiene tanto que ver con la idea central como con el meticuloso tratamiento a la que ésta se somete. Argumentalmente, Borges busca -y consigue- la estructura literaria redonda, total, elaborando una trama compleja, de tintes policíacos y frecuentes referencias eruditas, que estimula múltiples lecturas. A menudo el lector piensa la inminencia del desenlace, y Borges, pocas veces conforme con las soluciones sencillas, le sorprende con un giro inesperado que da un nuevo sentido al relato. Formalmente, su prosa, tan desafecta al relleno y el énfasis, alcanza una precisión matemática.
El inmortal, publicado en 1949 dentro del volumen El Aleph, es una buena muestra de todo lo dicho. Como en sus mejores ficciones -La biblioteca de Babel, El libro de arena, El jardín de los senderos que se bifurcan; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius- El inmortal se relaciona con afanes bibliófilos. Del mismo modo, Borges recurre de nuevo a la técnica constructiva de la puesta en abismo, juego de matrioskas donde, en este caso, se conjugan tres distintos planos narrativos. En el primero, escrito en tercera persona, se presenta el hallazgo de un manuscrito dentro del último tomo de la Ilíada, en la traducción de Pope, que el anticuario Joseph Cartaphilus regala a la princesa de Lucinge. La transcripción de dicho manuscrito forma el cuerpo central del relato; se trata de un texto autobiográfico donde Marco Flaminio Rufo, tribuno romano, narra las vicisitudes de su búsqueda del río de la inmortalidad. Al mando de doscientos soldados entregados por el procónsul de Getulia, partiendo de Arsinoe, atraviesa geografías incógnitas y sobrevive a la conjura y al desierto. La muerte, las deserciones y el extravío de sus pocos fieles en una tormenta de arena convierte la empresa en una epopeya solitaria. Descubrirá la Ciudad de los Inmortales cuando ya se cree definitivamente vencido por la sed y el delirio. Pero la ciudad es una ruina; los inmortales, una tribu troglodita de comedores de serpientes. Flaminio Rufo, nuevo inmortal, conocerá allí a Homero, y emprenderá una nueva errancia emparentada con la desgracia, porque acaba entendiendo la sinonimia entre inmortalidad y anatema. Un espino de la costa eritrea, del que nada sabía, le librará casual o milagrosamente de su condena, después de atravesar un periplo milenario.
El cuento podría haber concluído aquí; no dejaría de ser magnífico. Pero, rizando el rizo, El inmortal queda rematado en una posdata que siembra dudas sobre la veracidad del testimonio del romano; se trata del tercer plano narrativo, una exhibición de maestría, una genialidad que en el lector no puede suscitar otro sentimiento inferior a la admiración. En este tramo final se desvelan algunas fuentes de la probable invención (que el narrador desestima como tal en la última frase). Estas fuentes nombran referencias bibliográficas reales o ficticias; de las primeras, ladino Borges, quedan ocultos Heródoto y el libro de Job.
En El inmortal, de prodigiosa síntesis -apenas se extiende unas veinte páginas- , se abigarran historia, mito, epopeya, religión y filosofía. Quizá el lector hubiera deseado compartir al detalle la crónica de los siglos vividos por el Ashavero borgiano; semejante tentación, para el autor, sería obscena.

Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche; bajo las nubes amarillas de la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía, raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lágrimas. Argos, le grité, Argos.
Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.


Borges, que presumía de ser un gran lector -no un gran escritor-, quedo ciego a los 55 años, convirtiéndose desde entonces en lector oyente. Tan cruel -tan literaria, a la vez- paradoja resulta obsesionante.

Gabriel Cusac

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Borges. Muchos le odian, pero es porque saben que no podrán ser nunca como él. El inmortal... a la hora de leerlo toda precaución es poca, uno debe estar siempre alerta. Toda una aventura.

El 14 se cumple un año más de su muerte. Grande es su legado.

Gabriel Cusac dijo...

Es cierto que muchos le odian, Crvx; su biografía es controvertida. Pero la maestría literaria de Borges es indiscutible. Cuánto le debemos.