4 de abril de 2014

El sueño de la tienda de alfombras



Voy a contaros el sueño de la tienda de alfombras.
La tienda de alfombras era inmensa, y sus descomunales escaparates, de varios metros de altura y longitud, ocupaban toda la planta baja de un edificio gigantesco cuyas esquinas se perdían en la distancia. Asomarse a los escaparates, -espejos de Alicia, ventanas a otro mundo- suponía quedar deslumbrado por una irresistible fascinación, como descubrir las entrañas de un palacio encantado. Había salas minúsculas, de dimensiones inhabitables, y salas grandiosas, pero todas tenían en común la sobrecogedora, piranesiana verticalidad otorgada por unos techos catedralicios. En una multicolor cascada de tapices, miles de alfombras descendían sobre las paredes, ocultándolas totalmente y engalanando el vértigo; asimismo, encajadas como teselas de un mosaico, tapaban los suelos. El mobiliario era dispar, pero cada estancia guardaba un estilo: había salas demodé o salas futuristas; salas de muebles vanos, no funcionales, deudos del surrealismo; salas donde se producía un extraño maridaje entre dormitorio, salón y cocina;  una pieza no especialmente reducida estaba ocupada tan solo por un reclinatorio; en otra, una cama volteada, patas arriba, permanecía encajada entre las cuatro paredes, a una altura de tres o cuatro metros sobre el suelo. Algo parecido ocurría con los maniquíes. Distribuidos caprichosamente por doquier en las más diversas posturas, gestos y situaciones, cada uno de ellos era distinto, y representaban personas de todas las edades y fisonomías. Asustaba su hiperrealismo.
Todo estaba pensado para seducir en la tienda de alfombras.  Incluso algunos de los escaparates eran lentes que invitaban al juego óptico de ver disminuida o, al contrario, ampliada, la imagen de los interiores.
Después de permanecer bastante tiempo embobado tras los cristales, me decidía a entrar, y aún tardaba un buen rato en llegar hasta las puertas, también acristaladas. Ya dentro de aquel lugar asombroso, caminaba con el cuello alzado, mirando los techos. Sonaba una música extraña, indefinible. Y de repente, sintiéndome súbitamente cansado, me sentaba en un sofá de aspecto antiguo, junto a una señora asaz gorda. Allí me quedaba callado, estático e inerme, hasta que una intensa sensación de terror me despertaba.
Este sueño se me repitió durante una larga temporada, siendo yo niño. Durante años, quizá. Y precisamente cuando dejé de ser niño pude comprenderlo. Hijos de puta.

Gabriel Cusac

4 comentarios:

Ainhoa dijo...

Da que pensar, me ha gustado mucho. un saludo.

Gabriel Cusac dijo...

Un saludo, Leonor. He pasado por tu blog y también da que pensar el Miedo...Somos unos figuras, ¿que no?

Ainhoa dijo...

:) ya te digo Gabriel y a seguir siéndolo hasta que el cuerpo aguante y mas. jajajaja. buena semana y nos leemos por aquí y por allí.
un abrazo.

Gabriel Cusac dijo...

Hasta pronto, Leonor. Un abrazo.