Con tan solo 54 años y apopléjicamente,
don Amalio Offenbach Pichaflauta, alias La
Zarzamora, dobló la servilleta agotándose este marzo frío y seco como el
mistral o talmente nuestro presidente del gobierno. Don Amalio era un personaje
entrañable, muy querido, gran persona, trabajador incansable, amigo de sus
amigos, etc, etc, y, además de acumular todas las efímeras virtudes de los
difuntos recientes, su cadáver fue el vehículo que proporcionó a los habitantes
de la ciudad estrecha una inolvidable
noche de terror. Descanse en paz.
Todo comenzó sobre las 22,45 hrs. del
pasado 30 de marzo, cuando una de las asistentes al velatorio, doña María de
las Mercedes Chocho Airón, quiso dar el último adiós al interfecto, quien
reposaba, diríase que tan pancho, en uno de estos ataúdes cuquísimos cuyo
portillo abatible permite a los dolientes echar un vistazo al rostro del
fiambre, siempre con la total aquiescencia del mismo. Al grito de doña María de
las Mercedes siguió el desmayo, súbito patatús del que salió airosa gracias a
la rápida y eficaz intervención de uno de los presentes, quiropráctico
titulado, quien en principio aplicó a la señora un masaje tonificante (léase
veinte o treinta guantazos) y finalmente dirigió a sus fosas nasales varias
pulverizaciones de un aerosol que encontró a mano, concretamente un ambientador
o insecticida marca DIA, distinción que en este caso (y posiblemente, según el
método empírico ampliamente experimentado en el hogar por este humilde
cronista, en cualquiera de los casos) es baladí. Una vez reanimada doña
Mercedes, con el saludable rubor de nuevo instalado -incluso quizá
multiplicado- en sus mejillas, e inquirida por las causas de su sobresalto, la
susodicha, señalando al féretro, lanzó una exclamación donde concurrían dos
fenómenos. El primero, lingüístico, es conocido como dislocación acentual,
anomalía de democrática difusión en Béjar, sede de una afamada Escuela de Péritos. El segundo fenómeno, como verán, es de índole metafísica.
En definitiva, lo que dijo doña María de las Mercedes Chocho Airón tras su
resurrección (séame permitida la irresistible rima) fue: “¡Un vámpiro, el
Amalio es un vámpiro!”. Frase lapidaria, o ultralapidaria, que congregó en
torno al ataúd a los circunstantes, quienes pudieron comprobar la existencia de
dos colmillos hiperdesarrollados surcando el labio inferior del cadáver.
Como el amable o incluso el odioso
lector pueden suponer, se armó el belén. En unos minutos, a las puertas del Tanatorio La Soledad se congregaron varios vehículos de la bofia, un camión del Cuerpo de Bomberos, dos ambulancias y
un todoterreno de Protección Civil, cuyos efectivos, por cierto, se aprestaron
a montar una tirolina en el monte aledaño, artificio del todo inútil, pero sin
duda muy vistoso. Como bien apunta la moderna teoría cuántica, parece
demostrado que los rumores viajan a la velocidad de la luz en nuestra querida y
cosmopolita tierra, y al poco una riada humana, confluyendo desde las distintas
salidas de la ciudad, avanzaba por la Carretera de la Estación hacia el
tanatorio: una procesión fervorosa de novedades, hambrienta de misterio, alta
la frente al cielo y con fe hacia el porvenir, entre la que contrastaba, por la
sobriedad fúnebre y silente de su desfile, así como por su facha de espantajos siniestros,
una cofradía de adolescentes góticos, portando cada uno de ellos un enorme
cirio pascual. Otras jovencitas bejaranas, aunque también afectadas o
infectadas de lecturas y películas vampíricas, decidieron en cambio hacer
vigilia en la ventana, apoyadas sobre el alféizar, con níveo y escotado camisón
de flecos, el pelo recogido para dejar bien visible su tierna yugular,
anhelantes del mordisco iniciático. Bobitas, ay, bobitas. Ñam, ñam. Suspiro. A
medida que avanzaba la noche, con el tanatorio acordonado y la multitud
expectante tras el perímetro de seguridad, fueron apareciendo, en este orden:
dos furgonetas rellenas de geos, un equipo científico del CNI, varios
trabajadores de Unisolar con
pancartas reivindicativas, distintos representantes de las formaciones
políticas locales, y finalmente un helicóptero que aterrizó en la explanada de
la antigua estación ferroviaria y del cual descendieron Íker Jiménez, el doctor
Cabrera y el reputado exorcista Fortea. Fue, en verdad, una noche movidita.
Y todo por el gamberrete del Toñín, el
sobrinito díscolo, ese felipejuanfroilándetodoslossantos
plebeyo, pero no menos tarambana que el monárquico. El Toñín, ese pimpollito
inconsciente que tuvo la mostrenca ocurrencia de colocar la dentadura de pega
en la boca de su difunto tío.
La había comprado en el Bazar Aurora.
Gabriel
Cusac
2 comentarios:
un buen trago de JLGBerlanga; solo faltó la palabra "austrohúngaro".
Ja ja! Todo un cabroncete ese Toñín. Un divertido relato, si señor.
Títiro.
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