4 de abril de 2020

Cuando no llueve agua


Lluvia de peces en Yoro, Roque Zelaya (imagen tomada de litart.mforos.com)


En 1555, Olaus Magnus, el último primado católico de Suecia, publicó su Historia Gentibus Septentrionalibus, crónica monumental de la etnología, la geografía y la historia cultural de Escandinavia […] Un capítulo entero de la Historia está dedicado a las lluvias de peces, ranas, ratas, gusanos y piedras que ocurrían con frecuencia en los países nórdicos.
La sirena de Fiji y otros ensayos sobre Historia Natural y No Natural, Jan Bondensen

En algún momento, durante esta forzada reclusión, tuve un ramalazo heroico, un espejismo de lector contumaz, y pensé que era buen momento para abordar arduos himalayas narrativos, como el Ulises de Joyce, el Paradiso de Lezama Lima, El siglo de las luces de Alejo Carpentier o El obispo leproso de Gabriel Miró (seguramente el más digerible de la lista). Nunca pude con ellos. Alguien se echará las manos a la cabeza, porque nada hay más subjetivo que la literatura: cada lector es un mundo. Reconozco incluso que Carpentier o Miró me parecen soberbios, pero su estilo es demasiado puntillista para mi paciencia. A otros les resultarán insufribles los tochos de Mujica Láinez, por ejemplo; yo los leo y releo con fruición. En todo caso, que cada cual escoja sus respectivos himalayas y se plantee lo apropiado de escalarlos ahora o no. Particularmente considero un acierto haber desestimado la empresa; ¿no estamos bastante jodidos ya como para embarcarnos -acaso por pura vanidad- en masoquismos intelectuales o intelectualoides? A cambio, en estos días coronavirulentos, me estoy entregando con gozo a algunos de mis escritores favoritos, y además tengo tiempo para revisar curiosidades olvidadas. Así, rescaté de la librería -ese botiquín del alma- El libro de los condenados, de Charles Fort. Y Fort me hizo recordar un suceso inexplicable acaecido hace veinte años, pero ya inmerso en el olvido colectivo. ¿Se acuerdan de cuando el cielo nos regalaba bloques helados?
Se presentó 2000 con ínfulas apocalípticas, y las primeras semanas del año nos sorprendieron con la caída de bloques de hielo en toda España; alguno alcanzó los tres kilos de peso. Gélida epidemia con tufo de maldición. Se llegaron a registrar más de medio centenar de casos, pero como somos un país de coña muchos de ellos se debieron a bromistas. Por otra parte, los rigurosos criterios de verificación científica (que exigían, por ejemplo, la observación directa de la caída) redujeron a media docena el número de bloques estudiados.  Las teorías que surgieron, entonces y después, se han demostrado insuficientes, cuando no absurdas. Leo un artículo de ABC Ciencia de 2008 sobre la que parece más sólida de todas, precisamente elaborada por un equipo científico multidisciplinar español, y parece evidenciarse que tal teoría, en todo caso aproximativa, es precisamente como un bloque de hielo. Sólida hasta que se deshace. “Desconocemos cómo empieza el proceso de nucleización de los trozos de hielo, y cómo se sostienen en la atmósfera pese a su elevado peso. Pero el caso es que caen”, dice Jesús Martínez-Frías, uno de los componentes del equipo de investigadores. No obstante, la caída celeste de bloques de hielo -que, en menor medida y en torno al 2000, se repitió en otras partes del orbe- parece de las menos sorprendentes entre el ameno catálogo de las lluvias insólitas.
En 1919, mucho tiempo antes de estos acontecimientos, Charles Fort publicó “El libro de los condenados”, abracadabrante miscelánea de lo raro, empero apoyada en un ímprobo soporte documental. Durante 30 años, Fort se dedicó a elaborar fichas de sucesos inexplicables a partir de las noticias que recopilaba de distintas fuentes escritas; llegó a los 25.000 registros. Algunas de las incógnitas son triviales, perfectamente explicables -como las “cruces de hadas”, formadas por la cristalización de estaurolitas; o las por él bautizadas como “marcas de ventosas”, cazoletas o marmitas de gigante, simples fenómenos de erosión en las rocas-, otras pueden albergar una respuesta lógica o científica suficiente, pero buena parte de ellas siguen pululando en el tenebroso bosque de los misterios. Varios capítulos del ensayo fortiano están centrados precisamente en las lluvias insólitas, donde la solución científica se queda cojita coja como el diablo cojuelo: trombas marinas, tornados o huracanes, mensajeros capaces de recoger la “mercancía” en un punto geográfico y depositarla raudamente en otro mucho más alejado. Fenómenos atmosféricos que la mayoría de las veces no han acompañado las lluvias insólitas y que, de todas formas, no justifican la selectividad de especies u objetos manifiesta que se produce en este tipo de lluvias. Porque las lluvias son de peces. O de ranas. O de serpientes.  O de gusanos. O de hojas secas. No hay mezcla; las lluvias se caracterizan por su calidad homogénea. Y es evidente que la furia succionadora de los fenómenos atmosféricos citados arrastra lo que puede, sin detenerse en el derecho de admisión. Enfrentándose -valga la metáfora: como un buque rompehielos- a la pusilanimidad académica, a los cánones científicos imperantes, Fort, con todos sus defectos y carencias, es el héroe heterodoxo, el pionero que despeja el camino para el estudio sin complejos de los ooparts y de los ovnis, de los fenómenos paranormales, de lo inexplicable en general. No es exagerada la afirmación de que Fort encarnó una revolución cultural.
¿Qué ha caído del cielo?
Respecto a los cubitos de hielo, el propio listado de maravillas de Fort es pródigo. Hay demasiado donde elegir; su enumeración sería cansina y repetitiva. Pero una de las delicatesen de la casa es el relleno, con ranas dentro (Dubuque, Iowa, 16 de julio de 1882). También tenemos revuelto de hielo y peces de Derby (Inglaterra, julio de 1841). ¿Hielo sencillo? Quizá les baste el bloque de Candeish (India, 1828), un metro cúbico de nada. O el de Ord (Escocia, agosto de 1849), una cuasicircunferencia de seis metros de contorno. ¿Y lluvia vegetal? Por supuesto. Con heno de Wrexharn (Inglaterra) o de Monkstown (Irlanda), cosecha de julio de 1875. O con hojas secas, varios ejemplos en Francia durante el último tercio del XIX (pero ninguno en otoño), algunos documentados por el mismo Flammarion.
Más numerosas son las lluvias de animales. Abundan sobre todo las de peces y las de batracios, con infinitud de ejemplos a lo largo de la historia (aunque en este artículo he procurado evitar las referencias remotas), repartidos por todo el mundo, como la de ranas en Frías de Albarracín (Teruel, 1988) o en El Rebolledo (Alicante, 2007). Sorprende que en la mayoría de estas ocasiones peces y anuros están vivitos y coleando, intactos. En otras aparecen desguazados, revueltos en su propia sangre. A veces llueven solos, secos; a veces entre precipitaciones, a veces en días sin nubes ni viento. Este tipo de lluvias, con todas las reservas, parecen más afines a la teoría de los torbellinos. Pero hay otras que destrozan todos los parámetros. Lagartos en Montreal (Canadá, 28 de diciembre de 1857). Hormigas (sin alas) en Cambridge (Inglaterra, 1874). Gusanos en Christiania (Noruega, 1876). Serpientes en Memphis (Estados Unidos, 15 de enero de 1877). Caracoles en Cornualles (Inglaterra, 8 de julio de 1886) o Hinojos (Huelva, 1967). Mejillones en Paderborn (Alemania, 19 de agosto de 1892). Un maná de codornices en San Fernando (Cádiz, 25 de septiembre de 1872) y Valencia (junio de 1880). Cangrejos en Nueva Gales del Sur (Australia, 1978)… También han caído del cielo semillas o piedras; para desgracia de Juan Luis Guerra, parece que lo único que no ha llovido es café en el campo. No he podido evitar la guasa.
Insólitas dentro de este fenómeno insólito hay otras lluvias, particularísimas, que incluso resultan difíciles de creer para el pobre paranoico que suscribe (como el despreciable y a la vez magnífico Giacomo Casanova, “siempre he tenido en el alma un germen de superstición”). Pero no por la singularidad de los fenómenos, sino porque la escasa información y la ausencia de referencias contrastadas no avalan la certeza. Son fenómenos tan localizados, por otra parte, que inducen más a pensar en una variante espectacular de aportes poltergeist. Así, los chaparrones de huevos sobre un colegio de educación primaria en Wokingham (Inglaterra), acaecidos durante varios días -días claros- en los principios de diciembre de 1974. La escuela tiene un nombre gracioso; se llamaba (y se sigue llamando) Keep Hatch, “seguir empollando”. Así, la lluvia de monedas, exóticas y antiguas, que acribilló un albergue alpino de Oberstdorf (Alemania), en el verano de 1969…
La rebusca de lluvias curiosas ha hecho que, durante un largo y terapéutico rato, me haya olvidado de este cabrón que nos tiene martirizados: el COVID-19. Otra cosa es. Espero que mis tres o cuatro lectores también hayan tenido unos minutos de solaz. Ánimo, venceremos.

Gabriel Cusac

  

2 comentarios:

Unknown dijo...

Hola, yo soy una de las 4 lectores. Una pregunta, sabes en qué libro o revista Flammarion habló sobre las lluvias extrañas de Fort?

Gabriel Cusac dijo...

Bueno, desconocida y casi única lectora, Fort cita como referencia en numerosas ocasiones "La atmósfera" de Flammarion; un tocho enciclopédico, por lo visto. Hay ediciones en español. Pero seguramente también podrías encontrar algo en la revista fundada por el astrónomo francés, precisamente titulada: "La astronomía". Gracias por tus visitas.