A mi amiga Teresa, que en la colecta de misa echaba mucha calderilla (y toda era robada), y a Juan Carlos García Cabrero, lúcido suscriptor.
Fue un día muy triste. A mi entierro sólo asistieron dos personas: Laurita, la benemérita ATS, y Eutiquiana, la zorrona. Laurita fue el consuelo de mis últimos días, un consuelo teologal y a la vez profano, porque ella derramó a raudales fe, esperanza y caridad sobre la piltrafa humana de la 402-A, y al mismo tiempo, en su compasión inmensa, me permitía pellizcarle el culo y estrujarle las tetas. ¡Ah, sus tetas...! Laurita, a la que poco a poco fui convenciendo de mi derecho natural a la eutanasia activa, cedió finalmente a mis ruegos. Y un buen día me ató manos y pies a la cama, se despojó de la camisa blanca y del sostén marrón, y al cabo llegué a la asfixia con la cabeza encajada entre sus pródigos senos, como era mi voluntad. Así acabó mi vida. Una vida sin cumbres, un recorrido vulgar entre la más mezquina plaga que Dios echó al mundo, y a la que alguien dio en llamar proletariado. Una auténtica mierda (debo agradecer, empero, que ningún paisano se haya dignado a rematar el fracaso de mi tránsito vital componiendo una de esas estúpidas necrológicas donde el difunto va a parar irremisiblemente a la diestra del Altísimo, aunque haya sido el bicho más cabrón parido por madre).
Laurita dejaba que las lágrimas resbalasen mansamente por su rostro. Su silencio, como su dolor, tenía la profundidad de un abismo. Eutiquiana, que a pesar de su oficio mantenía muy arraigadas algunas perversiones de la tierra bejarana, no desmerecería al lado de una de esas plañideras profesionales cuya sombra maligna se prolongó desde los sarcófagos faraónicos hasta los catafalcos de no muy lejanos cadáveres patrios. Unos minutos le bastaron a semejante arpía para transformar el patio de san miguel en un tablao grotesco de ayes, lamentos y virgensantas. Sólo había acudido al cementerio por dos motivos: para asegurarse de que yo estaba muerto y para satisfacer ese síndrome marujil que precisa del psicodrama dos o tres veces por mes, aprovechando cualquier excusa. Si el trueque hubiera sido factible, bien hubiera dejado que mis huesos acabaran en olla de aquelarre con tal de poder salir como Lázaro de la tumba para rememorar la palabra del quijotesco Caballero del Bosque: “¡Oh, hideputa, puta!” Y no habría mentido. Una vez concluido el recital, Eutiquiana marchó pasillito entretumbas abajo, no sin antes lanzar un guiño picarón al sepulturero. Con toda seguridad, se encaminaba a desvalijar las miserias que quedaran en mi tétrica buhardilla.
Laurita aguantó algunos minutos más. Antes de irse, sentida que era, se despojó de su medallita (en la que figuraban su nombre y su grupo sanguíneo) y la tiró al hoyo como regalo póstumo. ¡Qué triste existencia! ¡Encontrar mi media naranja cuando ya tenía un pie en la tumba! ¡Qué cosas tiene Dios!
Mi Tamagotchi, mascota fiel que había adoptado usos y costumbres de su amo, comenzó a pitar enloquecidamente, solicitando su dosis de Vat 69 y su rayita de farlopa. Las palmaría en mi bolsillo, el pobre.
Gabriel Cusac
Béjar Información, 14 de Marzo de 1998
1 comentario:
pobre tamagotchi,descansen en paz los dos.
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