24 de abril de 2009

El santuario del crimen




Me había llamado la atención, desde la carretera, aquel extraño edificio, enorme, solitario y perdido entre la montaña, como un santuario ignoto. Tenía tiempo de sobra. Además, daba la casualidad -o la causalidad- de que dos días antes había comenzado a leer La maldición de Hill House. Tomé el desvío que creí adecuado, dejando la carretera e internándome en una vía de tierra sin señalización alguna. El camino, serpenteando entre campos de encinas, era estrecho y mal acondicionado, circunstancias que se pronunciaban a medida que ascendía. “Parece sólo de ida”, pensé, y me reí de mi propia ocurrencia, pero llegó un momento en que no era más ancho que mi viejo Ford. Atardecía, y los encinares, cada vez más tupidos, obraban un paisaje de sombras y trasluces. Ningún otro coche, ninguna otra persona. Delante, lo incierto; detrás, una nube de polvo. La verdad es que me estaba inquietando; ni tan siquiera sabía si mi ruta era la correcta. La respuesta surgió a la salida de una curva. Inesperada, súbita, tan sorpresiva que me asustó.
El camino de tierra dio paso al asfalto en una rotonda gobernada por una especie de arco inaugural: una entrada suntuaria, un pórtico sin ninguna aspiración de practicidad, como un anuncio de magnificencia de lo que aguardaba detrás. Y, en efecto, lo que aguardaba detrás, después de aquel tortuoso preludio de polvo y encinas, era pasmoso. Casi como un insulto a la monotonía de la dehesa extremeña, casi como un oasis, casi como un derroche botánico, se presentaban unos jardines pulcros, de múltiples especies y árboles enormes. Al fondo, una iglesia neorrománica, flanqueada por dos campanarios circulares, centraba con cierta disonancia el conjunto constructivo entre otras edificaciones anexas de apariencia más moderna y funcional. Aquel lugar pertenecía a alguna comunidad religiosa, sin duda. Aparqué el coche, y paseé entre aquellos jardines sin dejar de maravillarme por el descubrimiento. Aunque ésta fue la sensación inicial. Al cabo de pocos minutos, fui consciente de un hecho extraordinario: en aquel lugar reinaba una soledad absoluta. Tan absoluta como el silencio. ¿Cómo era posible que no oyera siquiera el canto de un pájaro? Estremecido por esta certeza, me detuve ante una fuente. Y entonces llegó el terror.
En la fuente, dos estatuas broncíneas se alzaban sobre sendos pedestales. La estatua central representaba a una exuberante mujer, recostada sobre unas piedras. Su vestido caía lánguidamente, descubriendo un seno. Tenía los ojos cerrados, y con sensualidad inconsciente tapaba el pezón desnudo con un ramillete de espigas. Ignoraba su destino. En el otro pedestal, a una altura superior, estaba el busto de un personaje bien distinto. Su asesino. Un hombre entrado en años, de gesto severo y brazos fuertes. Arremangado, sujetaba contra el pecho una azada criminal. Su propósito era indudable; estaba dispuesto a ejecutar el crimen.
Quedé paralizado. ¿Dónde estaba? ¿Qué secta inicua se encerraba en aquel lugar? ¿Sería yo la próxima víctima?
-Buenas tardes, joven.
Mi corazón estalló. Y di un respingo que casi me hizo caer.
-Tranquilo, hombre -dijo la monja al tiempo que me cogía de un brazo, amigablemente.
Era una mujer vieja, de cuerpo menudo y mirada suspicaz. Intenté tranquilizarme, pero mi voz tembló cuando le formulé la pregunta que mentalmente ya me había hecho a mí mismo.
-¿Dónde estoy?
-En la residencia de ancianos, hijo. Ahora están todos en el comedor; aquí se cena muy temprano. Pensé que venías a visitar a un familiar.
-No, no. Tiré por el camino, por curiosidad...Oiga, ¿qué representa esta fuente?
-El hombre es nuestro benefactor, la persona a quien debemos todo esto. Un agricultor del pueblo nacido pobre, pero que, a fuerza de trabajo y gracias a Dios, pudo hacer unos dineros. Este es su legado.
-Y, ¿la mujer?
-La fertilidad. Como un tributo a la tierra que el fundador labró desde niño, y que le hizo prosperar. Ese pecho tan generoso, al descubierto, y las espigas, forman parte de la alegoría.
-¡Ah!
-¿Le gusta el sitio?
-Sí. Quién sabe si de mayor vendré a vivir aquí.
Mentí. Sigo estando convencido de que a un lugar así sólo se puede llegar para morir.

Gabriel Cusac

3 comentarios:

Lola dijo...

A veces la belleza y la paz dan miedo,brrr.

mojadopapel dijo...

Tengo más miedo a la vejez y enfermedad que a la muerte.

Gabriel Cusac dijo...

Y yo. Decía mi abuelo: "Más vale morir que perder la vida".