
Pude aparcar junto a un parque, relativamente cerca de la Plaza Mayor. El viaje había sido asfixiante, y decidí sentarme en la terraza de un quiosco para tomar una cerveza antes de gestionar los asuntos que me habían llevado a la capital extremeña. El parque estaba animado, sobre todo por la presencia de un nutrido grupo de minusválidos psíquicos de todas las edades que se esparcían aquí y allá custodiados por varias cuidadoras de batas blancas y unánime maquillaje circense. A unos metros de mí, un niño de ocho o nueve años y con síndrome de Down hurgaba con un palito en un hormiguero. Ni él ni yo podíamos sospechar el episodio que se avecinaba.
Por detrás se le acercó otro niño, rubio y de ojos azules. Tenía más o menos su misma edad, pero ningún signo de deficiencia. Sin aviso, sin decir una sola palabra, el recién llegado aprovechó la posición acuclillada del mongólico para derribarle de una brutal patada en el costado. Quedé unos segundos paralizado, frente a tan diáfana muestra de crueldad infantil, antes de levantar a la víctima al tiempo que reprendía al niño de ojos azules. Pero el pequeño agresor no pidió perdón ni se mostró arrepentido. Al contrario, su respuesta fue otra exhibición de violencia, aún más terrible. Mientras yo le abroncaba a voces, sonrió cínicamente, clavándome sus ojos de hielo azul. Ojalá se hubiera conformado con castigarme a través de esa mirada cuchillera y fulminante, esa mirada traída del mismo Infierno.
A su lado, sujetando un panel informativo, había un poste metálico. Sin dejar de mirarme, dio dos pasos hacia atrás y, de espaldas al poste, comenzó a golpearse contra éste, a la altura del hueso occipital. Una y otra vez, sin una queja, sin dejar de lanzarme sus puñaladas azules, hasta sangrar por la coronilla. Y cada golpe palpitaba en mi cabeza como un estallido, como un martillazo entre las sienes, provocándome un sufrimiento agudo e insoportable.
Cuando los golpes cesaron yo estaba gritando de dolor, con las manos apretadas sobre la cabeza. Una de las cuidadoras se alejaba, corriendo con aquel insospechado demonio de la mano. Otra, a mi lado, intentaba tranquilizarme.
-¿Qué le pasa a ese chico? ¿Qué tiene? -inquirí, cuando pude recuperar la calma.
-Nadie lo sabe -me contestó. Y, tras un silencio, me hizo una pregunta inquietante.
-¿Es usted sensitivo?
No sabía qué decir. Finalmente respondí algo así como que, aunque no me consideraba sensitivo, había tenido algunas experiencias extrañas en mi vida.
-Entonces quizá sepa que este niño no es humano -me dijo, marchándose.
Por detrás se le acercó otro niño, rubio y de ojos azules. Tenía más o menos su misma edad, pero ningún signo de deficiencia. Sin aviso, sin decir una sola palabra, el recién llegado aprovechó la posición acuclillada del mongólico para derribarle de una brutal patada en el costado. Quedé unos segundos paralizado, frente a tan diáfana muestra de crueldad infantil, antes de levantar a la víctima al tiempo que reprendía al niño de ojos azules. Pero el pequeño agresor no pidió perdón ni se mostró arrepentido. Al contrario, su respuesta fue otra exhibición de violencia, aún más terrible. Mientras yo le abroncaba a voces, sonrió cínicamente, clavándome sus ojos de hielo azul. Ojalá se hubiera conformado con castigarme a través de esa mirada cuchillera y fulminante, esa mirada traída del mismo Infierno.
A su lado, sujetando un panel informativo, había un poste metálico. Sin dejar de mirarme, dio dos pasos hacia atrás y, de espaldas al poste, comenzó a golpearse contra éste, a la altura del hueso occipital. Una y otra vez, sin una queja, sin dejar de lanzarme sus puñaladas azules, hasta sangrar por la coronilla. Y cada golpe palpitaba en mi cabeza como un estallido, como un martillazo entre las sienes, provocándome un sufrimiento agudo e insoportable.
Cuando los golpes cesaron yo estaba gritando de dolor, con las manos apretadas sobre la cabeza. Una de las cuidadoras se alejaba, corriendo con aquel insospechado demonio de la mano. Otra, a mi lado, intentaba tranquilizarme.
-¿Qué le pasa a ese chico? ¿Qué tiene? -inquirí, cuando pude recuperar la calma.
-Nadie lo sabe -me contestó. Y, tras un silencio, me hizo una pregunta inquietante.
-¿Es usted sensitivo?
No sabía qué decir. Finalmente respondí algo así como que, aunque no me consideraba sensitivo, había tenido algunas experiencias extrañas en mi vida.
-Entonces quizá sepa que este niño no es humano -me dijo, marchándose.
9 comentarios:
Inquietante tu relato,la descripción perfecta.
WWWuaaalaáaa!
qué punto!!!, talmente como si fuese Damian! ^_^
Me canonizas, mojadopapel. Y, en efecto, femme, Damian total, una dulce criatura.
Jajajajjajajajajajajajaja
criatura! ^_^
Mala hierba..
Mal abono, se expande..
Excelente!!
Joooooooder!!!
Escalofriante, ni recien sacado de una novela de stephen king tio.
Eres bueno chaval.
Mil besitos!!!
Gracias, Silvia. Pero parece que soy el único aficionado a la literatura de terror que detesta a Stephen King. ¡No me lo mientes! Un abrazo.
Perdon, perdon, perdon...
Y yo que queria quedar bien, jeje!!
Pa la proxima lo tendre en cuenta. De todas formas, sigo diciendo que eres bueno, y tu relato genial.
Si es que, nadie mejor que yo para meter la pata, es mi cruz hijo. Ya me conoces.
Mil besitos!!!
Tranqui, Silvia, ya te digo que soy un caso raro. Es muy difícil que me guste algún autor del género posterior a la primera mitad del siglo XX, más o menos... Vamos, que soy un retrógrado patológico. Eso sí, soy bueno, muy bueno: cuando veo una ancianita en la acera la ayudo a cruzar la calle (quiera o no quiera, todo sea dicho).
Publicar un comentario